Sal en las heridas

Vicente Palermo

Fragmento

Introducción

La vida es una herida... ¿absurda?

Se cumple un cuarto de siglo de la guerra de las Malvinas. Invito al lector a que pensemos juntos sobre el conflicto que nos llevó a ella, y especialmente sobre la causa Malvinas, las experiencias, los anhelos, los valores y los sentimientos que dieron forma a esa causa que parece eterna y que tanto nos habla de nosotros mismos. No será éste un libro de análisis sin pasión sino de aquellos que comprometen profundamente al autor con su sociedad y donde entran en juego sus propios valores e ideales.

El tema es doloroso porque está atravesado de viejas y nuevas heridas, superficiales algunas y otras profundas, pero todas abiertas. Y yo me dispongo a echar sal en esas heridas. No le voy a hacer fácil las cosas a quien recorra estas páginas, como no me ha sido a mí fácil escribirlas. Lo haré sin otro bálsamo que mi sentido del humor —en verdad, sal y pimienta.

Empiezo por reírme de mí mismo; mi primer recuerdo malvinero es íntimo, pero el lector maduro sabrá encontrar episodios semejantes en la mochila de su propio pasado. Tenía 12 años, en 1963, cuando asistí con mis primeros pantalones largos a la cena de despedida de una tía que viajaba a Europa. Para una familia de laburadora clase media baja y raíces italianas se trataba de un acontecimiento: el primer regreso desde que mi abuelo dejara Calabria sesenta años antes. Yo devoraba los ravioles del Lo Prete y envidiaba el crucero de ensueño que ya se anticipaba en los ojos radiantes de mi tía. A los postres, un comensal investido de autoridad familiar extrajo el previsible pergamino en que cada uno expresó sus mejores augurios. Un segundo antes de que llegara mi turno no sabía qué escribir; ni lo pensé —tomé la lapicera y puse con mano firme Las Malvinas son argentinas.

¿Salí del paso adoptando un lugar común? Más bien, el lugar común me adoptó a mí y me insufló una actitud militante; ya que mi tía se iba a correr mundo, le confería yo un mandato terminante. No era entonces especialmente malvinero pero el dictum se disparó con toda naturalidad.

Con la misma naturalidad con la que hoy muchos argentinos, y entre ellos quizás usted, lector, parecen portar certezas y dolorosas heridas —más aún, todos parecemos creer que todos compartimos las mismas certezas y a todos nos duelen las mismas heridas. Pero nos hemos hecho muy pocas preguntas sobre las creencias y los dolores que constituyen la causa Malvinas. Las preguntas son sal. Pero sirven para conocernos más a nosotros mismos y descubrir que tenemos menos certezas de lo que parece, menos consensos de lo que nos atrevemos a pensar, y que hacer explícito nuestra incertidumbre y nuestros disensos nos deja un tanto a la intemperie, pero en una intemperie más prometedora que el cobijo agobiante construido con tantos lugares comunes a lo largo de décadas.

Pero ¿acaso no son argentinas las Malvinas? ¿Qué se supone que los argentinos hagamos con esta justa causa? ¿No es vivificante la comunión en una causa nacional? ¿No debemos persistir como hasta ahora y aun más enérgicamente, hasta porque nos obliga un mandato constitucional? ¿O debemos escuchar a quienes predicen que las islas nunca volverán a la soberanía argentina, y hacer la del zorro, que al ver las uvas maduras fuera de su alcance prefirió resignarse diciéndose que estaban verdes? Hemos renunciado a recuperar las islas por la fuerza (aunque esta renuncia a la fuerza no la comparten todos), pero ¿no debe seguir siendo la cuestión Malvinas una prioridad de nuestra política exterior? He escrito seguir siendo, pero ¿no estiman muchos que la derrota militar y la flojedad de los políticos trajeron una oleada de desmalvinización? ¿Será necesario entonces que nos remalvinicemos? ¿No es por ventura cerrar filas detrás de una gran causa lo que hace posible que un país se regenere? Precisamente, algunos piensan que la causa nos convoca a hacer méritos: convertirnos “en un país serio”. Se trataría de merecer las Malvinas —el territorio irredento regresaría cuando hayamos hecho méritos suficientes para poner a la Argentina, esa nación tan maltratada por los argentinos, en las alturas que se merece. La recuperación del archipiélago sería primero el faro y luego la corona de la recuperación nacional —hay quien denominó esto “malvinizar en positivo”. Una Argentina floreciente sería para las islas un imán irresistible. En cambio, para otros no se trata de tanto guante de seda sino de tenacidad —la persistencia en la causa como expresión emblemática del famoso aguante argentino. En suma, ¿qué se supone que gobiernos y ciudadanos de a pie deberíamos hacer con esta causa que se ha entrelazado con nuestra historia y todo indica que lo seguirá haciendo? Y ¿qué nos dice la causa sobre nosotros mismos, sobre cómo nos vemos, nos relacionamos entre nosotros y con el mundo? Son preguntas ineludibles, porque ninguna de sus respuestas es irrelevante para nuestro futuro y el futuro de nuestros hijos. Mis propias respuestas podrán o no ser semejantes a las suyas, lector —creo que pensar bien exige un momento de soledad, pero también el diálogo y la crítica.

Lugares comunes

Es imposible entender la cultura política de un país sin prestar atención a sus lugares comunes. Precisamente ahora, principios del siglo XXI, la búsqueda de la fórmula nacional es casi una obsesión: mil ensayos explican a su modo cómo somos y qué nos pasa a los argentinos. Se reflexiona desde cualquier lugar imaginario —academia, calle, periodismo de investigación, mesa de café o foro internético— sobre los rasgos que nos hacen ser así o asá. Los mayores éxitos editoriales recientes emplean ese gentilicio genérico y ambiguo —los argentinos— explorando nuestro modo de ser, nuestra condición nacional, las raíces culturales e históricas de nuestros males.

Dudo muchísimo de que exista una condición nacional, si por tal se entienden rasgos culturales sustantivos, esencias, formas de ser que nos hagan tropezar siempre con las mismas piedras. Este supuesto evoca la expresión ser nacional, de moda en décadas pasadas y a la que apelaban tanto movimientos populares como gobiernos dictatoriales, bajo la análoga pretensión de sintetizar en una fórmula mágica el cemento de nuestra sociedad. Ahora se trata de códigos genéticos de cultura o identidad, a mi entender auténticos macanazos. La gran paradoja es el empleo de imágenes unitivas y esencialistas de nosotros mismos, muy desajustadas con la sociedad que sí somos: compleja, cambiante, plural y heterogénea.

Existen, sin duda, rasgos frecuentes entre nosotros. No constituyen una identidad, pero la ofrecen; no están presentes en todos los argentinos, pero se presentan a sí mismos como si lo estuvieran, y fácilmente nos persuaden de ello. Su enorme eficacia proviene de estar a la mano y poder ser adoptados con gran economía, sin exigir el esfuerzo de examinarlos. Son fórmulas seguras para el éxito —del escritor a la caza de lectores, del político a la c

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