El secreto de San Isidro

Nicolás Cassese

Fragmento

1

Fue en el invierno de 2004, ahora hace más de ocho años, cuando oí hablar por primera vez de los abusos de Peter Malenchini. Acababa de llegar a casa y sonó el teléfono. Era Roy, un amigo. Me dijo que prendiese la televisión y pusiese el canal América. Prendí y estaban dando Código Penal, del periodista Rolando Graña. Me sorprendí. Era uno de esos típicos programas de casos policiales que llenaban la televisión desde hacía algunos años, una especie de tour musicalizado por las zonas violentas de una Argentina que recién comenzaba a recuperarse luego del derrumbe de la convertibilidad. ¿Qué podría tener de interesante para que Roy me llamase tan excitado?

Todo serio y con cara de circunstancia, Graña presentaba el programa con una solemnidad mayor que la habitual, como avisando que esta vez tenía algo de verdad bueno. Era, dijo, la historia de una violación de chicos menores de edad. “Y —aclaró— no sucedió en un lugar pobre. Sucedió en el lugar más aristocrático de la Argentina, en uno de los colegios más caros de la Argentina. Sucedió en San Isidro.”

La ecuación “colegio caro de San Isidro” más el llamado de Roy sólo podía significar una cosa: que el caso había ocurrido en nuestro colegio, en el San Juan el Precursor. La intuición fue correcta y lo que se denunció esa noche fue cómo Peter Malenchini, un pintor y profesor de plástica, había abusado de por lo menos nueve niños durante el tiempo en que dio clases en el primario del colegio, desde 1966 hasta que lo echaron, en 1975. Ese día, con la atención puesta en la tele como si estuviesen transmitiendo la final del Mundial de fútbol, conocí a Tupa Belgrano y su historia.

De pelo apenas largo, camisa blanca sin corbata, pantalones de trama oscura y anteojos de marco redondo a lo Lennon, Luis María Belgrano, Tupa, habla con palabras directas, contundentes, pero las esconde modulando para adentro, como protegiéndose él mismo de la gravedad de lo que está diciendo.

—La primera vez que me pasa algo es en un campamento. Iba el ómnibus con todos los chicos y después estaba el auto de Malenchini. El auto lo manejaba otro profesor. Yo estaba atrás con él (Malenchini). En un momento me hace chuparle la pija. Yo no entendía absolutamente nada. Me callé la boca. ¿Los de adelante se daban cuenta? Era una vergüenza. Lo que tenía era un dominio absoluto del niño. Desde el amor, porque uno lo amaba. Era siniestro como se manejaba. Era el manipulador perfecto.

—¿Fue la única vez que abusó de vos? —le pregunta Graña.

—No, esto fue creo que durante unos tres años. Otra vez estábamos en Miramar con toda la familia y él cayó con la mujer. A la noche me venía a buscar. Con la mujer ahí y mis padres durmiendo arriba. Una cosa terrible. Una locura sin límites de este tipo. Siempre al borde, buscando que lo mataran.

Sentado al lado de Tupa está su hermano, Juan Carlos Belgrano, Juanqui. Lleva barba entrecana, anteojos más grandes y traje oscuro con alzacuello que revela su condición de sacerdote. Juanqui se expresa con claridad, pero lo hace en voz baja y con definiciones mucho más medidas que las de su hermano. Él también fue abusado.

—Era algo recurrente. No recuerdo el tiempo. Sí los lugares —explica.

—Saben que mi trabajo es hacer preguntas difíciles. ¿Los violó? —pregunta Graña.

—Sí, sí. A lo largo de ese tiempo tuvo las relaciones sexuales que puede tener cualquier persona con otra —contesta Tupa. Su hermano, en cambio, es más medido:

—Yo creo que va más allá de penetrar o no penetrar. Es una cuestión del abuso. Él a mí me decía: “Cuando vayas a confesarte no describas. Simplemente decí que hiciste cosas malas”.

—Contar esto te puede traer problemas siendo sacerdote —le dice Graña.

—No, yo creo que la verdad nos hace libres —responde Juanqui.

Un abuso sexual tapado durante décadas y convertido en un secreto que seguro se había construido entre muchos e importantes cómplices. El daño causado por ese silencio y la posterior rebelión de los propios afectados, que deciden gritar su verdad. Y todo eso con el telón de fondo de una sociedad católica y conservadora como la de San Isidro. En el primer intervalo del programa, mientras pasaba la publicidad, pensé que el resumen de lo que estaba viendo parecía la sinopsis de un thriller psicológico producido por Hollywood, pero había ocurrido de verdad, y en el patio trasero de mi propia infancia.

Conozco a Peter Malenchini. Hace años que no lo veo, pero nuestras familias eran amigas, pasamos juntos algún verano de mi niñez y mi madre fue testigo de su casamiento. También conozco a los hijos, o los conocía. La más grande tiene mi edad y alguna vez coincidimos en las fiestas con que los chicos de San Isidro intentábamos sacudirnos la timidez en nuestra primera adolescencia.

En cuanto a los Belgrano, no los conocía, pero sí tenía información de primera mano del ambiente donde se había desarrollado su drama. Era mi barrio, mi colegio. Mi abuelo materno, Carlos Pollitzer, Tatán para sus nietos, había sido uno de los fundadores del San Juan y el colegio era parte de la familia. Allí me había recibido, lo mismo que todos mis tíos del lado materno y la mayoría de mis primos. Lo que la televisión mostraba en ese momento golpeaba con la fuerza del testimonio directo, pero enseguida intuí que ahí, escondida bajo la denuncia del abuso, había una historia potente, mucho más rica que el escándalo que en ese mismo momento se estaría desatando en el barrio.

Por esos meses estaba terminando de escribir otro libro. Era sobre la familia Di Tella y no pude dejar de pensar que perdía el tiempo con biografías ajenas. Ahí, frente a mis narices, tenía un drama que me era mucho más cercano, que me pertenecía. ¿Y si cambiaba de proyecto? ¿Y si dejaba de hurgar en la vida de los Di Tella y me concentraba en esas otras, mucho más conocidas? Tomado por estos pensamientos, seguí viendo Código Penal.

La escena de los dos hermanos Belgrano contando el abuso al que habían sido sometidos es una de las más fuertes de un programa cuyo eje son las violaciones, pero también la organización de los amigos y ex compañeros del San Juan que cuando se enteraron, casi treinta años después de ocurridas, decidieron sacarlas a la luz. El que lo explica es Otto Kexel, una especie de voz de mando en el grupo. Tiene la pinta de esos abogados que se toman el colectivo a Tribunales. Lleva saco oscuro y corbata, los ojos claros, la cara redonda y el gesto serio. Otto cuenta que todo esto arrancó cuando uno de ellos —los amigos de la camada de egresados en 1976 del San Juan el Precursor— confesó que Malenchini había abusado de él entre los diez y los doce años.

Se llamaba Carlos Gontad, Charly, y murió, pero antes, en el medio de una reunión que se suponía festiva, en la que organizaban el viaje de veinticinco años de egresados a Colonia, destapó el secreto que lo atormentaba desde hacía años. A partir del testimonio de Charly, sus compañeros comenzaron a hablar y otros admitieron situaciones similares. Al momento del programa ya había nueve que se habían ani

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