Rosshalde

Hermann Hesse

Fragmento

I

Cuando diez años atrás Johann Veraguth adquirió Rosshalde para instalarse allí, era esta posesión una antigua residencia señorial abandonada; los senderos de los jardines estaban invadidos de tupida hierba, los bancos cubiertos de musgo, quebrantados los peldaños de las escaleras; impenetrable maleza cubría el parque; en la finca no había otras construcciones que la de la hermosa casa señorial, un tanto deteriorada, con su caballeriza y la de un pequeño pabellón de forma de templete, situado en medio del parque, que disimulaba su puerta de entrada en un escondido ángulo y en cuyas paredes, tapizadas antaño con sedas azules, crecía profusamente el musgo y el moho.

Inmediatamente después de la compra, el nuevo propietario había dispuesto la demolición del ruinoso templete, pero conservó de él los diez antiguos escalones de piedra que desde su umbral conducían hasta el borde mismo del dilatado estanque. En el sitio en que se elevaba este placentero pabellón hizo construir Veraguth su estudio de pintor, donde trabajó ininterrumpidamente durante siete largos años y donde pasaba la mayor parte del día. Si bien tenía su vivienda, claro está, en la mansión principal, crecientes desavenencias sobrevenidas en el seno de la familia lo determinaron a alejar de allí a su hijo mayor, al que envió a una escuela distante; resolvió dejar que sólo su mujer y la servidumbre ocuparan la residencia mientras él hacía construir, anexas al estudio, dos habitaciones en las cuales vivía desde entonces como un hombre soltero. Desdeñó, pues, las comodidades de la espléndida residencia señorial; la señora de Veraguth y el pequeño Pierre, su hijo menor, niño de siete años, no ocupaban más que el piso superior; cierto es que a menudo recibían visitas y huéspedes, mas nunca se trataba de una sociedad numerosa, de suerte que año tras año permanecía sin ocupantes gran número de habitaciones.

El pequeño Pierre no sólo era el hijo favorito de sus padres, sino que además constituía el único vínculo de unión entre ellos, una suerte de intercambio y nexo que se mantenía entre la residencia por un lado y el estudio del pintor por otro; era, pues, Pierre, en verdad, el único amo y señor de Rosshalde. El pintor habitaba exclusivamente su atelier y sólo frecuentaba los parajes que bordeaban el lago del bosque, así como aquellas partes del parque más salvajes en su vegetación; su mujer, en cambio, reinaba en la casa; a ella pertenecían los bien cuidados cuadros de césped, los jardines sombreados por tilos y castaños; ninguno de ellos invadía el dominio del otro; tal cosa sólo ocurría raramente y respondiendo a una invitación, excepto en el caso de las comidas que el pintor tomaba, las más de las veces, en el comedor de la residencia. El pequeño Pierre era el único que no reconocía esa separación de la vida de sus padres y esa autonomía de sus respectivos dominios; es más, apenas tenía conciencia de ellas. Corría libremente y sin cuidados, tanto por la antigua mansión como por el edificio recién levantado; se encontraba tan a su gusto en la biblioteca del padre como en la gran galería o en el salón o en las habitaciones de su madre; a él pertenecían los madroños de los jardines cubiertos de castaños, las flores del jardín atravesado por tilos, los peces del lago del bosque, la caseta de baño, la barca. Sentíase a la vez amo y protegido de las doncellas de su madre y de Robert, el criado del artista; era el hijo de la señora de la casa para los visitantes y huéspedes de la madre y el hijo del pintor para los señores que en algunas ocasiones se llegaban hasta el estudio del padre y hablaban en francés; tanto en el dormitorio de éste como en la habitación de la madre, empapelada de claros colores, pendían retratos del niño, pinturas y fotografías. Pierre, pues, se sentía dichoso; hasta estaba en cierto sentido mejor que otros niños cuyos padres viven en un buen entendimiento recíproco; no se había establecido aún ningún plan sobre su educación, de manera que cuando alguna vez, encontrándose en los dominios de la madre, sentía que el suelo le quemaba los pies, estaba seguro de que la zona vecina al lago del bosque le ofrecería un acogedor asilo.

Hacía ya mucho que Pierre se había acostado; y en la residencia, a las once de la noche, se había apagado la luz de la última ventana iluminada. A medianoche, Veraguth, que había pasado la velada en un restaurante de la ciudad en compañía de unos conocidos, regresaba a su casa solo y a pie. En el trayecto que recorrió en esa tibia, nublada noche de verano, una de las primeras de la estación, fue desvaneciéndose en su mente la atmósfera del vino y del humo del tabaco, de las risas acaloradas y de las chanzas atrevidas; Veraguth aspiró profundamente el suave aire, cálido y húmedo de la noche y marchó resuelto a lo largo de la calle que corría entre los oscuros trigales, ya casi en sazón, de Rosshalde, cuyas elevadas formas se erguían macizas y silenciosas en el pálido cielo nocturno.

Pasó de largo por delante de la entrada de la posesión; por un momento dirigió su mirada hacia la casa señorial, cuya clara fachada se destacaba noble y atrayente contra las negras siluetas de los árboles y, deteniéndose, contempló por algunos minutos el hermoso cuadro que se le ofrecía, con el deleite y la sensación de novedad que ante él experimentaría un caminante cualquiera que hubiera llegado allí por el mismo camino; luego prosiguió su marcha a lo largo del alto seto, unos doscientos pasos más allá, hasta que llegó al lugar desde donde partía un sendero, hecho abrir por él mismo, que, atravesando el bosque, conducía directamente hasta su estudio de pintor. Con sus sentidos despiertos marchó la vigorosa aunque pequeña figura de Veraguth a través del parque sombrío, boscoso y salvaje, en dirección a su vivienda y estudio que apareció de pronto ante él cuando las espesas y oscuras copas de los árboles, reflejándose en las aguas, permitieron ver la amplia redondez del cielo gris y pálido.

El lago se presentaba casi negro en su calma perfecta; apenas cual una capa infinitamente sutil o un fino polvillo reflejábase la tenue luz nocturna sobre las aguas. Veraguth miró su reloj; faltaba poco para la una de la madrugada. Abrió una puerta lateral del pequeño pabellón que comunicaba con su alcoba. Allí encendió una bujía, se despojó rápidamente de sus ropas, salió de nuevo al aire libre completamente desnudo y, con lentitud, comenzó a descender los amplios escalones de lisa piedra hasta llegar al agua, que brilló alrededor de sus rodillas en pequeñas ondas suaves y fugaces. Se introdujo decididamente en las aguas, nadó por unos minutos hacia el centro del lago, mas de pronto sintió el cansancio propio de una noche pasada de un modo para él no habitual, y retornó a la casa. Se envolvió en una gruesa salida de baño y con los pies desnudos subió los peldaños que lo separaban de su estudio, una enorme habitación, casi vacía, en la que prestamente, con impacientes movimientos, encendió todas las luces eléctricas.

Presuroso se dirigió hacia un caballete que sostenía un lienzo de reducidas dimensiones: representaba su trabajo de los últimos días. Apoyando las manos en sus rodillas se incli

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos