I
LA MADRE
“No pasa día sin que me acuerde de madre”, escribe Rosas desde el exilio en Southampton en 1868. Habían pasado veinte años de la muerte de Agustina López y la memoria de esta mujer singular no se había desvanecido en el recuerdo del hijo mayor, que en su intensa vida política había acumulado tantísimas historias y acontecimientos relevantes que se presentarían una y otra vez como fantasmas del pasado en la inacción forzosa del destierro.
Pero el historiador puede hacerse esta pregunta: ¿qué hubiera sido del recuerdo de Agustina López de Osornio (1769-1845) de no haber sido la madre de Juan Manuel de Rosas, el gobernante más poderoso de la Confederación Argentina, el “magnánimo Rosas” para sus fieles federales, “el odioso tirano” para la oposición liberal? Seguramente sólo tendríamos de esta señora una mención al pasar en los libros que nos hablan del Buenos Aires antiguo, un discreto homenaje a su belleza, su alcurnia y sus caudales: Pero poco más que eso.
La circunstancia de que Agustina fuera la madre de Rosas hace que su biografía participe del indiscutible atractivo que la personalidad del dictador porteño ha ejercido y ejerce sobre la historiografía argentina. Ella nos sirve a manera de hilo conductor para internarnos en el laberinto de la sociedad de Buenos Aires en épocas que van de la colonia a la independencia y de allí al período de las guerras civiles. Dicha secuencia temporal nos muestra indirectamente que, al cortarse los lazos que unían al Río de la Plata con la metrópoli, los clanes familiares ocuparon el sitio que dejaba libre el monarca y sus altos funcionarios, y que dentro del nuevo esquema de poder había un espacio importante para las mujeres. Ese lugar derivaba, además, del que tuvieron las mujeres españolas de linaje en las sociedades provenientes de la Conquista. Por todo esto, Agustina López ha merecido muchas páginas de historia, desde la noticia cronológica que insertó La Gaceta Mercantil de Buenos Aires con motivo de su fallecimiento (1845), a los capítulos que le dedicó su nieto, Lucio V. Mansilla, en las distintas obras en que se ocupó de su tío, Juan Manuel, y a la versión novelada de estos mismos hechos que nos ofrece Eduardo Gutiérrez. Misia Agustina escapa milagrosamente incólume de las invectivas de José Rivera Indarte que en las Tablas de sangre dice de ella: “señora respetable de costumbres patriarcales” y se complace en subrayar las diferencias que tenía con su hijo más que en atribuirle las culpas genéticas que en la formación del futuro dictador argentino le endilga José María Ramos Mejía en dos ensayos notables: Las neurosis de los hombres célebres y Rosas y su tiempo.1
Detengámonos en este último autor, el médico y sociólogo Ramos Mejía, vástago de una familia destacada dentro de los sectores más unitarios de la provincia porteña. Ramos considera a misia Agustina responsable de la herencia genética de Juan Manuel. Su neurosis, patente en numerosas anécdotas que circulaban por el Buenos Aires finisecular —y que Mansilla reconoce en sus libros—,2 se agudizaría en el varón primogénito trocándose en aberraciones de la conducta. Dentro de las mujeres de la familia, dice, la madre de Rosas “fue el tipo de más color y acentuación; la más viva expresión de esa fuerza dominadora en sus formas femeniles y domésticas, ya que por su muerte no pudo serlo en otras más trascendentes. No sólo manda, eso sería poco, sino que tiraniza, lógica con su abolengo de violencia y caprichoso imperio”.3
Agustina desempeñaba un papel en su hogar que supera al que tradicionalmente correspondía a la madre en la educación de los hijos. Ella asumía el rol del padre autoritario de la legislación española, mientras su marido, León Ortiz de Rozas, permanecía en un plano secundario. Pero no era el suyo un caso excepcional en la historia de las familias coloniales, como lo corrobora la biografía de otro gran argentino de ese tiempo, Domingo Faustino Sarmiento, hijo también de una mujer fuerte que llevaba las riendas de la casa.
Juan Manuel, el mayor de los hijos varones de los Ortiz de Rozas, aprendería de esa madre imperiosa a valorar la herencia hispánica: el orden y la sumisión impuestos a cualquier costo, el ideal de la armonía social, la defensa a ultranza de los intereses patrimoniales (los particulares primero, los del Estado después), el respeto debido por las clases viles a las clases superiores y las obligaciones de patronazgo y protección de los más fuertes hacia los más débiles.
Todo esto dentro de un esquema tan riguroso como inmodificable. Ese antiguo orden empezaría a tambalear cuando la Revolución de Mayo desató un proceso anárquico en el que estuvieron a punto de naufragar los valores de la sociedad colonial, que habían sido asentados en el curso de tres siglos en suelo americano. Juan Manuel asumió entonces la defensa del orden tradicional que había conocido y respetado a través del ejemplo de su madre, esa Agustina amada y temida a un tiempo, la mujer fuerte a la que debió enfrentar en su adolescencia, y cuyo recuerdo, embellecido por el paso de los años, lo acompañaría hasta la muerte.
Sin embargo, importa aquí rescatar al personaje mismo, a aquella Agustina Teresa López Rubio, nacida el 28 de agosto de 1769 en Buenos Aires, hija de don Clemente López de Osornio, militar y hacendado de mucho prestigio, y de doña Manuela Rubio y Díaz, su segunda esposa, ambos pertenecientes al grupo de familias más encumbrado de la ciudad que aún no había alcanzado la jerarquía de cabeza del virreinato.
Clemente López (1726-1783), nacido en Buenos Aires, había alcanzado el grado de sargento mayor luchando contra los indios; comandante general de la campaña, y jefe de la expedición contra los guaraníes en 1767, se destacó como poblador de campos de frontera y llegó a ser cabeza del gremio de los hacendados, de los que fue durante muchos años representante ante las autoridades coloniales. En sitio expuesto a los malones, pobló la estancia del Rincón del Salado, ubicada en un lugar estratégico, entre ese río y el océano Atlántico. Fue allí donde lo sorprendió el ataque de los indios pampas: el veterano militar luchó vigorosamente junto a su hijo Andrés, sus peones y sus esclavos, pero fue lanceado y degollado por los atacantes en un episodio que ha sido calificado como una suerte de vendetta contra quien no había tenido piedad para con el vencido en la guerra que salvajes y cristianos sostenían por el control del suelo y de sus riquezas.4
Su viuda, Manuela Rubio, cuyo nombre haría célebre su bisnieta, la señora de Terrero, quedó como albacea de la sucesión y tutora de los hijos menores de la pareja, Agustina Teresa, Silverio y Petrona Josefa.
Del primer matrimonio de don Clemente había una hija, Catalina, porque Andrés, el varón, había muerto junto a su padre. Los arreglos que hizo la viuda para disponer de dinero metálico mediante la venta del ganado vacuno, tanto orejano como herrado, que se hallaba del otro lado del Salado y que corría peligro de perderse debido a los robos que eran el mal endémico en la frontera, disgustaron a Catalina, que puso pleito a la sucesión. Pero la viuda no tuvo tiempo para ocuparse de estas cuestiones porque en 1785 falleció, dejando como albaceas y tutores de sus tres hijos menores a don Cecilio Sánchez de Velazco —el padre de Mariquita Sánchez— y a don Felipe Arguibel, abuelo de Encarnación Ezcurra.
Sánchez de Velazco, que era uno de los hombres más acaudalados de la ciudad, se tomó muy a pecho su tutoría y se empeñó en responder a los pedidos de los capataces que manejaban el establecimiento del Rincón y solicitaban vestuarios para los seis esclavos de ese lugar. Era preciso pagar los gastos de la administración: yerba para los peones, sal para aquerenciar la hacienda chúcara, estacas para levantar corrales, dinero para los conchabos de los peones que trabajaban en la doma y en la yerra. También los huérfanos debían ser atendidos, aunque bien pronto Agustina, la mayor, demostraría su capacidad para ocuparse del gobierno doméstico: a los 16 años de edad estaba en condiciones de manejar el dinero que le daba el tutor para los gastos de la casa, la ropa de sus hermanos y del servicio, las compras de alimentos. De este modo, a medida que crecían sus responsabilidades, ella se acostumbraba a hacer su voluntad y al mismo tiempo a recibir el reconocimiento de su medio: “La sociedad le dio un distinguido lugar entre las señoritas de más virtud y distinción y mérito”, afirma su nota necrológica publicada en La Gaceta Mercantil en 1845.5
La muchacha tenía una fortuna regular y era muy bonita, a tal punto que la crónica mundana la coloca a la cabeza de tres generaciones de beldades argentinas. “Fue —afirma O. Battolla— la más bella dama de principios de siglo, belleza que heredaron todos sus hijos.” Pero el drama vivido en la estancia del Salado y su condición de huérfana, ensombrecían la juventud de Agustina: “Tan linda, tan linda y vestida de fraile”, habría exclamado el virrey Pedro Melo de Portugal cuando la muchacha le fue presentada vistiendo, en señal de luto, el hábito de la cofradía de La Merced, prenda similar a la que había amortajado a su madre.6 Vestir hábito, y enterrarse con él, eran signos de piedad muy apreciados por esa sociedad barroca, que tenía siempre presentes la expiación de los pecados y la muerte.
En cuanto al porte de Agustina, su nieto Lucio V. Mansilla señaló que, sin ser alta, realzaba su estatura el modo como erguía el cuello, forma peculiar que heredarían su hija Agustinita y su nieta, Manuela Rosas. Como no han llegado hasta nosotros retratos de Agustina en su juventud, para conocer su imagen debemos remitirnos al buen dibujo a lápiz que le hizo Carlos Enrique Pellegrini cuando ya era una anciana. Este la muestra vestida con un abrigo de guarda floreada, pensativa, reconcentrada en sí misma, pero hay mucha vivacidad en ese rostro enérgico, de fuerte nariz. A juzgar por este retrato, Juan Manuel no era muy parecido a su madre; tenía más en común con don León, que era rubio como él, pero de semblante plácido y labios gruesos y sensuales mientras el hijo tenía la mirada fuerte y la boca fina y apretada.7
Cuando había cumplido 20 años, Agustina fue pedida en matrimonio por León Ortiz de Rozas, teniente de Infantería del Regimiento Fijo de la ciudad. En cuanto a blasones, este joven oficial, nacido en Buenos Aires en 1760, hijo único de Domingo Ortiz de Rozas y Rodillo y de Catalina de la Cuadra, podía equipararse con su futura esposa. El linaje provenía de militares y de funcionarios de la Península, y un tío, también llamado Domingo, había sido agraciado con el título de conde de Poblaciones por los servicios hechos a la Corona en Chile y en Buenos Aires. Pero la familia vivía modestamente, escribe Carlos Ibarguren, en casa pobre, sin servidumbre ni agregados, en la calle nueva cerca del río y próxima a la ranchería de los esclavos de La Merced.8
“Cuando contraje matrimonio —dirá Agustina en su testamento— mi esposo sólo llevó a él su sueldo militar y decencia personal, y yo llevé como diez mil pesos plata metálica, poco más o menos, herencia de mis dichos padres que recibió mi esposo.”9 Sin dinero, pero con sangre sin mezclas, buena presencia y disposición para amar a su esposa, León era asimismo dueño de una corta pero importante experiencia en su vida de soldado que posiblemente deslumbró a Agustinita, quien tendría memoria de las hazañas de su padre, el militar estanciero, en tierra de indios.
El joven oficial del Fijo de Buenos Aires se había alistado en la expedición comandada por el piloto Juan de la Piedra que partió en 1785 a consolidar la fundación de Carmen de Patagones sobre el río Negro. Luego de muchas vicisitudes, estas fuerzas se internaron en dirección a la sierra de la Ventana con el propósito de limpiar de tolderías la región. Pero los indios, exacerbados por la violencia que De la Piedra había ejercido contra ellos, cayeron sobre los cristianos, los derrotaron, mataron a muchos y tomaron a otros, entre ellos a Ortiz de Rozas, en calidad de prisioneros. Luego entablaron negociaciones con las autoridades del virreinato que culminaron con un tratado de paz, como resultado los rehenes volvieron a Buenos Aires.10 León, que había dejado amigos en las tolderías, no olvidaría las experiencias de su cautiverio. Más tarde, ese conocimiento directo del desierto y de sus habitantes sería de utilidad para su hijo Juan Manuel cuando, primero como estanciero y luego como gobernante, se involucró en las cuestiones de la frontera.
Como consecuencia de su buen desempeño, Ortiz de Rozas fue ascendido a teniente en el año 1789, el mismo en que pidió autorización para casarse con la hija de López de Osornio. A partir de su boda, celebrada un año después, su situación mejoró: en lo militar, obtuvo un cargo cómodo y bien rentado como administrador de las llamadas estancias del rey, que proveían de caballadas al ejército. En lo familiar, empezó a disfrutar de la alta posición que ocupaba su joven esposa en la sociedad local.11
Dueña de muchas influencias y relaciones en Buenos Aires, Agustina, por gusto y por vocación, sería el verdadero jefe del hogar de los Ortiz de Rozas. La pareja resultó muy armoniosa, pues sus virtudes y defectos se compensaban admirablemente: ella prefería la acción y amaba el campo con la misma pasión que sus ancestros López de Osornio. Cuando partían a las estancias de la frontera sur que formaban parte de su herencia, se encargaba de tratar con los capataces, parar rodeo y demás tareas propias del hacendado. El marido en cambio, a medida que pasaban los años, se desligaba de las responsabilidades; prefería quedarse en casa, jugando a las cartas, haciendo versos sencillos o conversando con sus amistades. Era bondadoso y pacífico, “pero en el hogar, en la familia, en la administración de los cuantiosos bienes de la comunidad, no tenía ni voz ni mando”, asegura su nieto, Lucio V. Mansilla.12
Los recién casados tuvieron su primer hogar en la casa de los López de Osornio, y éste es un indicio más de la suerte de matriarcado que existía en Buenos Aires. Allí vinieron al mundo los primeros hijos: “Juan Manuel de Rosas nació en el solar que habitaba su abuelo materno, don Clemente López, situado en la calle de Santa Lucía (así llamada desde 1774), luego Mansilla (en 1807), después Cuyo (en 1822) y posteriormente Sarmiento (en 1911)”, escribe Fermín Chávez, “en la acera que mira al norte, esto es, de los números pares, a mitad de cuadra entre las actuales calles de San Martín y Florida (espacio actualmente ocupado por el Banco de Avellaneda). Era un caserón con dos cuartos de alquiler a la calle —como era habitual en las viviendas de la gente acomodada—, puerta grande con zaguán, una sala con aposento al norte, otras habitaciones, corredor grande, cocina, dos cuartos para criados, otro de coser, el común (letrina) y pozo de balde; terreno, en suma, de 35 2/3 varas de frente por 70 de fondo, cercado por una pared de adobes cocidos”.13 Estaba situado en el barrio de La Merced, que ocupaban las familias de la clase decente de la ciudad, aunque fuera el de Santo Domingo el favorito de la mejor sociedad.
Los Ortiz de Rozas tenían coche, signo de su buena posición económica, distinción especial a la que sólo accedían unas pocas familias en la época del virreinato, treinta a lo sumo, según estima Battolla en La sociedad de antaño. Entonces se usaban mulas para tirar de esos pesados armatostes, explica, porque alguna ley suntuaria prohibía el uso de caballos en los coches particulares y sólo los autorizaba en los del virrey: “La primera familia que los ató después a su carruaje fue la de Ortiz de Rozas, ejemplo que no tardó en ser imitado por los más pudientes”.14
Fueron muy prolíficos. Primero nació un varón, Juan Manuel, en 1793; luego María Dominga, 1795; Gregoria, 1797; Andrea, 1798; Prudencio, 1800; Gervasio, 1801; María Dominga, 1802; Juana, 1803; Benigno, 1805; Manuela, 1809; Dominga Mercedes (Mariquita), 1810; Martina Agustina (Agustinita), 1816. Se dice que doña Agustina tuvo veinte partos. Diez de los hijos llegaron a la edad adulta, otros murieron al nacer y otros en la infancia.
La buena relación afectiva y sexual del matrimonio Ortiz de Rozas se ponía de manifiesto cada año y daba lugar a un ritual casi invariable: la pareja que pasaba parte de la primavera y del verano en el campo, en el otoño, cuando se aproximaba la fecha del parto, volvía a la ciudad (si bien algunos hijos nacieron y fueron bautizados en el pago de Magdalena). Las actividades de doña Agustina no se veían entorpecidas por estos nacimientos constantes ni por la crianza que implicaban.
“Nuestros abuelos fabricaban unos hijos de padre y señor mío, no hay más que ver qué nenes hicieron la Independencia, la guerra civil”, escribe Mansilla y se pregunta:
¿Sería que vivían frugalmente, que no tragaban ni bebían, como nosotros, tantas sustancias adulteradas; que se acostaban y se levantaban más temprano que nosotros; que si tenían sus quebraderos de cabeza (eran hombres), no eran tan libertinos como nosotros; y, finalmente, sería que el tributo matrimonial no era para ellos contribución extraordinaria, no entendiendo de dos camas, de dormitorios separados y otros usos modernos de esos a los que Balzac se refiere en la Physiologie du mariage?
En otro de sus libros, el mismo autor agrega más datos acerca de la vida de sus abuelos: el matrimonio dormía en habitaciones separadas, explica; criando ella casi siempre, ya que no quería que su marido fuera turbado en su sueño.15 De este modo, la señora protegía a su esposo y conservaba plena libertad de acción en sus dominios. En cuanto a la crianza de los hijos, merece destacarse el hecho de que no recurriera al servicio de la nodriza, el ama de leche que formó parte principal en el servicio doméstico de las familias criollas y que podía ser indígena, negra o mestiza.
Precisamente a esa primera relación, a través de la nodriza, con el carácter impuro de la tierra americana, han atribuido algunos ensayistas —al estilo de Juan Agustín García, en La ciudad indiana—el carácter endeble y los vicios de la alta clase criolla. Pues bien, estos rasgos no los tuvieron los Rosas: Juan Manuel mamó leche sin tachas de esclavos ni de siervos. Pero además Mansilla nos pone al tanto de otro hecho curioso: “Todos los Rozas tomaron leche del seno de una Lavalle, fecundísima como su amiga predilecta Agustina, y todos los Lavalle, leche del seno de ésta”. Este ejemplo muestra hasta qué punto eran estrechos los lazos entre las familias principales de la ciudad colonial y cuántas tragedias se desencadenaron a partir de 1810 envolviendo en una guerra a muerte a quienes, como los Rozas y los Lavalle, habían sido amigos íntimos. Ni uno ni otro se odiaron jamás, asegura, lo que prueba que “la sangre era caliente pero no maligna. Distinguimos así entre sangre de origen español y la que después ha dado el producto criollo mestizo”. En la interpretación racista del autor de Una excursión a los indios ranqueles, un linaje verdaderamente principal no debía tener la más mínima sospecha de poseer las mezclas que caracterizaban a las clases supuestamente inferiores de la sociedad.16
Y sólo la madre podía transmitir esa pureza prístina porque ella era en las familias espurias el elemento contaminante por excelencia desde que el primer español pisó tierra americana. De ahí el sitio elevado que ocupaban en la sociedad las matronas de linaje español que reunían tales condiciones, más aún cuando a sus virtudes domésticas se agregaban bienes materiales, daban muestras de estar plenamente convencidas de su superioridad social y tenían ánimo para cumplir con los deberes que se les demandaban.
Entre estos deberes se contaban, en primer término, los que exigía la Iglesia: fidelidad matrimonial, fecundidad, cuidado en la educación de la prole, asistencia a las funciones religiosas y gestos caritativos hacia la clientela de la familia. Agustina López cumpliría puntualmente tales requisitos y esto contribuiría a hacerla tan orgullosa y segura de sí. Se sentía respaldada por su intachable conducta y sabía que esto no era lo corriente en un medio en que, al amparo de la nueva riqueza y de los contactos con el exterior que había permitido la habilitación del puerto de Buenos Aires (1778), proliferaban en la juventud porteña de la alta clase de los comerciantes las uniones irregulares y el ansia por divertirse.17
Las disputas del matrimonio giraban a veces en torno a los respectivos ancestros; naturalmente, Agustina estimaba que su alcurnia era la más ilustre, aunque esto no fuera así: “Y tú quién eres —solía decirle a su marido—. Un aventurero ennoblecido por otro que tal (se refería a don Gonzalo de Córdoba, del cual fue soldado el primer Ortiz, diremos), mientras que yo desciendo de los duques de Normandía; y mira, Rozas, si me apuras mucho, he de probarte que soy pariente de María Santísima”.18
Alguna vez el pacífico don León, ducho en el arte de mantenerse al margen de la querella hogareña, procuró darse su lugar de la manera en que podía entenderlo su cónyuge. La anécdota ocurrió durante una de esas largas temporadas en la estancia del Salado que se iniciaban puntualmente el 1º de noviembre, cuando Agustina se presentaba en el escritorio del marido y le decía: “Dame el brazo”. Salían, subían a la galera que demoraba tres o cuatro días en llevarlos a la estancia donde León volvía a encerrarse en el escritorio, o tomaba el fresco en la galería, mientras su mujer se ocupaba de administrar el establecimiento.
Pero en esta oportunidad, relata Mansilla, León invitó a su esposa imprevistamente a visitar la huerta. Llegados a un poyo de granito se detuvo y preguntó: “¿No es cierto Agustinita que yo te quiero mucho?”. Doña Agustina, que como todos nuestros abuelos hacía el amor como si fuera un pontificado a horas fijas, viendo aquellos modos inusitados, en verano, bajo los árboles, repuso apartándose: “Rozas, ¿por qué me faltas al respeto de esa manera?”. “No es eso. No”, responde. Y sacando de la faltriquera unas cuerdas, le dijo: “¿Ves esto? Pues es para probarte que el hombre es el hombre, que si te dejo gobernar no es por debilidad, sino por el inmenso amor que te tengo, porque te creo fiel”; y dicho y hecho, la trincó y le aplicó suavemente unos cuantos chaguarazos, más simulados que fuertes, en cierta parte.19
El castigo físico como forma de imponer la autoridad mediante el dolor y la humillación, aparece con frecuencia en la historia de los Rozas. Mansilla recuerda que su madre lo castigaba con fuerza, mientras su padre, el general, no lo hacía jamás. En cuanto a Juan Manuel, se complacía en propinar palizas, medio en broma, medio en serio, a Nicanora, la preferida entre sus hijos naturales, cuando vivía en Palermo y era gobernador. Porque el castigo frecuente, en la casa o en la escuela, se utilizaba sistemáticamente en el Buenos Aires virreinal, y sólo empezó a ser cuestionado en la época de la Independencia, aunque se mantuvo vigente en las familias más tradicionales.20
La preocupación dominante del matrimonio Ortiz de Rozas era educar bien a su prole y procurarse los medios para mantener y mejorar el puesto que ocupaban en la sociedad. Esta preocupación que era entonces estrictamente económica y para nada política, no sería modificada por los acontecimientos que tuvieron lugar en la capital del virreinato de 1806 en adelante.
Mucho se ha discutido si Juan Manuel de Rosas, siendo adolescente, participó o no en las invasiones inglesas defendiendo a la ciudad. Su presencia en el cuerpo de Migueletes, formado por hijos de los estancieros porteños y donde servía su tío, Silverio López de Osornio, fue ratificada por Rosas en cartas enviadas desde el exilio a la señora Josefa Gómez. Sin embargo, existen documentos que desmienten su participación y prueban que en 1807, poco antes de que los ingleses desembarcaran nuevamente en Buenos Aires, se ausentó de la ciudad para dirigirse a la campaña junto a su familia21.
Explica el historiador Ernesto Celesia que en 1806 León Ortiz de Rozas estaba todavía a cargo de la estancia del Rey que debía proveer de carne y cueros al ejército. Ésta había sido una actividad cómoda hasta que la aventura militar de Beresford y Popham puso en peligro la seguridad del virreinato del Río de la Plata y, al mismo tiempo, puso a prueba la voluntad de servicio de don León. Sobre el comportamiento de este militar, escribió el virrey Rafael de Sobremonte a Santiago de Liniers:
Ortiz de Rozas fue moroso e indolente en su encargo, que manteniéndose en su estancia, a pesar de los avisos que le hice dar para la venida de ella, la retardó, y tenía bien averiguado la preferencia que da a sus intereses en estancia propia como del abandono en que se trataba este artículo. Hace muchos años que está ausente de su regimiento con esta comisión [conseguir caballadas para el ejército] y en la retirada del virrey [Sobremonte] fue el primero que se ausentó sin licencia abandonando su encargo y tuvo la indecencia de juramentarse [presentarse a prestar juramento de fidelidad a SMB Jorge III, tal como se exigió a los funcionarios coloniales].22
Debido a su conducta, León Ortiz de Rozas fue exonerado del cargo o, como prefiere decir el historiador Bilbao, renunció a su empleo.
Entre tanto la dedicación de la pareja a sus intereses económicos estaba proporcionando buenos beneficios. En efecto, hacia 1810 la ganadería competía con el comercio en materia de rendimientos y ganancias. El cuero de los ganados rioplatenses y la carne con la nueva industria del tasajo se habían convertido en un negocio excelente gracias a la apertura de los puertos de Montevideo y Buenos Aires al comercio con las naciones neutrales. Los Rozas eran grandes hacendados. Un aporte sustancial de misia Agustina a su matrimonio habían sido las estancias fundadas por su padre en la costa del Salado. Esto le daba derecho para reclamar la posesión definitiva del sitio después de haberlo “limpiado de indios y de alimañas”. Así lo hizo León Ortiz de Rozas presentándose en febrero de 1811 a reclamar la compra de esos terrenos que la familia ocupaba desde la década de 1760. Poco tiempo después obtenía la propiedad definitiva, achicada respecto de la extensión original de la histórica estancia que se conoce aún como El Rincón de López.
Cuando estos sucesos tenían lugar, ya se había producido la Revolución de Mayo. Pero los Rozas se habían mantenido indiferentes a los acontecimientos que conmovieron a sus contemporáneos. Su presencia no se registra en el cabildo abierto del 22 de mayo ni en la explosión patriótica que atravesó la sociedad de la época dividiendo a los godos o realistas de los revolucionarios.
“Los padres de Juan Manuel eran esencialmente realistas y participaban de las costumbres e ideas trasmitidas por la España”, afirma Bilbao quien estaba emparentado con esta familia por su casamiento con la hija de Mercedes Rozas de Rivero. “La revolución de la Independencia les fue extraña y más bien la miraban con aversión que con amor.”23
Rosas, cuando leyó el libro de Bilbao, refutó esta afirmación: “Ninguno de mis padres, ni yo, ni alguno de mis hermanos y hermanas, hemos sido contrarios a la causa de la Independencia americana”. Mencionó entonces como ejemplos su participación en el rechazo de las dos invasiones británicas y las comisiones oficiales que desempeñó en 1819 cuando se preparaba una invasión española.24 Ciertamente que en 1869, cuando el ex dictador de la Confederación Argentina hacía esa rectificación, la Revolución de Mayo era un hecho incuestionable. Sin embargo, es muy posible que en los días culminantes del año 10, cuando se dividieron las aguas dentro de la sociedad argentina, los Ortiz de Rozas, aprovechando sus largas estadías en la campaña, hayan optado por un discreto segundo plano. De habérselos tachado de godos, no hubieran obtenido la propiedad de los campos del Salado en 1811, en plena euforia revolucionaria. Pero de haber participado plenamente en la Revolución, su presencia no hubiera pasado inadvertida.
Sobre el éxito de los negocios familiares escribe Bilbao: “Don León consiguió en poco tiempo hacerse de entradas suficientes para dejar la campaña, estableciendo un saladero, beneficiando los cueros, el sebo y la lana, expendiendo tropas de mulas para el Perú y haciendo cosechas abundantes de granos”. Su regreso a la capital ocurrió en el mismo año en que pudo legalizar las tierras del Salado dejando la administración de ésa y otras estancias a cargo del hijo mayor, Juan Manuel.25
Porque más allá del rendimiento económico de los campos, seguía siendo la ciudad la residencia favorita de las familias criollas pudientes. Por más que levantaran en esas soledades “casa cómoda”, era preferible transitar por las sucias calles de Buenos Aires, barrosas o polvorientas según la estación, y arriesgarse a cruzar los “terceros” (arroyos) cuando las lluvias los convertían en un torrente, antes que quedar en el aislamiento y la soledad de la campaña bonaerense. Paulatinamente los Ortiz de Rozas seguirían el ejemplo de otros ricos hacendados de la época que trocaron sus campos por casas de renta cuyos alquileres eran fáciles de cobrar y por lo tanto resultaban inversiones controlables. Muy diferente era lidiar con los gauchos díscolos, los capataces ladinos, los esclavos indóciles, los indios al acecho, en fin, todas las dificultades de la vida en la campaña que la Revolución no había hecho sino agravar. Sin embargo, mientras la pareja mayor se desentendía de esas cuestiones, el encanto de la vida rural empezaba a atrapar a los hijos varones que con el tiempo fueron a su vez grandes estancieros.
Entre tanto era preciso llevar una vida social activa a fin de que las niñas de la casa pudieran casarse dentro de su clase social. En aquella época, los festejos tenían lugar en la tertulia familiar en la que las muchachas tocaban la guitarra para deleite de los mozos, mientras la gente de más edad se entretenía con los juegos de mesa. Los lunes era el día de recibo de Agustina, pero la casa de los Rozas siempre estaba colmada de amigos y relaciones y hasta de huéspedes que pasaban largas temporadas en ella.
Con respecto a estos últimos, se dice que a la señora le gustaba compensar la falta de hoteles y de buenas fondas en la ciudad, invitando a los forasteros a su hogar; y que en cierta oportunidad se puso furiosa con un andaluz que vivió cinco años bajo su techo porque se iba de regreso a España: “Mi señora doña Agustina, repetía éste, queja de mí no pueden ustedes tener, que a nadie hice esperar, siendo siempre el primero a las horas de comer”.26
La comida era efectivamente un rito abierto a parientes y amigos. Mesa sin adornos, salvo flores de vez en cuando, pulcritud en el mantel y en las fuentes y cubiertos de plata maciza; la dueña de casa se jactaba de que se sirvieran “pocos platos, pero sanos y el que quiera que repita”. Desdeñaba las innovaciones a la europea, como las que ensayaba María Sánchez de Thompson, la hija de su antiguo tutor: “Déjame, hija, de comer en casa de Marica, que allí todo se vuelve tapas lustrosas y cuatro papas a la inglesa, siendo lo único abundante la amabilidad. La quiero mucho: pero más quiero el estómago de los Rozas”.27
El gusto por los usos tradicionales se expresaba en el interior doméstico por esa abundancia sin sofisticación y por la negativa cerrada a aceptar modelos extranjeros que deslumbraban, en cambio, a las mujeres de temperamento romántico como era Mariquita. Incluso años después, cuando ya se estaban imponiendo los muebles ingleses o norteamericanos, los Rozas seguían aferrados a su mobiliario sólido, a la antigua usanza. La única que se atrevió a romper esta costumbre fue Mercedes Rozas de Rivera, cuyo juego de dormitorio era estilo imperio y adornado con águilas doradas.28
Los Ortiz de Rozas tenían una larga lista de relaciones entre las familias más distinguidas de la ciudad. Agustina estaba más o menos emparentada con gente de fortuna que en la mayoría de los casos formaba parte de esos linajes venidos de España hacia 1760 que fundaron casas de comercio importantes y pronto iniciaron la ocupación de la pampa rioplatense (los García de Zúñiga, Anchorena, Arana, Llavallol, Aguirre, Trápani, etc.). Los Sáenz Valiente y los Pueyrredón, por ejemplo, eran íntimos de la madre de Rosas y entre los contertulios de don León figuraban los apellidos de la crema del Buenos Aires político y social: Necochea, Guido, Alvear, Olaguer Feliú, Balcarce, Saavedra, Pinedo, López, Maza, Soler, Iriarte y Viamonte, entre otros.29
Entre estas y otras familias la pareja casó a sus vástagos. Gregoria, la mayor, contrajo enlace con Felipe Ezcurra Arguibel (1782-1874), nieto de Felipe Arguibel, el albacea de la sucesión López de Osornio, quien fue durante años funcionario público y simpatizó con las ideas de los realistas. Juan Manuel eligió a su esposa Encarnación en esta misma familia. Andrea se casó con Francisco Saguí (1794-1847), que había sido condiscípulo de Rosas en el colegio de Francisco Argerich, y era hijo de un comerciante español y de una criolla. Saguí tenía un perfil político diferente, pues había contribuido al éxito de la Revolución de Mayo y era amigo de Bernardino Rivadavia.
Estos tres enlaces tuvieron lugar entre 1813 y 1814. Algunos años más tarde, Prudencio se uniría a Catalina Almada, “de una familia burguesa”, escribe Mansilla, mientras María Dominga (Mariquita) desposó a Tristán Nuño Baldez, que era fabricante y hacendado, dueño de una calera en Ensenada, de una chacra modelo en Lomas de Zamora, de una estanzuela en Samborombón y con casa confortable en la ciudad. Todas estas bodas se habían concretado con gente de la sociedad tradicional; sin embargo, en otros enlaces se advierte que ni siquiera los Ortiz de Rozas permanecerían al margen de la apertura que experimentó la sociedad estamental de los tiempos coloniales luego de 1810.
En efecto, el matrimonio de Manuela con Enrique Bond, médico norteamericano que trabajaba en Buenos Aires en la década de 1820, fue un signo de los nuevos tiempos en que los extranjeros podían residir en el país y hasta nacionalizarse, en contraste con las trabas que la legislación española oponía a su ingreso a las colonias. Estos casamientos entre personas de cultura distinta y hasta de religión diferente eran relativamente frecuentes en la época de Rivadavia. “El único inconveniente de entrar en esta sociedad [la criolla] es que podría decirse que se casa uno con toda la familia, pues es costumbre vivir en la misma casa”, observaba Un inglés que vivió varios años en Buenos Aires y describió las costumbres y los prejuicios de los porteños.30
Agustinita, la bellísima hija de los Ortiz de Rozas, nacida en 1816, cuando sus padres ya tenían nietos, fue pedida en matrimonio a los 15 años de edad por el general Lucio Mansilla (1790-1871). Lucio, viudo de su primera esposa, de la que había estado separado, era abuelo cuando nacieron los hijos de su segunda cónyuge. No descendía de la rama legítima de los Mansilla, pero había seguido la carrera de honores de la Revolución, del sitio de Montevideo a la campaña de los Andes, de allí a la guerra civil en Entre Ríos, donde fue gobernador, y a la campaña con el Brasil; comprometido en un negocio de tierras públicas, era rico cuando se casó con Agustina.
En cuanto a Mercedes, otra de las hijas menores, que era la intelectual de la familia porque desde muy joven escribía versos y novelas de amor, su boda en 1834 con Miguel Rivera (1792-1867) fue una suerte de mésalliance: el novio era hijo del platero y grabador Juan de Dios Rivera, altoperuano venido a Buenos Aires luego del fracaso de la rebelión de Túpac Amaru con quien estaba emparentado. Miguel, que era por consiguiente un mestizo, estudió medicina y viajó a Europa para especializarse en cirugía junto al célebre Dupuytrén; llegó a ser cirujano mayor del Ejército y profesor de Patología Médica en la Universidad.31
Dos de los Ortiz de Rozas quedaron solteros: Gervasio, personaje muy original, que fue especialmente apreciado por los círculos sociales adversos al Restaurador, tuvo una larga y al parecer fructífera relación amorosa con una dama casada, que integraba el grupo de íntimos de misia Agustina,32 y Juana, la benjamina, que padecía de “una enfermedad habitual a todos los de mi familia”, según reconoció la madre en el testamento: ella vivía, a mediados de la década de 1830, con su hermana Andrea en casa de los Saguí y no podía administrar sus bienes.33
No sabemos si Agustina López aprobó o desaprobó los casamientos de sus hijos, pues sólo se recuerda habitualmente su oposición al de Juan Manuel con Encarnación; Eduardo Gutiérrez sostiene que también rechazó las pretensiones de Juan Manuel Bayá, conocido corredor de la Bolsa porteña, que se había enamorado de Manuela. La madre prefería a Bond, que era más rico y ciertamente muy bello y que terminó por casarse con la niña.
Porque la autoridad de “madre” y “padre” no podía cuestionarse. El que desobedecía debía irse, como haría Juan Manuel, según se verá más adelante. En cuanto a las órdenes maternas, éstas incluían los actos de caridad. Agustina obligaba a sus hijas a participar de sus buenas acciones: los viernes hacía atar el coche grande, guiado por Francisco, el cochero mulato al que tanto apreciaba, y partía a los suburbios a distribuir limosna entre los menesterosos “y traerse a casa, donde había una sala hospital, alguna enferma de lo más asquerosa, que colocaba en el coche al lado mismo de una de sus hijas, la que estaba de turno, y a la cual incumbía el cuidado de la desgraciada hasta el momento en que sanaba o el cielo disponía otra cosa”.34
Así criaron los Rozas hijos respetuosos y conformes. Desde su punto de vista habían obtenido resultados excelentes: “Quiero parecerme a mi madre hasta en sus defectos”, proclamaba, cuando la señora vieja había muerto, su hija Agustina. Y ante una observación relativa al carácter de la dama, agregaba terminante: “Pues hasta en sus vicios”.35
Pero ni el riguroso orden establecido en el hogar, ni las sanciones que afectaban a los hijos díscolos, pudieron someter al hijo mayor, Juan Manuel, quien desde muy joven enfrentaría en repetidas oportunidades a su madre, como si la necesidad de buscar su propio perfil lo llevara inexorablemente a disgustar hasta la ruptura a la mujer que le había dado, además de la vida, las normas y las pautas de conducta que seguiría para siempre.
Los historiadores que se han ocupado de la vida de Juan Manuel de Rosas relatan ciertas anécdotas de su juventud que hablan de sus rebeldías de adolescente y culminan con la modificación del apellido paterno, Ortiz de Rozas, simplificado en el de Rosas que le dio celebridad en la historia nacional. Político intuitivo, Juan Manuel no necesitó recurrir a los costosos estudios de imagen que hoy se estilan, para saber que el acortamiento del nombre era desde el vamos un hallazgo para quien en algún momento de sus años jóvenes se propuso sobresalir por encima de sus compatriotas.
Eduardo Gutiérrez, en una biografía folletinesca de la vida de Juan Manuel de Rosas, para la que echó mano a su imaginación y su talento de narrador pero también recabó datos entre personas del antiguo Buenos Aires que habían conocido a los Ortiz de Rozas, describe a una Agustina joven, embelesada con su hijo Juan Manuel. Ella organizó en su honor una fiesta de bautismo inolvidable en la que numerosos invitados, luego de admirar al recién nacido, bebieron chocolate y devoraron arroz con leche y pasteles de liebre. El chiquilín Juan Manuel fue desde entonces el ídolo de aquella casa, afirma; sus padres cifraron en él todas sus esperanzas y esos mimos desarrollaron sus instintos. En una oportunidad en que había hecho una travesura mayor, la madre lo encerró en una habitación. El niño, encolerizado, desenladrilló todo el piso del cuarto y empezó a tirar los ladrillos contra la puerta con gran alarma del vecindario hasta que lo sacaron de su encierro.
Don León comprendió entonces que era preciso educar a este hijo voluntarioso, y su esposa, a regañadientes, sometiéndose por una vez a la autoridad del marido, admitió que lo enviasen a la escuela de don Francisco Argerich en calidad de pupilo. Allí aprendió a leer, escribir y contar, primera y única etapa de la educación formal de este vástago de familia rica que debía estudiar sólo lo indispensable a fin de iniciarse en los negocios corrientes de la ciudad.36 Cuando concluyó esos someros estudios, Juan Manuel fue colocado en una tienda para que aprendiese el oficio, etapa casi obligatoria en la juventud porteña y que demandaba aprender los rudimentos del oficio y también a tener paciencia y humildad en el trato con los patrones. El muchacho, que había saboreado en la escuela el goce de acaudillar a los demás alumnos, no tardó mucho en disgustar al tendero. Este se quejó a doña Agustina, la cual vanamente intentó que su altivo primogénito se hincara para pedir perdón al agraviado. “Ahí estarás a pan y agua hasta que me obedezcas”, amenazó la señora al encerrarlo en un cuarto. Juan Manuel reaccionó con altivez y decidió escaparse de la casa paterna: “Dejo todo lo que es mío”, escribió en el mensaje de despedida, luego se desnudó “y casi como Adán salió a la calle a casa de sus primos, los Anchorena, a vestirse y conchabarse”. Éste fue su primer acto de rebelión contra toda autoridad que no fuera la suya, concluye Mansilla al relatar este episodio de resultas del que el futuro dictador empezó a firmar Rosas en lugar de Ortiz de Rozas.37
El fracaso de Agustina en imponer su voluntad implicaría, en la anécdota recogida por la familia, la liberación del adolescente, su ingreso a una juventud independiente, al trabajo, a la administración de estancias, en resumen, el punto de partida de su larga vida pública. Pero este relato, como suele ocurrir con las historias familiares, no coincide con otras versiones, según las cuales la disputa con la madre ocurrió luego de su casamiento con Encarnación Ezcurra, que también había dado lugar a discusiones, aunque éstas no impidieron la realización del enlace, como se verá en otro capítulo.
Escribe Bilbao que la boda
avivó las desconfianzas que doña Agustina tenía ya en su hijo Juan Manuel, respecto a la mala administración de las estancias (que ya estaba encargado de administrar). La señora creía que el hijo defraudaba los intereses que le habían confiado sus padres, sea poniéndoles la marca de su propiedad a las pariciones de las haciendas, sea mandando animales a los saladeros, sea de otros modos. De aquí provenían cuestiones odiosas en las que don León defendía al hijo y en las que el hijo amenazaba con la ruina de la familia el día que él se separase de la administración.
Tales situaciones son frecuentes en las familias donde un miembro se ocupa de los intereses del grupo, pero lo habitual en esos casos es que sea la madre la que defiende la gestión del hijo, y no a la inversa, como ocurría aquí.
Una de estas discusiones —prosigue Bilbao— habida entre don León y doña Agustina, fue oída por Juan Manuel desde una habitación inmediata, en la cual la madre instaba porque se quitase la administración al hijo, dando razones desdorosas para el crédito de éste. Don Juan Manuel entregó en el acto el cargo que tenía y fue dado a su hermano Prudencio; y en seguida se quitó el poncho y la chaqueta que le había regalado su madre, los dejó tras la puerta de la pieza de la señora y abandonó el hogar paterno para no volver más a él.
Don León buscó al hijo para que regresara, pero Juan Manuel aseguró que “no quería vivir en la casa donde se había dudado de su honra”; de allí partió a la Banda Oriental, donde intentó infructuosamente arrendar campos, volvió a Buenos Aires y asociado con Luis Dorrego inició el trabajo en los saladeros en que haría su fortuna.38
Hay una tercera versión de este conflicto que se debe a la pluma —y a la imaginación— de Gutiérrez y que coincide con Bilbao en que el cese como administrador de las estancias familiares fue posterior a la boda de Juan Manuel. Menciona entre las razones de la disputa el despido de dos viejos capataces que habían servido a Clemente López: ellos vinieron a quejarse a doña Agustina que los quería con veneración por tratarse de dos servidores de su padre y que insistió para que se los repusiese. Por su parte León se negaba a desautorizar al hijo. La intriga doméstica siguió su curso mientras Juan Manuel estaba en el campo, entregado al trabajo y a los placeres, pues —según Gutiérrez— sabía halagar a los paisanos y a los caciques amigos y hasta a las mozas que le agradaban ofreciendo fiestas campestres en las que era el mejor bailarín y regalando cabezas de ganado a sus compadres cristianos o salvajes.
Los capataces despedidos pusieron en conocimiento de la patrona lo que estaba ocurriendo. Doña Agustina, que “era agarrada”, no podía escuchar la relación de aquel despilfarro sin sentir una desesperación creciente; repetía insistentemente a su esposo si estaba dispuesto a dejar que “ese calavera” los arruinase. “No seas tan vehemente, hija mía, esperemos”, era la respuesta del marido. Precisamente en medio de una de esas discusiones, Rosas, que había bajado a la ciudad alertado por Encarnación, su esposa, sorprendió a sus padres. Que su señora madre pusiera en duda su honor le resultó inadmisible. Entonces, teatralmente, despojándose de los regalos más queridos, la camiseta que le había bordado Agustina y el rebenque que le diera don León, abandonó la casa paterna, marchó a los campos de Atalaya y del Rincón, a despedirse del personal, volvió a la ciudad, se alojó en lo de Ezcurra y mandó a buscar a su mujer y a su hijo. En vano el padre intentaría una reconciliación por intermedio de la nuera. La decisión del hijo era irreversible. En cuanto a doña Agustina, “cuyo carácter fuerte y altivo conoce el lector, no le mandó decir ni media palabra”.39
A partir de ese hecho el hogar de Juan Manuel se fijó en lo de Ezcurra. Su familia política se constituyó en su apoyo y refugio en los años en que luchó primero por consolidar una fortuna personal y luego por la conquista del poder. Mientras sus suegros y sus cuñados lo secundaban, sus parientes de sangre quedaban al margen de este proyecto.
Merece señalarse sin embargo que Rosas, como siempre cuidadoso de su historia oficial, negaría de plano cualquier pelea o desacuerdo con sus padres. Luego de leer el libro de Bilbao —para el que su hermana Mercedes le había recabado información— afirmó:
No es cierto que mi madre sospechase de mi conducta. Por el contrario, su confianza era sin límites. Tengo su trenza de pelo, que me envió con una carta agradecida.
Cuando los padres quisieron obligarlo a recibir tierras y ganado en justa compensación de sus servicios,
contestaba suplicándoles me permitieran el placer de servir a mis padres, y ayudarles sin interés, cuanto me fuera posible. [...] Entregué las estancias a mis padres, cuando mi hermano Prudencio estuvo, por su edad y conducta, en estado capaz de administrarlas. [...] Lo que tengo lo debo puramente al trabajo de mi industria, y al crédito de mi honradez.40
Esto fue escrito en 1869 en carta a Josefa Gómez, cuando Rosas estaba empeñado en mejorar su imagen pública, tan despiadadamente castigada por la historiografía posterior a Caseros