La mujer vampiro

María Teresa Andruetto

Fragmento

LO QUE LE PASÓ A FELIPE

Un viaje en taxi

Mi tío Manolo tiene un taxi y los fines de semana me deja que lo acompañe. A mí me gusta mucho estar con él porque los dos somos de Belgrano y juntos hacemos fuerza para que no se vaya al descenso. Y también porque después del tercer o cuarto viaje paramos en el Parque Sarmiento a comer choripanes.

El sábado, a la hora de cenar, el tío Manolo llegó a mi casa.

–¿Te pongo un plato? –le preguntó mi mamá, que justo estaba preparando la mesa.

–No, Choli, estoy con el taxi. ¿Me lo prestás a Felipe, así no me aburro?

Yo pegué un salto y fui a buscar el buzo verde, porque mi mamá, aunque haga calor, siempre quiere que lleve un buzo.

–Les preparo unos sándwiches –dijo mi mamá, que siempre tiene miedo de que me muera de hambre.

–No, dejá –le contestó mi tío–. Después comemos algo por ahí.

Y nos fuimos.

Dije que me gusta mucho estar con él. Cuando anda sin pasajeros, me deja manejar un rato o hacemos carreritas por la costanera. Si hay partido, enciende la radio. Y cuando nos tocan viajes al centro, me da plata para comprar praliné.

También jugamos a adivinar a dónde van los pasajeros. El que gana es siempre él, porque sabe un montón de cosas de la gente y se da cuenta de todo antes de que abran la boca. Después, cuando se bajan, me dice, desparramándome el pelo:

–¡Qué te dije, Felipe!

–¿Y cómo te diste cuenta?

–¡Es la calle, pichón! –porque cuando está contento, mi tío me dice pichón–. ¿Sabés los kilómetros que tengo arriba del tacho?

Y la verdad, debe ser eso nomás, porque anda subido arriba de ese auto todo el santo día. A veces me dice:

–¡A que ésos que nos hacen seña van para el lado del aeropuerto, Felipe!

Y cuando suben, el hombre que tiene abrazada a una mujer, ordena:

–Tome el camino del aeropuerto, jefe.

O dice:

–¡A que éstos van a algún boliche de Argüello!

Y cuando paramos, un muchacho abre la puerta y pregunta:

–¿Nos lleva a los cinco hasta Argüello?

Por eso me extrañó que no dijera nada cuando la mujer nos hizo señas. Estaba parada en Humberto Primo, casi llegando al puente. Y eso de por sí era raro, porque a esa hora en la calle Humberto Primo no hay más que perros sueltos hurgando en los tachos de basura.

La vi desde lejos. Parecía una estatua fosforescente parada en la vereda. Tenía un vestido blanco con volados y un sombrero del mismo color, y eso también era raro, porque acá la gente no anda con sombrero. Pero lo que más me llamó la atención fue el ramo de flores rojas que tenía en una mano, al costado del cuerpo, y que me hizo pensar en una mancha de sangre.

Levantó un brazo y paramos. Cuando subió, dijo:

–A San Vicente.

Yo me puse de costado en el asiento para mirarla con disimulo, pero el sombrero le hacía sombra y no me dejaba verle la cara. Como en el auto estaba oscuro, de repente se me ocurrió que no tenía cara.

San Vicente es un barrio grande, de casas bajas y calles anchas, que está cerca del centro. Yo lo conozco bien porque en ese lugar viven mi abuela Tota y mis primos, y sé que una mujer con vestido blanco y sombrero no anda de noche por ahí.

Mi tío Manolo dio una vuelta larga y entró por el puente Maldonado. Cuando pasamos frente a la fábrica de bicicletas Tomaselli, le preguntó:

–¿A qué calle la llevo, señora?

Pero la mujer no contestó el nombre de ninguna calle. En cambio, dijo con voz extraña:

–Doble a la izquierda. Ahora a la derecha. Siga dos cuadras más. Ahora doble otra vez a la izquierda. Entre en el pasaje.

Mi tío se metió en el pasaje Misericordia. Cuando salimos, la trompa del auto quedó mirando el largo paredón del cementerio.

–Déjeme aquí –dijo la mujer desde atrás.

–¡¿Aquí?! –preguntó mi tío.

Ella no contestó. Estiró la mano con un billete, y después abrió la puerta y empezó a caminar hacia el paredón.

–¡Señora! –le gritó mi tío Manolo–. ¡A esta hora el cementerio está cerrado!

Pero la mujer siguió avanzando hacia la pared de ladrillos y, cuando llegó, la atravesó como si se derritiera. Sólo el ramo de flores rojas quedó en el suelo, pegado a la tapia. Parecía una mancha de sangre.

¡Tatita, córteme las uñas!

Me puse los vaqueros viejos, los botines de jugar al fútbol, el pulóver azul, la gorra de Belgrano y de un salto subí a la camioneta. Mi papá intentó varias veces hacerla arrancar y yo, por un momento, tuve miedo de que se nos aguara el viaje, porque dos por tres le falla el embrague. Pero arrancó.

–¡Los sándwiches! –gritó mi mamá desde la puerta–. ¡Se olvidan de los sándwiches!

Y nos alcanzó la bolsa que, además de sándwiches, tenía naranjas, una botella de jugo, pan criollo y el equipo del mate.

–¡Cuidado con la ruta, Beto! ¡Te lo pido por el chico!

El chico soy yo, y mi mamá vive recomendándome que coma, que me cuide, que me abrigue, y que nadie me diga cosas raras. Ya habíamos arrancado y todavía la escuchamos decir:

–¡Y no dejés que le llenen la cabeza de cosas raras a Felipe!

Tomamos por la Recta Martinoli y le metimos pata hasta el fondo. No había un alma en la calle. A la altura de Los Carolinos, vimos un perro muerto en medio del pavimento. Yo le pedí a mi papá que parara, pero no me hizo caso. Mi papá tiene esas cosas. Sólo dijo:

–Empezá el mate, Felipe.

Yo empecé el mate amargo y le fui cebando hasta que dijo basta. Estábamos comiendo los últimos criollitos cuando vimos amanecer detrás de los cerros y más acá la punta del lago, mitad verde, mitad gris, y un montón de lanchas de colores.

Íbamos a Pampa de Olaen y nos faltaba un buen rato para llegar. Cuando salimos por el camino a Cosquín, me animé a preguntarle a mi papá:

–¿De qué cosas raras habla mamá?

–De las historias que cuentan en el campo.

–¿Qué historias?

–Cosas de la gente de campo, Felipe. Dicen que el Miquilo se aparece vestido de mujer y que el Tatita Diablo busca que le corten las uñas...

–¿Pero de qué tiene miedo?

–De que creas en esas cosas, o que imaginés fantasmas, como la otra vez en el taxi del tío Manolo.

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