Lejos del bronce

Julio Bárbaro
Oscar Muiño
Omar Pintos

Fragmento

CAMINO Y HUELLA DE KIRCHNER
EN SANTA CRUZ

por Omar Pintos

No fue fácil recoger los testimonios para este libro. Nunca esperé que lo fuera. Quienes vivimos en Santa Cruz sabemos que en nuestra provincia existe una reticencia generalizada a decir en público lo que puertas adentro se opina acerca de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández. La hegemonía que el kirchnerismo mantiene en la sociedad santacruceña desde 1991 hasta la actualidad explica, al menos en parte, ese silencio colectivo que sólo se atreven a romper los opositores y algunos periodistas. Para registrar los testimonios tuve que recorrer en varias oportunidades los casi 800 kilómetros que separan a Río Gallegos de mi ciudad natal, Caleta Olivia. Muchos de estos viajes fueron en vano. A veces porque el entrevistado se arrepentía y a último momento decidía no hablar; otras, porque no se animaba a decir frente al grabador —ni siquiera ante una libreta— lo que me había comentado por teléfono o en la mesa de un café. Incluso los que se atrevieron a relatar su experiencia necesitaron algún tiempo, salvo excepciones, para soltarse y revelar gradualmente lo que sabían. Dos entrevistados pidieron que se reservara su identidad. También hubo quienes desde un principio me dejaron en claro que preferían guardar silencio y no tener nada que ver con este libro. Algunos de ellos se disculparon: el nombre del personaje en cuestión seguía siendo motivo de cierto recelo.

Conocí personalmente a Néstor Kirchner en 1984, cuando recibí junto con otros vecinos de Caleta Olivia la invitación a participar de una reunión en el local que su estructura partidaria, el Ateneo Juan Domingo Perón, había montado en nuestra ciudad. La primera impresión que tuve de él, en ese local de la calle Lucio Mansilla, fue extraña. La fisonomía de Lupín, como llamaban a Néstor por su parecido físico con el personaje de una historieta de la época, no se correspondía con la imagen que uno tenía de los políticos, de aspecto sobrio y prolijo.

Demasiado alto y flaco, desgarbado, Néstor llamaba la atención por su apariencia desalineada. Ese día llevaba la campera marrón que lo acompañaría a lo largo del tiempo y unos mocasines gastados a tal punto que por momentos dejaban entrever uno de los dedos de sus pies. Hablaba poco. Casi nada en comparación con otros políticos. A diferencia de su esposa, la oratoria no era su fuerte, y él parecía ser consciente de esta falencia. Su lenguaje corporal, sin embargo, sus bromas y la forma de dirigirse a la gente demostraban claramente que el que tomaba las decisiones era él.

En aquellos meses de 1984, Néstor había renunciado recientemente a la Caja de Previsión Social de Santa Cruz como consecuencia de sus diferencias políticas con quien lo había nombrado en el cargo: el entonces gobernador Arturo Puricelli. La visita de Kirchner a Caleta Olivia tenía el propósito de construir poder para posicionarse en la interna del Partido Justicialista y postularse como candidato a gobernador. Néstor creía que para suceder al justicialista Puricelli le convenía armar su juego desde afuera del gobierno pero dentro del partido. Si bien al año siguiente de su salida de la Caja de Previsión Social perdería esas internas con Rafael Flores, y en 1987 debería conformarse con la candidatura a intendente de Río Gallegos, los vecinos de Caleta que asistimos a la reunión de su estructura partidaria en 1984 comprendimos que estábamos frente a un líder político que transmitía la convicción de que iba a llegar. Quizás por eso, o porque tenía un aura especial para transmitir su voluntad, se notaba que Néstor era un constructor de poder que se destacaba sobre el resto.

El mismo año en que perdió la candidatura del PJ a la gobernación, 1985, compró un departamento en Capital Federal. Por la desmesura de su ilusión, por la confianza en sí mismo o simplemente por subir la apuesta, cuando sus colaboradores más cercanos le preguntaron para qué lo había comprado, Néstor respondió: “Para cuando sea presidente”.

Durante poco más de un año lo acompañé en su proyecto electoral hasta que decidí hacer un paso al costado. Nunca me terminó de convencer su prédica y desde el comienzo hubo algo en su forma de hacer política que no me cerraba. Varias veces me he preguntado por qué algo en mi interior me decía en ese momento, antes de que él llegara al poder, que yo no debía estar más en su espacio político. Con el tiempo, cuando fue intendente y después gobernador, comprendí que muchas de sus actitudes con respecto al manejo del poder ya estaban latentes en ese político joven y ambicioso que conocí en 1984.

Como parte de su estrategia de construcción, Néstor ya sumaba seguidores provenientes de los sectores más diversos, metodología que iba a perfeccionar a partir de 1988 con la creación del Frente para la Victoria Santacruceña. También solía convocar en reiteradas ocasiones a quienes habían transitado su espacio y por una razón u otra se habían alejado. En ese sentido, se comportaba como un seductor profesional que sabía comerciar con el ego y las ambiciones de otros cuadros políticos y que conocía perfectamente el efecto de persuasión que ejercía sobre un militante de base el hecho de que un intendente o un gobernador, luego de llegar a ese cargo, lo mandara a llamar para plantearle que no se había olvidado de él, que lo necesitaba y quería que volviera a su lado. En 1994, cuando Néstor buscaba la reforma que le concediera la reelección indefinida como gobernador, me convocó junto con otros miembros de la agrupación Pedro Molina para contar con la sumatoria de voluntades que le permitiera modificar la Constitución de la provincia. Los argumentos que en esta ocasión yo tenía para rechazar su proyecto eran menos intuitivos que aquellos que en 1985 me habían llevado a bajarme de su estructura partidaria.

Después de perder la candidatura a gobernador con Rafael Flores, hasta entonces su principal socio político, Néstor pactó con Puricelli, todavía gobernador en ejercicio y con quien había decidido romper hacía apenas un año cuando renunció a su cargo en la Caja de Previsión Social. El acuerdo con Puricelli establecía que en las elecciones de 1987 Kirchner sería candidato a intendente de Río Gallegos y Ricardo Jaime del Val, a gobernador de la provincia. El objetivo de Lupín, además de posicionarse en un espacio de poder como la intendencia de la capital santacruceña, era cerrarle el camino a Flores y evitar así que su antiguo aliado, que lo había derrotado en la interna peronista, se adueñara del escenario político de Santa Cruz. En 1987, Kirchner ganó la intendencia y Del Val la gobernación. Si bien contaba con el respaldo del gobernador en ejercicio, Néstor se impuso en esas elecciones por un escaso margen de 110 votos. La circunstancia de ese triunfo ajustado no le impidió promover, dos años después de haber ganado la intendencia con el apoyo de Puricelli, la destitución del gobernador Del Val a través de dos piezas clave que operaron a su favor en el Poder Legislativo: los diputados provinciales Cristina Fernández de Kirchner —como a ella le gustaba que la llamaran— y Eduardo Ariel Arnold. Al cabo del juicio político, Del Val fue destituido en 1990 p

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