Bravas

María Seoane

Fragmento

1. NACER SOBRE ESPADAS,
AMAR BAJO BOMBAS

Hay estirpes malditas apenas corregidas por la historia. O, en todo caso, descendientes de esas estirpes que redimen el odio que sembraron sus antepasados. Se disuelven juntos en la historia, pero sus nombres quedan asociados a la tragedia. El día que Susana Pirí nació, su abuelo, el poeta Leopoldo Lugones, estaba rabiosamente entregado a la búsqueda de un orden metafísico que diera a las armas el poder omnímodo de matar la idea de ciudadanía surgente, la idea de una república donde se votara, se legislara para las mayorías que venían empujando desde abajo, enancadas en las huestes del partido radical triunfante en las urnas. “Señores: dejadme procurar que esta hora de emoción no sea inútil. Yo quiero arriesgar también algo que cuesta mucho decir en estos tiempos de paradoja libertaria y de fracasada, bien que audaz ideología. Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada”. Cuando escupió este fuego, en setiembre de 1924, Lugones era delegado oficial a la celebración del centenario de la batalla de Ayacucho, en Lima, Perú; acompañaba a su amigo el general Agustín Pedro Justo, entonces ministro de Guerra del presidente Marcelo Torcuato de Alvear. Lugones había redondeado su idea mesiánica del orden supremo basado en las jerarquías del Ejército Argentino, cuya prosapia sangrienta admiraba si con ella se ponía freno a la inmigración y al voto universal. Lugones entregaba su alma a la violencia: no sólo en la política, también en el sexo reprimido con una estudiante a la que le escribía cartas ardientes con semen y sangre. En diciembre de 1924, cantó loas al ejército que “hará el orden necesario, implantará la jerarquía indispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy, fatalmente derivada, porque ésa es su consecuencia natural, hacia la demagogia o el socialismo. El Ejército es la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica. Sólo la virtud militar realiza en este momento histórico la vida superior que es belleza, esperanza y fuerza”. Lugones empujaba a Justo a ese orden superior. Como un Nietzsche pampeano, soplaba fuerte en la nuca de milicos bravos, criados como oficiales en los ejércitos matadores de indios de la Conquista del Desierto. Expresaba así el deseo de la oligarquía de recuperar el escenario político perdido por el voto de la clase media, que en el año 1916 había estrenado el sufragio secreto y obligatorio para los hombres, en los comicios generales donde triunfara el jefe del partido radical Hipólito Yrigoyen. El gobierno de Alvear, presidente desde 1922, también había desilusionado al poeta. Lugones insistía en que la Argentina necesitaba instituciones nuevas, poner fin al sufragio y desestimar a los políticos que sólo buscaban enriquecerse. La Patria debía elegir entre la democracia, a la que llamaba “el triunfo cuantitativo de los menguados”, y una aristocracia de los más aptos, a la cual consideraba una “gloriosa tiranía del individuo considerablemente superior”, según escribió en una carta publicada en la revista El Hogar de Buenos Aires, el 10 de abril de 1925.

Lugones había nacido en 1874 en una familia de la burguesía cordobesa con ascendencia de coroneles y conquistadores, empobrecida por la crisis capitalista de 1890. Para reponerse económicamente, la familia de Santiago Lugones y Custodia Argüello dejó el pueblo natal, Villa María del Río Seco, y se instaló en Santiago del Estero. Al pequeño Leopoldo lo habían criado con máxima severidad y pocas caricias. Su madre lo obligaba a rezar y le enseñó el himno nacional con una dedicación extrema, como podrían enseñarse las tablas de multiplicar. El pequeño estudió en Córdoba, donde se hizo poeta y anarquista. Y con esa prosapia —la rebeldía de un empobrecido, el nacionalismo católico abrevado de la madre, los antepasados de las guerras de la Independencia y las guerras civiles y el talento para la palabra—, Leopoldo Lugones llegó a Buenos Aires antes de que expirara el siglo XIX con una carta de recomendación que firmaba el poeta Carlos Romagosa y estaba dirigida al director del diario El Tribuno, Mariano de Vedia. Atrás habían quedado los tiempos en que promovía huelgas y participaba en mitines en los que citaba al ruso Mijail Bakunin y a los franceses Pierre Proudhon y Élisée Reclus, revolucionarios anarquistas, fundadores del mutualismo y partidarios de la disolución del Estado. Atrás también el Lugones fundador de un centro socialista y director del periódico El Pensamiento Libre. De aquellos fuegos de los veinte años, cuando sus poemas se empezaron a publicar en diarios cordobeses con el seudónimo Gil Paz, quedaba sólo el verso contrariado y una vena poética que jamás extinguirá la furia política.

Ya en Buenos Aires, Lugones se unió al grupo socialista que integraban —entre otros— José Ingenieros, Roberto Payró, Manuel Ugarte y el gran pintor Ernesto de la Cárcova. Escribió en La Vanguardia y fue fundador junto a Ingenieros y Payró de La Montaña, órgano en el que todos ellos se definían como socialistas aunque tuviera un marcado tono anarquista. Decían luchar por un sistema social en el que los medios de producción estuvieran socializados y en el que la producción y el consumo se organizaran libremente según las necesidades colectivas, para asegurar a cada individuo la mayor suma de bienestar. Al mismo tiempo, denostaban al Estado: “Consideramos que la autoridad política representada por el Estado es un fenómeno resultante de la apropiación privada de los medios de producción”. Lugones sólo regresó a Córdoba para casarse con Juana, hermana de su amigo Nicolás González Luján y su novia desde la adolescencia. Ya era un escritor conocido: en las primeras décadas del siglo XX publicó Las montañas de oro, Las fuerzas extrañas, Cuentos fatales, El ángel de la sombra, Lunario sentimental, Prometeo, Didáctica, Odas seculares y Piedras liminares, entre otros. El encuentro en la redacción de El Tribuno con el general Julio A. Roca, ex presidente, líder del Estado oligárquico y espada rasante en la Conquista del Desierto —esa pampa extensa que limpió para latifundistas de toda cepa y financistas de la matanza de indios, como los Martínez de Hoz—, marca el giro que alejó a Lugones del socialismo. El tránsito, empero, fue venenoso y violento: comenzó a odiar a los inmigrantes y a las muchedumbres libertarias con la misma obstinación con que las había amado. ¿Su admiración por Roca fue una consecuencia de ese giro ya esbozado en las jornadas de la Semana Trágica de enero de 1919, de la represión a los obreros de la fábrica Vasena, cuando los intelectuales del poder temieron la Babel confusa y desafiante de los que pedían justicia? Para Lugones, el mundo había dado un giro copernicano al producirse la Revolución Rusa en 1917 con la llegada de los proletarios al poder, imbuidos del espíritu comunista. Pero no sólo el mundo estaba de cabeza para Lugones: la llegada de miles de inmigrantes a la Argentina, que traían no sólo mano de obra barata sino también la ideología libertaria anarquista, socialista y

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