American Sarmiento

Hernán Iglesias Illa

Fragmento

American Sarmiento

Estimado amigo. Quiero que seas mi Valentín Alsina.

Quiero escribirte sobre el progreso de mis viajes y de mi estudio sobre Viajes, escribirte como Sarmiento, llevándome puestas las palabras, hinchado de entusiasmo, decir, como le dice en su primer párrafo a Alsina, clavando una coma detrás de otra, jadeando en cada una de ellas, demorando el primer punto hasta el infinito:

Salgo de los Estados-Unidos, mi estimado amigo, en aquel estado de excitación que causa el espectáculo de un drama nuevo, lleno de peripecias, sin plan, sin unidad...

Sarmiento sale de Nueva Orleans, en un pestilente barquito a vela, ‘triste, pensativo, complacido y abismado’. Yo me siento igual. Para mí, el drama nuevo fue leer, mucho más tarde de lo que debí, Viajes, un libro sin plan ni unidad pero lleno de peripecias, cuya libertad y alegría me conmovieron tanto como para desenterrar tu dirección de correo y empezar a escribirte.

Sabía poco de Viajes, casi nada, hasta que mi amigo Pedro, un madrileño trasplantado primero a Buenos Aires y después a Mendoza, me regaló una copia en tapa blanda de Viajes en Europa, África y América y Diario de Gastos, el tomo de mil páginas del Fondo de Cultura Económica. Recién llegado, Pedro había comprado el libro en la Feria del Libro y me lo había dedicado: En Buenos Aires (¡!) 3 de mayo de 2003. Diez años más tarde, esos signos de exclamación todavía me hacen reír.

Subsidiado por varios gobiernos latinoamericanos y europeos, y diseñado con la inercia de los documentos oficiales, el ladrillo del FCE incluía las 420 páginas escritas por Sarmiento, 600 escritas por académicos y comentaristas de calidad variable y el famoso Diario de Gastos, en el que DFS había apuntado, en pudoroso francés y con entrañable honestidad, sus orgies en los burdeles de París y Venecia. El talante del libro es un poco arisco, hacia el lector y hacia Sarmiento, a quien trata con estudiada frialdad, casi como a una mosca pinchada sobre un plancha de telgopor. Gordo y gris, orgullosamente inconquistable, aquel Viajes durmió intocado durante años en mi departamento de Arenales y quedó guardado en una caja cuando me mudé a Nueva York.

Hace unos meses, mi mujer reordenó por color las bibliotecas de nuestro departamento de Brooklyn, cambiando el orden arbitrario anterior (no había ningún orden: sus libros en ruso y en inglés se mezclaban aleatoriamente con mis libros en inglés y en castellano) por un nuevo orden igual de arbitrario pero visualmente impactante. En la biblioteca de la izquierda, de espaldas a y alrededor de las ventanas, los colores bajaban del amarillo claro, cerca del techo, al violeta, casi en el piso; y en la biblioteca de la derecha, sobre la larga pared que venía de la cocina, estaban los libros de lomo blanco o negro, intercalados y superpuestos como en un tablero de ajedrez. El cambio, la verdad, me afectó bastante poco. Si necesitaba algún libro, tardaba una eternidad en encontrarlo, pero siempre había sido así. Nunca encontré nada fácil: ni los suéteres ni las aspirinas ni los libros. Por eso no me ofendió —al revés, me pareció deliciosamente inútil— la polvorienta revolución libresca de mi mujer, que se pasó un día y una tarde de un fin de semana de otoño sacando y poniendo libros de los estantes, creando un orden aparente donde antes no había ninguno. Lo que me pasó en las semanas siguientes, sentado en mi escritorio frente a los lomos en blanco y negro, fue que empecé a descubrir libros que había olvidado o en los que hacía tiempo que no pensaba. Uno de los primeros que detecté, asomando su culo blanco y sus hombros huesudos, fue Viajes.

Me sorprendió verlo ahí, porque no recordaba haberlo traído desde Buenos Aires. En los años anteriores había aprovechado cada viaje para transportar algunos de mis libros desde mi viejo hogar infantil a mi nuevo hogar conyugal, obedeciendo inconscientemente la máxima apócrifa de ‘hogar es donde están tus libros’ y haciéndome adulto, quizás en contra de mi voluntad, en cada uno de estos traslados. En cada visita a la casa de mis viejos, la cantidad de libros transportados era proporcional al nivel de satisfacción con mi nueva vida: si veía que mi matrimonio iba bien o sentía que mi aventura neoyorquina tenía significado y futuro, traía una caja entera, arriesgándome a pagar el exceso de equipaje; si veía, en cambio, que mi matrimonio andaba más o menos o que a mi aventura neoyorquina, enclenque desde el principio, le quedaba poco tiempo de vida, me traía dos o tres, escondidos en los bolsillos de la campera o en el bolso de la computadora.

Cuáles libros traer y cuáles dejar era, también, un trabajo de crítica literaria, un repaso casi siempre implacable de mi pasado como lector. Bajaba al sótano de mis viejos después de los asados domingueros con la idea de agarrar una pila de libros al azar, como si transportara un cargamento indiferenciado, pero terminaba sentado ahí durante horas, incapaz de juzgar a mis libros, y a mí mismo, con la severidad o la compasión que merecían. Como era una decisión tan deliberada (Nadar de noche, aunque hace años que no te abro ni creo que te vuelva a abrir, has sido premiado con un viaje a Nueva York; Historia de Teller, te toca quedarte), sabía bastante bien qué libros había elegido para que me acompañaran el resto de mi vida y a cuáles había mantenido recluidos en aquella mazmorra húmeda de San Isidro. Por eso me sorprendió ver ahí a Viajes, un libro que no había abierto nunca, pavoneando su superioridad física, convencido de su pertenencia a los libros de mi vida.

Unos días después, en aquel estado de excitación que causa el espectáculo de un drama nuevo, decidí escribir un libro sobre las ciento y pico de páginas dedicadas al paso de DFS por Estados Unidos. No sabía en qué género ni con qué objetivo, pero supe enseguida, complacido y abismado, triste y pensativo, como si hubiera tenido una revelación, que iba a escribir una investigación vagamente política y vagamente literaria, personal y general, plebeya y ambiciosa, sobre Sarmiento y sobre Viajes.

Intoxicado por esta euforia, y por su combinación con el alcohol, cometí el error de mencionar mi proyecto en público, ante amigos y conocidos y extraños. Usé tanto a Sarmiento como muleta de autoafirmación que mis amigos y algunos extraños empezaron a preguntarme cómo iba el libro. Y yo mentía, diciendo que iba bien; o, deseando secretamente ser descubierto, decía que la investigación era difícil y que estaba teniendo muchos problemas para encontrar el tono adecuado. Una vez hice una nota para una revista y en mi descripción de autor agregaron: ‘Está escribiendo un libro sobre el viaje de Sarmiento por Estados Unidos en 1847’. Como el ex fumador que anuncia con megáfono que ha dejado el cigarrillo, yo había promocionado mi libro inexistente como una forma de cargarme de presión y tenerle menos miedo al fracaso que a la vergüenza pública. Sentía que si me preguntaban infinitas veces s

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