Todos éramos hijos

María Rosa Lojo

Fragmento

I

Frik, peinada con trenzas, almidonada la blusa, planchadas las mil tablitas del uniforme, estaba en su primer día de clase.

Las puertas verdes, de pesado hierro, con el escudo del colegio rodeado de una orla florida, se habían cerrado a su espalda. El corredor que comunicaba con el mundo externo y con la mano familiar que la había conducido hasta ahí, se había vuelto oscuro como una calle nocturna y sin faroles. Imposible volver.

Y sin embargo su casa estaba apenas a dos cuadras.

Se resignó. Intentó concentrarse en la ceremonia inaugural, probando las primeras bocanadas de un aire que solo se respiraba en la escuela y que la acompañaría —enriqueciéndose con olores acres y con nuevas suciedades— durante los próximos once años. Un microclima hecho de polvo de tiza, cuero húmedo de zapatos, lana percudida por el sudor y salpicada por un vaho fugitivo de perfume empalagoso.

El charco empezó a generarse en los últimos compases del Himno Nacional. “¡O juremos con gloriaa morir! ¡Ooo jureemos con glooria morir! ¡Ooooo jureemos con gloo-ria mo-rir!!”. Entonces sintió deslizarse, muslos abajo, un chorro fino y cálido (que se parecería, años más tarde, a la rotura de bolsa previa al parto), empapando la ropa interior de algodón blanco, las medias tres cuartos, rigurosamente azules, y aun la suela de los mocasines Gomycuer que usaría hasta acabar sus días escolares, iguales a sí mismos como si se tratara siempre del mismo par, solo apenas más grande.

El deseo irreprimible de orinar había aparecido en el momento más inconveniente, en la mitad de la canción patria. “Y los libres del mundo responden/ Al gran pueblo argentino, salud”. Pedir permiso para ir a los baños (cuya ubicación desconocía) y romper las filas cuando culminaba el canto (“¡¡argentii-no, salud!!”) era impensable. La distancia que la separaba de las monjas o de las maestras de los grados superiores que podían concederle ese permiso, le pareció desmesurada. No pudo soportar la idea de que todos los ojos iban a clavarse en ella no bien saliera de cuadro y se quedó quieta en su lugar, moviendo los labios como si supiese la letra.

Cuando el himno concluyó, empezó a tener frío en los muslos y sobre todo en las pantorrillas mojadas. Con el rabillo del ojo miró hacia el piso. Al lado de su pie derecho, bien visible para quien se fijara con atención, se había formado el charquito incoloro y, al menos desde arriba, inodoro, que nadie tendría por qué identificar como pis. Pero ¿cómo explicar el derrame de ese líquido dentro del compacto grupo de niñas con las manos sueltas, enguantadas y bajas, desprovistas de botellas, de vasos o de cantimploras desde donde pudiera verterse algo semejante al agua?

Nadie reparó en él, salvo la chica que formaba a su lado en la primera fila. Era rubia y sobre la nariz de botón tenía unos lentes de aumento inverosímil, gracias a los cuales los ojos casi ciegos habían encontrado el charquito al lado del pie derecho de Frik, que todavía era solo Rosa para sus escasas relaciones fuera de la familia.

La futura Lulú no se aprovechó para mal de su descubrimiento. Por el contrario, con un guiño cómplice y una mano amiga, la instó a moverse cuanto antes hacia el aula que les estaba reservada, dejando el charquito a merced de otros posibles interesados en un enigma que ya no podrían descifrar.

El aula del Primer Grado estaba en el segundo piso de la escuela. Los pizarrones eran verdes, como las puertas de hierro. La maestra era Sor Túnica, un nombre más parecido a un seudónimo o al mote de un sketch cómico, que a un verdadero apelativo de religiosa. Como si un militar se llamara Señor Kepí, o un juez Señor Toga. A los pocos días habrían olvidado toda alusión al vestuario y pronunciarían de corrido Sortúnica, como si a la monja (que quizás había sido antes Clarita, Carmen o Juana) le hubieran puesto ese nombre en la pila de bautismo.

Desde la ventana se veía un jardín con árboles viejos y frondosos, algunos de los cuales no iban a sobrevivir al crecimiento del colegio, cuando necesitaran más espacio para albergar las formaciones de alumnas frente a la puerta frontera, o las carreras gimnásticas o los juegos del recreo.

Pero tampoco ellas, las alumnas, quedarían indemnes.

De las treinta caras que sobresalían de los pupitres, una se borraría antes de terminar el secundario, reclamada por la maternidad imprevista.

Otras dos se hundirían para siempre, dieciséis años más tarde, quizás en el fondo barroso del Río de la Plata, o en una fosa sin nombre ni número, de donde nadie podría rescatarlas.

La mayor parte llevaría, alguna vez, velo de novia, y una de ellas, velo de monja, aunque solo para quitárselo enseguida porque los velos monacales se habrían vuelto anacrónicos.

La mayoría, también, iba a quedarse en el país donde todas habían nacido, aunque algunos de sus padres hubieran nacido en otro.

Pero en aquel momento, ignorantes de sus destinos, eran iguales, salvo Frik, la peor de todas, que hubiera deseado poder bañarse en agua de colonia para tapar el olor a amoníaco, real o imaginario, que sentía desprenderse de sus ropas ya secas.

II

Frik terminó la secundaria en la misma escuela, a comienzos de la década del setenta. Poco antes, alguien la bautizaría con ese curioso sobrenombre que iba a tener un éxito inmediato y casi unánime entre sus compañeras de curso, si bien faltaba mucho para que el término freak se pusiera de moda en el país. Fue un préstamo, o en realidad una donación generosa de otra outsider, quizás aún más desubicada que ella misma. Jane, una chica de North Carolina, que había optado por una estadía de intercambio en un colegio católico de Sudamérica. La recordaba a veces, despotricando en un inglés fluido y un castellano primitivo, contra su maldita idea de haber imaginado la Argentina como un país interesante donde la aguardaban experiencias exóticas. Nada de eso parecía posible durante el período de su llegada. Aunque ya habían cruzado la barrera del Concilio Vaticano II, aunque las religiosas habían dejado sus cofias de canutos enrulados como golas del Siglo de Oro, aunque las reverencias ante la Superiora, las bandas rojas y los guantes blancos en los días de ceremonia eran vistos como rituales del Pleistoceno, todavía reinaba la Madre Trevi. Hierática en la puerta de entrada, no permitía el ingreso al Salón de Actos, donde se izaba la bandera y se cantaba el himno, hasta que el silencio fuese absoluto y la toma de distancia estrictamente simétrica. En la cumbre de su poder, una vista aérea del gran jardín hubiera mostrado un pequeño ejército de muchachas domesticadas, todas con el cabello recogido y en alineación perfecta. Si Jane hubiera esperado un año más, solo un año más, habría conocido el Sagrado Corazón casi hippie de Coliflor, la inexperta y joven sucesora de Trevi: un paraíso de la autodisciplina donde los zapatos habían llegado a volar por el aire de los recreos, y donde el absurdo mote de la directora (obra de Lulú), junto con la caricatura correspondiente, se exhibían en los pizarrones como muestras audaces del arte contemporáneo.

Pero Coli

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