Lugares con genio

Fernando Savater

Fragmento

La ciudad de Praga es una de las más bellas de Europa. Con su parte antigua y su parte nueva, el Puente de Carlos, su extraordinaria plaza en el centro de la ciudad vieja y sus callejuelas, tanto de noche como de día, tanto en invierno como en primavera, tiene un encanto especial. Es una ciudad musical; aquí nacieron los compositores Antonin Leopold Dvoˇrák y Bedˇrich Smetana, este último, quien dedicó un precioso poema sinfónico al río Moldava, que cruza la ciudad y sobre el cual se tienden hermosos puentes. Aquí también han nacido grandes literatos, como Rainer Maria Rilke y Milan Kundera. Y aquí también nació Franz Kafka. Es en busca de él que hemos venido a esta ciudad. De alguien que dijo que un libro debe ser como un hacha que sirva para romper el mar de hielo que todos llevamos dentro.

Franz Kafka, como creador, cuenta sin duda entre los más singulares y universalmente aclamados del siglo XX. Pero su perfil personal se ha convertido también en una suerte de leyenda de Praga, una de las ciudades europeas más propensas a ellas. Abundan en su biografía rasgos que favorecen su cristalización como mito. Un padre comerciante que siempre fue hostil a la vocación intelectual de su hijo (discordancia a la que debemos uno de los textos más conmovedores de Kafka), una relación complicada en lo sentimental y en lo físico con las mujeres que más le atrajeron, una obra copiosa pero dada a conocer prácticamente toda tras su muerte por un albacea que traicionó su voluntad, argumentos hipnóticos como pesadillas servidos por una prosa cristalina, una existencia marcada por la enfermedad, la muerte temprana… Inevitablemente, este rompecabezas inclina a convertir al escritor en el principal personaje de su literatura enigmática y sordamente angustiosa. Sin embargo, no faltan testimonios que indican que Kafka no fue tan kafkiano como la leyenda tejida en torno a él: muchos lo vieron como partícipe ingenioso y carismático de los debates intelectuales de la Praga modernista, una figura seductora para todos, irónico y hasta alegre. ¡Quién sabe! En lo único en que los contemporáneos y la posteridad estamos de acuerdo es que fue y sigue siendo insustituible.

¿Cuál es el logro más elevado que puede alcanzar un escritor? En ciertos casos, crear personajes de rasgos inconfundibles, que se incorporen a nuestra memoria colectiva como los dioses de las antiguas mitologías o los referentes bíblicos: Don Quijote, Hamlet, Tartufo, la Celestina, Peter Pan o Sherlock Holmes. Aquí, la criatura de ficción se convierte en algo más real y tangible que su autor: podemos dudar de la existencia de Shakespeare aunque no de la de Macbeth o Falstaff. Pero en otras ocasiones el escritor acuña un sello propio, una perspectiva vital que lleva su nombre y es identificada incluso por quienes menos lo han leído: lo volteriano es reconocible hasta para quienes ignoran la vasta obra de Voltaire, del mismo modo que reconocemos lo sádico o lo kafkiano antes de frecuentar al divino Marqués o a Kafka, e incluso si cometemos el error de privarnos de ellos.

La moneda de diez céntimos

Kafka nació el 3 de julio de 1883 en la calle Maisel, en una zona modesta del centro de Praga, próxima al gueto judío de Josefstadt. De la casa natal sólo se conserva el portal, porque un incendio destruyó el resto del edificio. Cuando Franz tenía dos años, su familia se trasladó a la Plaza Weichselplatz, por lo que el niño no recordaba prácticamente nada de lo que había sido su primer hogar. La familia tendría seis hijos, tres niños y tres niñas. Sólo Franz y sus hermanas Valli, Elli y Ottla sobrevivieron la infancia.

Su padre, Hermann, era oriundo de la Bohemia meridional, de donde se había trasladado hacia Praga para ganarse la vida. Aquí se casó con Julia, que era la hija de un importante cervecero, lo cual le dio un apoyo económico. Él había comenzado de muy abajo, saliendo de madrugada con un carrito por las calles. Había llegado como un simple vendedor ambulante. Pero era una persona emprendedora y luchadora, y con el dinero de la mujer la familia inició un pequeño comercio de complementos, bastones y paraguas, que fue prosperando hasta convertirse en un importante almacén. Se mudaron varias veces, a medida que su situación económica progresaba.

Aunque Kafka tenía mucho miedo de fracasar en la escuela y el instituto, su desenvolvimiento fue bastante bueno. Estudió en centros de lengua alemana, pero también aprendió checo, algo que era corriente en una sociedad multilingüe como la de entonces.

En la casa de la calle Celetna número 3 fue donde Kafka pasó más tiempo junto a su familia. Aquí también realizó algunos de sus primeros pinitos literarios, aunque no se ha conservado nada de ellos. Fue aquí donde tuvo por primera vez una habitación propia, algo muy importante para una persona tan reservada y deseosa de intimidad como Kafka. Los padres tenían su negocio, la mercería, debajo de la vivienda. Kafka tenía una ventana que daba a la calle, que para él fue clave; casi podría escribirse un estudio sobre la presencia de las ventanas en sus cuentos y relatos. La ventana es en Kafka la salida al exterior, a la trascendencia, a lo que está más allá. Tiene un texto llamado precisamente “La ventana que da a la calle”; no es aventurado suponer que se lo sugirió esta primera ventana propia: “Quien vive solo, y sin embargo desea en algún momento unirse a alguien; quien en consideración a los cambios del ritmo diario, el clima, las relaciones laborales y otras cosas semejantes quiere ver sin más un brazo cualquiera en el que poder apoyarse, esa persona no podrá seguir mucho tiempo sin una ventana que dé a la calle”.

También vivió aquí una serie de anécdotas infantiles, algunas tan emocionantes y tan “kafkianas” como esta que él mismo relata: “Cuando era muy pequeño, una vez me dieron una moneda de diez céntimos de corona. Yo tenía muchas ganas de dársela a una vieja mendiga que se sentaba entre las dos plazas, pero esa cantidad me parecía exorbitante, un dinero que probablemente nadie había dado jamás a un mendigo, y por eso me daba vergüenza hacer una cosa tan inconcebible. Pero como tenía que dársela de tomas formas, cambié la moneda de diez, entregué a la mendiga un céntimo, di la vuelta al ayuntamiento y a la galería de la casa pequeña, regresé como nuevo benefactor desde la izquierda, volví a darle a la mendiga un céntimo, me puse a correr otra vez y repetí esto febrilmente diez veces, o quizá algo menos, porque la mendiga terminó aburrida y finalmente se fue. De todas formas, al final estaba yo también tan agotado, incluso moralmente, que volví enseguida a casa y lloré hasta que mi madre volvió a darme otra moneda de diez céntimos”.

No sólo durante toda su infancia sino también en su adolescencia, la vida de su familia estuvo centrada en el comercio. Hermann Kafka tuvo muchos problemas, incluso pasó por inconvenientes legales porque lo acusaron de haber vendido mercancías robadas. Pero la mentalidad agresivamente comerciante del padre chocaba con la de Franz, quien detestaba la idea de dedicarse a vender y comprar. El padre era un hombre imperativo, de mal carácter, que profería gritos, insultaba a los dependientes, daba manotazo

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