Ideas en la ducha

Sebastián Campanario

Fragmento

Introducción
Un mundo mágico y apasionado

La canción más popular y pegadiza del Mundial de Brasil 2014 no surgió de la mesa de creativos de una agencia de publicidad, ni de un work-shop de innovación ni de una sesión de tormenta de ideas: Ignacio Harraca, un ejecutivo de una multinacional de consumo masivo, fanático del club Platense, imaginó la letra de “Brasil, decime qué se siente…” mientras se estaba duchando, unos días antes de viajar a Río de Janeiro con un grupo de amigos que se conocen desde el secundario. Estrenaron el tema en la previa del debut de la Selección, ante Bosnia, y los hinchas que los rodeaban no pudieron dejar de cantarla durante cuarenta minutos. En ese instante Harraca intuyó que había creado un hit.

Aunque detesta el fetichismo que rodea a la escritura creativa (“Tal o cual anotador Moleskine con tal elástico, tal o cual aplicación para grabar”), la guionista Carolina Aguirre, autora de Guapas y de Farsantes, entre otros éxitos de la TV, cuenta que la ducha y otros momentos de distracción (salir a caminar, manejar) suelen ser fértiles en ocurrencias que le sirven como giros argumentales en sus programas.

Un buen baño de agua caliente, caminatas largas, reírnos, meditar, soñar despiertos, dibujar lo que pensamos y hasta hacer malabares son sólo algunas de las actividades que distintos abordajes científicos, en forma reciente, vinculan al proceso de generación de ideas. Hay métodos que tienen una explicación neurocientífica por detrás (ducharse, al igual que hacer deporte o escuchar música, hace que se libere dopamina, una sustancia asociada a la creatividad) y otros son patrones que se repiten entre los rituales y hábitos de las personas muy innovadoras. Si alguien está pensando en instalar un bar temático que contemple todo este folclore, aquí va una sugerencia de nombre: “Café de los 70 de decibeles”. Ése es el volumen ideal que una aplicación (Coffitivity) proclama que conviene escuchar de fondo para inspirarse.

En los últimos años, la creatividad dejó de ser un terreno exclusivamente dominado por publicistas y psicólogos y pasó a ser un campo de interés para una infinidad de disciplinas. En ese sentido, Ideas en la ducha es un libro coral: en los distintos capítulos irán entrando a escena músicos, neurocientíficos, físicos, licenciados en sistemas, jugadores de ajedrez, emprendedores, directores de cine, tuiteros, economistas del comportamiento, diseñadores y escritores, entre otras tribus. En esta explosión de la creatividad como área temática, con cruces de abordajes hasta hace poco tiempo insospechados, radica la principal riqueza de este fenómeno. En la profusión de personajes que son verdaderos “efecto Medici caminantes”, en alusión a la tendencia que veremos en el primer capítulo, y que postula que las mejores ideas aparecen en las zonas de frontera y de intersección de distintas disciplinas.

Empecé a interactuar más con este mundo a mediados de 2013, cuando Carlos Guyot, el actual director de La Nación, y el Conejo Martelli (gerente de marketing del diario) me contactaron para idear una sección nueva para el suplemento “Sábado”, que en septiembre cumplía un año. El espacio se llamó (se llama) “Creatividad” (en un no alarde de ídem), pero abarca una avenida temática más amplia. Ahí escribo de neurociencias, de sistemas complejos, de diseño, de autosuperación, de emprendedurismo. Un poco el campo que en inglés se conoce como “smart thinking”: “pensamiento astuto”, un término antipático por lo arrogante. De esos materiales, principalmente, se nutre este libro; aunque también hay ideas que surgieron de artículos de “Álter Eco”, la columna que publico los domingos en el suplemento “Economía & Negocios”.

Una de las ventajas de abordar estos temas para “Sábado” es que la sección exige un énfasis en historias personales que “vivan” la tendencia que se está contando. Las fotos muy bien producidas y los detalles sobre los protagonistas de cada nota están en el ADN de este producto gráfico, y eso me obligó a conocer más a fondo a las fuentes, algo que los periodistas económicos, por deformación profesional, estamos menos habituados a hacer: el de las finanzas es un mundo más de “cabezas parlantes”, expertos y números. En medio de este aprendizaje me encontré con varias sorpresas: no sólo conocí gente fascinante y divertida, sino que en cada tema que atacaba encontraba que la Argentina tiene referentes de primera línea (a menudo a escala global) para mostrar, opinar y compartir sus conocimientos con un público masivo.

En publicidad, en neurociencias, en diseño, por citar sólo tres de las áreas que van y vienen permanentemente en los capítulos de este libro, la Argentina es lo que Malcolm Gladwell (el máximo cardenal del “smart thinking”) llamaría “un jugador fuera de serie”: un país con un capital humano en estos segmentos que está muy por encima de lo esperable por su nivel de desarrollo y producto.

Este capital innovador es una riqueza tanto o más valiosa que los recursos naturales, y la única que en un futuro cercano va a representar una ventaja competitiva sostenible para nuestra economía. La efervescencia creativa, cultural e innovadora crece en un entorno salvaje, descoordinada, con poco y nada de ayuda estatal. Pero es en este caos donde también, muchas veces, radica su belleza.

Cuando le contaba, muy entusiasmado, sobre los tópicos nuevos que estaba empezando a escribir, un amigo y ex compañero de Clarín, Gustavo Bazzan, me cargaba: “Campa, ¿qué monstruo estás creando?”. En los años anteriores él me había visto meterme hasta la cabeza con un campo temático apenas conocido a principios de la década pasada, el de la economía no convencional, que me llevó a publicar notas primero en Clarín y luego en La Nación, y los libros La economía de lo insólito, en 2005, y Otra vuelta a la economía, con Martín Lousteau, en 2012. Pero el entusiasmo es casi inevitable, porque si hay un vector común que define a todos estos personajes es el de la pasión por lo que hacen. Podrán estar más o menos locos, ser más o menos creativos, ganar más o menos dinero, pero todos, indefectiblemente, mueren de amor por su trabajo. Y eso se contagia.

Así que no me quedó otra alternativa, en los últimos meses, que sumergirme de lleno en esta realidad paralela. Además de realizar entrevistas y leer todo lo que podía, hice un curso de Neurociencias en la Di Tella con Mariano Sigman, me metí en workshops de creativos y de planners publicitarios (que todavía no entendí bien qué hacen, pero son un encanto de personas), fui jurado de las charlas TEDxRíodelaPlata (y no morí en el intento), viajé a Tel Aviv (la actual tierra prometida de la innovación), probé apps de creatividad (siendo un completo analfabeto tecnológico), apliqué las técnicas de productividad personal que pregonaba en mis artículos, hice talleres de mindfulness y de meditación y pasé horas y horas en cafés, tomando notas (no en Moleskines, porque son muy caros, pero en unas libretitas parecidas) y procurando escuchar sonidos de cafeteras en sus exactos 70 decibeles. Empecé a

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