La Oficina de Estanques y Jardines

Didier Decoin

Fragmento

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Tras una prolongada reclusión cumpliendo con la estricta observancia de las restricciones de comida propias del luto y tras haber lustrado el cuerpo de Katsuro con un lienzo sagrado destinado a absorber las impurezas, Amakusa Miyuki se sometió al ritual que debía purificarla de la mácula de la muerte de su marido. Pero como no había ni que pensar en que la joven viuda se sumergiese en el mismo río en el que acababa de ahogarse Katsuro, el sacerdote sintoísta, frunciendo los labios, se conformó con sacudirle encima una rama de pino cuyos vástagos más bajos había humedecido el agua del Kusagawa. A continuación le aseguró que ya podía reanudar la vida y demostrarles su gratitud a los dioses, que no dejarían de imbuirle fuerza y valor.

Miyuki sabía perfectamente lo que había detrás de las palabras de consuelo del sacerdote: lo que esperaba de ella era que, aun cuando su ya precaria situación había empeorado con la muerte de Katsuro, le pusiera en las manos una muestra tangible del agradecimiento que les debía a los kami.[1]

Pero aunque Miyuki sentía cierta gratitud hacia los dioses por haberla lavado de sus máculas, no podía perdonarles que hubieran permitido que el río Kusagawa, que bien pensado era también un dios, ni más ni menos, le arrebatase a su marido.

Así que se conformó con darle una modesta limosna consistente en rábanos blancos, un manojo de cabezas de ajo y varios pasteles de arroz glutinoso. Pero la ofrenda, hábilmente envuelta en un paño, abultaba tanto, gracias sobre todo a que había unos cuantos rábanos gigantescos, que daba la impresión de ser un presente de mucha mayor enjundia. El sacerdote cayó en la trampa y se marchó satisfecho.

Acto seguido, Miyuki se forzó a limpiar y recoger la casa, aunque no tuviera por costumbre ordenarla. Más bien tenía tendencia a dejar las cosas tiradas, o incluso a desparramarlas intencionadamente. De todas formas, Katsuro y ella poseían tan pocas… El hecho de encontrárselas acá y allá, preferentemente donde no pintaban nada, creaba la efímera ilusión de que vivían en la opulencia: «¿Este cuenco de arroz es nuevo? —preguntaba Katsuro—. ¿Lo has comprado hace poco?». Miyuki se tapaba la boca con la mano para ocultar una sonrisa: «Siempre ha estado en la estantería, el sexto cuenco desde el fondo; era de tu madre, ¿ya no te acuerdas?». Lo que ocurría era que a Miyuki se le había caído el cuenco en la estera (y no se había molestado en recogerlo de inmediato) y este había rodado hasta detenerse, bocabajo, en un rayo de sol, mostrando así unos reflejos que Katsuro nunca le había visto; y por eso no lo había reconocido enseguida.

Miyuki suponía que las personas acomodadas vivían entre un revoltijo permanente, a imagen y semejanza de los paisajes cuya belleza residía en el desorden. El río Kusagawa, por ejemplo, nunca brindaba un espectáculo tan exaltante como después de una gran tormenta, cuando los torrentes que lo alimentaban lo abarrotaban de aguas pardas y terrosas, donde se arremolinaban trozos de corteza, musgo, flores de berro y hojas podridas, negras y abarquilladas; entonces el Kusagawa dejaba de espejear y lo cubrían círculos concéntricos, espirales de espuma que lo asemejaban a los remolinos del estrecho de Naruto, en el Mar Interior. Los ricos, pensaba Miyuki, debían de andar desbordados, de igual manera, por los innumerables remolinos de regalos que les llevaban sus amigos (también innumerables, cómo no) y todas las fruslerías deslumbradoras que compraban sin echar cuentas a los vendedores ambulantes, sin preguntarse siquiera si las iban a usar para algo alguna vez. Necesitaban más y más espacio para buscarles sitio a los bibelots, apilar los utensilios de cocina, colgar las telas, poner en hilera los ungüentos, almacenar esas riquezas cuyo nombre en ocasiones Miyuki ni siquiera conocía.

Era una carrera sin fin, una competición encarnizada entre los hombres y las cosas. El colmo de la opulencia debía de llegar cuando la casa reventaba como una fruta madura por la presión de la multitud de trastos con la que la habían atiborrado. Miyuki nunca había sido testigo de un espectáculo así, pero Katsuro le contó que había visto, en sus viajes a Heian-kyō, a mendigos rebuscando entre los escombros de orgullosas mansiones a las que parecían haber inflado desde dentro.

En la casa que Katsuro había construido con sus propias manos —una habitación con el suelo de tierra batida, otra con el suelo de madera de pino y, debajo del tejado de bálago, un granero al que se subía por unos peldaños, todo ello de dimensiones reducidas porque habían tenido que elegir entre levantar paredes y coger pescado— había más que nada aparejos de pesca. Valían para todo: las redes, puestas a secar delante de las ventanas, hacían las veces de cortinas, y apiladas, servían para acostarse; por la noche, utilizaban los flotadores de madera hueca a modo de reposacabezas; y los utensilios que empleaba Katsuro para mondar los viveros eran los mismos que usaba Miyuki para preparar la comida.

El único lujo que tenían el pescador y su mujer era el tarro donde guardaban la sal. No era sino la copia de una cerámica china de la dinastía Tang, una pieza de arcilla cocida y vidriada de color pardo sobriamente decorada con peonías y lotos, pero Miyuki le atribuía poderes sobrenaturales; se lo había dejado su madre, que a su vez lo había heredado de una abuela que afirmaba que siempre lo había visto en la familia. Así pues, la cerámica había pasado por varias generaciones sin sufrir ni un rasguño, lo cual era, en efecto, milagroso.

Aunque Miyuki solo tardó unas horas en recoger la casa, necesitó dos días para limpiarla a fondo. La culpa era del oficio que en ella se ejercía: la pesca y la cría de peces admirables, esencialmente carpas. Cuando volvía del río, Katsuro no perdía el tiempo en quitarse la ropa empapada del cieno pegajoso con el que salpicaba las paredes cada vez que hacía un movimiento un poco brusco; su prioridad era otra: liberar cuanto antes a las carpas que rebullían en las nasas de mimbre y corrían el riesgo de que se les cayeran algunas escamas o de amputarse un bigote (en cuyo caso perderían todo su valor para los intendentes imperiales), soltarlas en el vivero que había excavado para ellas delante de la casa, una alberca poco profunda, direc­tamente en el suelo, llena a rebosar de un agua que Miyuki, mientras su marido estaba ausente, enriquecía con larvas de insectos, algas y semillas de plantas acuáticas.

Hecho lo cual, Katsuro se pasaba varios días seguidos sentado en los talones, observando el comportamiento de las capturas, vigilando especialmente a las que le habían parecido de entrada dignas de los es­tanques de la ciudad imperial, buscando signos que mostrasen no solo que eran las más atractivas sino también lo bastante robustas para soportar el largo viaje hasta la capital.

Katsuro no era muy hablador. Y cuando decía algo, solía hacerlo más bien por alusiones que por afirmaciones, dando así a sus interlocutores el placer de tener que adivinar las perspectivas remotas de un pensamiento inconcluso.

El día que murió su marido, después de echar en el vivero las cinco o seis carpas que había pescado, Miyuki se sentó como él, al borde de la poza, dejando que la hipnotizara el corro de peces que describían círculos ansiosos como los prisioneros que exploran los límites de su calabozo.

Aunque era capaz de valorar la belleza de algunas carpas, o al menos la energía y la vitalidad con la que nadaban, no tenía ni la mínima idea de los criterios que utilizaba Katsuro para evaluar lo fuertes que eran. Por eso, tras renunciar a mentir a los lugareños y, sobre todo, a engañarse a sí misma, se incorporó, se sacudió el polvo y, dándole la espalda al vivero, se atrincheró en la casa, la última al sur de la aldea, que se distinguía por las conchas que tenía incrustadas en la paja, con la parte nacarada orientada hacia el cielo para reflejar la luz del sol y espantar a los cuervos que anidaban en los alcanforeros.

Los lugareños se quedaron muy aliviados al enterarse de que Miyuki se había impuesto la obligación de limpiar los suelos y quitar el cieno de las paredes.

Habían temido que la joven fabricase un torniquete con un cordel y un palito y lo usara para asfixiarse y reunirse así con Katsuro en el yomi kuni.[2] No porque fuese demasiado joven para morir —con veintisiete años ya había alcanzado la esperanza de vida media de una campesina y podía sentirse afortunada por el cupo de existencia que había disfrutado—, sino porque había compartido algunos secretos con Katsuro y ahora solo quedaba ella para mantener aquel vínculo privi­legiado que unía al pueblo con la corte imperial de Heian-kyō: el abastecimiento de carpas tan excepcionales como para ser ornamentos vivientes en los estanques de los templos, a cambio de lo cual los habitantes de ese puñado de chozas cojas y cheposas llamado Shimae disfrutaban de una exención de impuestos casi total, por no mencionar los regalitos que Katsuro nunca dejaba de traerles de parte de Nagusa Watanabe,[3] el director de la Oficina de Estanques y Jardines.

Pero hete aquí que Nagusa acababa de enviar precisamente a tres funcionarios para encargar carpas nuevas que sustituyeran a las que no habían sobrevivido al invierno.

Una mañana —pocos días después de que muriera Katsuro—, los emisarios de la Oficina de Estanques y Jardines surgieron de la neblina húmeda que, después de la intensa lluvia que había caído durante la noche, ondulaba como una cortina en la linde del bosque.

En sus anteriores visitas habían ido a pie, lo que les había salido muy caro a los vecinos de Shimae, porque, exhaustos tras el viaje, los compradores de carpas se habían instalado allí y habían pasado quince días viviendo a costa de los lugareños mientras su apetito y su afición al sake crecían a medida que iban recobrando las fuerzas. Pero esta vez se presentaron a caballo, acompañados por un escudero que llevaba el estandarte de seda con los colores del emperador, y habían renunciado a la amplitud y la comodidad del kariginu[4] en favor de un atuendo militar cuyas placas de hierro, que les protegían el torso y la espalda, sonaban como campanas viejas y rajadas. Aquella aparición repentina asustó y ahuyentó a algunas mujeres que se habían reu­nido en la era para trenzar la paja de arroz.

En su calidad de primer magistrado del pueblo, Natsume había salido al encuentro de los tres jinetes para saludarlos con la deferencia debida a los representantes del poder imperial; pero mientras unía las manos y hacía una reverencia tan pronunciada como se lo permitía la rigidez del cuello, se preguntaba cómo el emperador, que tenía fama de ser el príncipe más refinado de su época, podía tolerar que unos hombres a cuyo cargo estaba dar a conocer su voluntad por las provincias tuviesen un aspecto tan poco atractivo: oscilando perezosamente en las sillas de montar de madera lacada en negro, con la cabeza bamboleándose bajo el casco que un protector articulado prolongaba por encima de la nuca y las corazas teñidas de verde por el musgo que se les había quedado enganchado al cruzar los bosques, los emisarios no podían por menos de recordar a unas cochinillas enormes con el abdomen henchido de sustancias cerosas y nauseabundas. Pero quizá Su Majestad no los había visto nunca: un auxiliar cualquiera del refrendario de quinta clase menor inferior había sacado sus nombres de una lista (y nadie sabría nunca por qué la elección del auxiliar había recaído en esos nombres y no en otros), los había sometido a la aprobación de un controlador de cuarta clase menor superior que los había admitido antes de enviarlos a un auditor de cuarta clase mayor inferior, que a su vez los había elevado paso a paso hasta la jerarquía más alta, desde donde habían ido bajando con igual lentitud hasta ir a parar al fin a manos de Nagusa Watanabe, que les había dado el visto bueno con una pincelada impaciente, y de todo aquello, como tantos otros sucesos que afectaban a las sesenta y ocho provincias, el emperador no había llegado a saber nada.

A los mensajeros imperiales les contrarió sobremanera enterarse de que Katsuro había muerto. Hicieron visajes, soltaron sonidos guturales, se estremecieron de disgusto y entrechocaron las placas de las corazas. Para calmarlos, Natsume tuvo que presentarles a Miyuki. Se la quedaron mirando a la cara en silencio, revolviendo los ojillos negros tras la máscara de madera erizada de dientes de demonio postizos que les cubría la parte inferior del rostro.

Mientras la joven se arrodillaba, inclinándose tanto que rozaba el polvo con la frente, el jefe del pueblo tranquilizó a los emisarios: la viuda del pescador los serviría tan escrupulosamente como lo había hecho Katsuro. Dicho lo cual, para terminar de amansarlos, Natsume los invitó a una comida de fideos de trigo sarraceno, algas y pescado con verduras en salmuera de posos de sake, antes de acompañarlos hasta el salto de agua desde donde emprendieron el regreso a Heian-kyō.

Seguidamente, volvió para hablar con Miyuki:

—A tu marido lo encontraron muerto pero, por suerte, las carpas que le dio tiempo a capturar están muy vivas —y miraba a Miyuki a la cara con benevolencia, como si fuera ella la artífice del satisfactorio estado de los peces—; los embajadores me han felicitado mucho.

—¿Embajadores los grillos gordos esos? Más bien unos funcionarios con tan poco peso en la corte que los mandan a los confines más remotos de las provincias, cuando habría bastado con enviar una simple carta.

¿Quería decir acaso que habría podido leer esa carta? Seguro que estaba presumiendo. Pero como el propio Natsume no sabía leer, no comentó nada, pues prefería no aventurarse en un terreno del que se arriesgaba a salir humillado.

Se quedó en silencio un instante, un mutismo que podría atribuirse a que estaba rumiando lo que acababa de decirle Miyuki, mientras miraba cómo las carpas nadaban perezosamente en el vivero.

—Mandar a tres jinetes sale mucho más caro que mandar a un simple mensajero —comentó—. Lo interpreto como una señal de que la Oficina de Estanques y Jardines le concede una particular importancia a este encargo y al correcto desarrollo de la entrega. Saldrás para Heian-kyō lo antes posible.

—Sí —contestó la mujer con una docilidad inesperada—. Sí, mañana mismo si quieres.

Natsume soltó un gruñidito de satisfacción. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que a Miyuki, con la muerte de Katsuro, pudieran ahora darle lo mismo unas cuantas cosas, como por ejemplo emprender el viaje a Heian-kyō. No tenía ni la menor idea de la pena que la había consumido, dejando de ella tan solo un envoltorio vacío, gris como la ceniza.

A esa mujer, a esa viuda como convenía llamarla ahora, casi podría decirse que Natsume no la había mirado nunca. Era demasiado macilenta para resultar una amante de su gusto; en solo unos días, la tristeza le había demacrado aún más las mejillas y acentuado la silueta flaca de hierba silvestre. Pero quizá podría acogerla en su casa para dársela a su hijo que seguía sin encontrar una esposa de su agrado y sentía inclinación por las mujeres tristes: decía que, aunque las lágrimas fueran saladas, de la mayoría de las damas afligidas se desprendía un grato olor a fruta dulcísima. Y si a Hara (que así se llamaba ese hijo suyo) no le interesaba la viuda del pescador de carpas, Natsume siempre podía tratar de que engordara para su propio disfrute; sería una ocupación tanto más entretenida cuanto que los encantos de Miyuki —sus ­futuros encantos, rectificó mentalmente, pensando que primero tendría que cebarla— se completaban visiblemente con una obediencia espontánea y exquisita.

—¿Cuántos peces vas a llevar a la corte? Por lo menos veinte, ¿verdad?

—Las carpas no son exigentes —dijo Miyuki—, pero necesitan mucha agua. En las nasas donde las transportaba Katsuro no cabe tanta, así que cuantas menos sean, menos padecerán.

No se atrevió a añadir que sus hombros, sobre los que iba a recaer el peso de la pértiga de bambú que cargaba con las cubetas, no eran tan resistentes como los de su marido: la cantidad de agua que hubiera que llevar era el único lastre que iba a poder regatear si las penalidades del transporte eran mayores de las que creía poder soportar.

—Veinte peces —repitió Natsume—; es lo mínimo que puede aportar el pueblo.

Si no hubiese estado convencido de encontrar allí unas carpas fuera de lo común, Katsuro nunca habría ido tan río abajo. Pero en ese tramo del Kusagawa abundaban los peces espléndidos, nada más pasar el aliviadero de Shūzenji, y resultaba tanto más fácil atraparlos cuanto que, después de haber lidiado con la fuerte contracorriente debida a la cascada, se tomaban algo así como un descanso y se dejaban ir casi a flor de agua.

A un pescador con tanta experiencia como Katsuro le bastaba entonces con meter las manos en el agua, separando mucho los dedos, y esperar a que una carpa se diera de narices contra las palmas. Katsuro solo tenía que cerrar los dedos, apretándolos ligeramente en torno a las agallas, para que el pez, que al entrar en contacto con el hombre se había quedado rígido como si experimentara una erección fruto del espanto, aflojara la tensión. Seguía moviendo las aletas, pero el cuerpo cedía de pronto, lacio y sumiso, a la mano que lo acariciaba. Entonces Katsuro, rápidamente, le arrebataba la carpa al río al que pertenecía y la depositaba con delicadeza en una de las nasas de paja de arroz impermeabilizada con una capa de lodo.

A simple vista, el camino que conducía al territorio de pesca de Katsuro parecía un paseo de lo más agradable, rodeado de terraplenes herbosos donde crecían ranúnculos y serpenteando entre un doble biombo de cerezos silvestres, caquis, cañas y abetos azules. Pero el pescador no se dejaba engañar y sabía que en realidad se trataba de un sendero peligroso, que enseguida se llenaba de cárcavas con las lluvias, cuyas arroyadas abrían en la tierra grietas donde los pies quedaban atrapados como en un cepo. Era tolerable cuando Katsuro bajaba hacia el río porque llevaba las nasas vacías y podía concentrar toda la atención en por dónde pisaba; pero cambiaba mucho a la vuelta, cuando tenía que fijar la mirada a lo lejos para mantener equilibrada en los hombros la pértiga que cargaba con los cestos, que ahora rebosaban de agua y de peces; la mínima sacudida los despertaba de su letargo y se ponían como locos, algunos incluso lograban salir disparados fuera de las nasas a pesar de las gruesas mallas de tallos de loto trenzados con las que las cubría el pescador.

Katsuro se hizo daño en dos ocasiones.

La primera vez solo fue un esguince. Pese al dolor, y después de haber roto la pértiga por la mitad para hacerse dos muletas, había conseguido volver al pueblo. Pero tuvo que dejar abandonadas las nasas, ocultas debajo de largas hierbas lozanas que la lluvia había acamado y parecían de laca verde. Mientras cojeaba hacia Shimae, oyó a su espalda el roce de los animales del bosque que con toda seguridad iban a encontrar a sus peces y comérselos.

El segundo accidente fue más grave: se rompió un tobillo. Esa vez, con o sin muletas, le resultó imposible volver a ponerse en pie. Tuvo que resolverse a ir arrastrándose bocabajo, tirando del tobillo fracturado, hinchado y calenturiento, que le hacía gritar de dolor cada vez que rebotaba en las asperezas del camino. Además de lo que padeció el pie, reptar le arañó y desgarró las rodillas, los muslos y el vientre. Tiritando de dolor y de fiebre, Katsuro probó entonces a reptar por el otro lado del camino, cuyo borde tenían siempre encharcado las frecuentes crecidas del río y era más blando. Al principio lo alivió sentir que el frescor húmedo del barro le calmaba la quemazón de las heridas del cuerpo. Pero luego se encontró con una zona erosionada donde la ausencia de vegetación causaba bruscos desniveles en el terraplén arcilloso. Aunque lo obligasen a meterse en el río hasta que le cubriera la cara, a Katsuro no lo asustaban los desprendimientos visibles: lo peor acechaba en los tramos aparentemente llanos y compactos donde el Kusagawa había excavado grietas ocultas que estaban deseando desplomarse con su peso. Y eso fue lo que pasó, inmediatamente antes del recodo que formaba el río.

Una garza blanca, impávida, se quedó mirando cómo el hombre, pegajoso de barro y desfigurado por el dolor, se contorsionaba jadeante y luego, de repente, desaparecía en un chapoteo de lodo y agua.

Una de las manos se le quedó fuera del agua, arañando el aire, palpando desesperadamente el vacío en busca de un asidero cualquiera. Los dedos dieron por fin con lo que quedaba de la orilla y se aferraron al barro, donde se hundieron, pero la arcilla empapada se le escurrió entre las falanges y la mano volvió a caer, se mantuvo un instante más tendida hacia el cielo y luego, con un movimiento casi grácil, sin una salpicadura, pareció disolverse en el río.

En ese preciso momento, a la garza blanca le vibró la glotis; pero no hay que interpretarlo como una muestra de compasión del ave para con el pescador, ni mucho menos, fue una pura coincidencia entre la muerte de un hombre y un reflejo de deglución de una zancuda grande con fama, por cierto, de traer mala suerte.

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De estos hechos acontecidos en Shimae el vigésimo cuarto día de la tercera luna, las setenta y tres familias del pueblo recordaban sobre todo que Miyuki había hecho gala de una reserva y una dignidad de las que nadie la hubiera creído capaz.

Las mujeres de los pescadores, de hecho, tenían fama de quejarse mucho. Cuando no despotricaban contra el marido o contra los intendentes, protestaban por la calidad del mimbre que, según ellas, iba empeorando año tras año, con el resultado de que el Kusagawa tardaba dos o tres veces menos que antes en desbaratar las artes de pesca, siendo así que en realidad lo que estaba en tela de juicio era la habilidad de estas mujeres para trenzar las nasas.

Sacaban de lo más hondo de la garganta voces llorosas para reprocharle al marido que la pesca había sido escasa, que siempre tenía la ropa húmeda y se pudría antes que la de los campesinos, que por los agujeros de las redes se escapaban las mejores presas. O se lamentaban de lo mucho que tardaban los intendentes imperiales en encargar carpas nuevas para repoblar los estanques de Heian-kyō.

Sin embargo, con quien deberían haberla tomado no era con los intendentes, sino única y exclusivamente con Katsuro, que proporcionaba peces de una longevidad incomparable; tanto es así que la Oficina de Estanques y Jardines se planteó concederle la dignidad de Superior de las Carpas; pero como este título no había existido nunca (al menos los secretarios de la Oficina no habían encontrado rastro de él en ningún documento oficial), Nagusa se desanimó al pensar en los trámites tan numerosos y complejos que requeriría que se ratificara la creación de un nuevo cargo honorífico; por otra parte, Katsuro no pedía nada, iba de templo en templo con las cubetas llenas de carpas, seleccionaba el estanque más atemperado, echaba en él a los peces, se quedaba unos días vigilando que se aclimatasen bien (sentado sin moverse en la orilla, como en Shimae, con la diferencia de que aquí no estaba su mujer para llevarle arroz y ponerle por los hombros un manto de paja cuando refrescaba por la noche) y hacía recomendaciones sobre cómo alimentarlos y atraparlos sin que se asustaran para repartirlos por los demás estanques; si las carpas se asustaban, podían perder los reflejos de cuero charolado o bronce bruñido.

Camino de casa de Miyuki para comunicarle que Katsuro se había ahogado, los lugareños se esperaban una dolorosa escena. La pobre mujer se agarraría a ellos y lanzaría terribles imprecaciones contra los kami del río que le habían arrebatado a su marido, y contra Natsume y sus ediles que habían favorecido el comercio de carpas e incitado a Katsuro a capturar cada vez más peces y más fuertes y espléndidos; y puede que, en el colmo del dolor, Miyuki llegara incluso a maldecir al mismísimo emperador que exigía que sus piscinas siempre bullesen de carpas, siendo así que lo más seguro era que Su Majestad no se tomase nunca tiempo para solazarse a orillas de un estanque contemplando los peces, mientras se le metía en el agua la punta de la manga de color ciruela y oro.

Pero no ocurrió nada de eso; Miyuki dejó que los lugareños dijeran todo lo que tenían que decir y le contaran cómo había muerto su marido; en fin, lo que sabían, muy poca cosa en realidad; y luego se limitó a ladear la cabeza como si le costara creer sus palabras.

Cuando terminaron, lanzó un grito ahogado y cayó al suelo.

Se desplomó de una forma muy curiosa, como si se enroscara sobre sí misma a medida que los hombros se iban acercando al suelo. Mientras tanto, el grito se quedaba suspendido en lo alto de la espiral descendente que iba siguiendo su cuerpo. Al cabo de una fracción de segundo, pues así de breve había sido el grito, de la boca de Miyuki ya no salía más que algo así como una exhalación casi inaudible. Y luego sonó el golpe seco y mate de la frente al chocar contra el suelo, como el ruido de un cuenco de madera que alguien suelta y cae desde arriba, vaciándose de su contenido.

Los pensamientos de Miyuki se desparramaron como los miles de granos de arroz que forman en el cuenco una bola compacta, tibia y aromática. Recoger esos granos uno a uno para volver a meterlos en el cuenco es una tarea demasiado engorrosa. Por eso, cuando ocurre esa clase de accidente, es mejor pasar la escoba o baldear el suelo. Eso fue, más o menos, lo que hizo el cerebro de la mujer desmayada: la fuerza del golpe mandó al infierno todos los granos de arroz que constituían la actividad consciente de Miyuki (me­moria, emoción, percepción del mundo exterior, etcétera) y redujo su actividad a las meras funciones vitales.

Despojada de sensaciones, Miyuki yacía tranquilamente en la tierra batida. Los hombres la levantaron para echarla en la estera. Pesaba poco. Natsume se fijó en una mancha húmeda que se iba ensanchando por la ropa de Miyuki, a la altura del pubis. Al inclinarse sobre ella, reconoció el olor de la orina. Se preguntó si debía contárselo a los demás. Pero pensó que podría ser humillante para Miyuki. Y también recordó que la tela mojada de orina, al secarse, desprende un olor que recuerda al del pescado, y llegó a la conclusión de que nadie se sorprendería de que la ropa de la viuda de un pescador de carpas oliese un poco a pescado. Así que no dijo nada.

En plena noche, despertaron a Miyuki del embotamiento en el que se hallaba desde que se había desmayado los chasquidos secos que hacían los mercenarios (Natsume había reclutado a una decena para proteger Shimae de las posibles incursiones de los piratas chinos) al restallar en vacío la cuerda del arco como era costumbre en el Palacio Imperial, donde estaba prohibido subir la voz durante la noche y, por ende, pregonar las horas.

Resultaba que la hora del Jabalí daba paso a la de la Rata.[5] Había luna llena, cuya luz fresca proyecta las sombras como si fueran grandes bloques de tinta negra y brillante: hubiérase dicho que el pincel acababa de extenderla.

Miyuki abrió los ojos. Enseguida vio el cuerpo de Katsuro que los pescadores habían tumbado atravesado encima de una caja abierta para que escurriera, de forma tal que el agua fúnebre que seguía chorreándole de la ropa y el vello no manchara el suelo de tierra batida, una precaución inútil, puesto que desde el momento en que el cadáver de Katsuro había cruzado el umbral se daba por hecho que la impureza de la muerte había infectado toda la casa, los enseres (escasos como ya quedó dicho) que contenía, los animales (esencialmente unos patos que Katsuro trajo una vez del Kusagawa y habían tenido descendencia) y, sobre todo, a los lugareños, a los que habían traído sus restos y a los que iban a reunirse para el velatorio, al igual que a todos los que tuvieran que acudir a la casa durante los cuarenta y nueve días del período de luto.

La costumbre exigía que Miyuki pusiera a disposición de los visitantes un recipiente lleno de sal que pudieran echarse por encima para purificarse; pero ella no tenía ni la menor idea de qué recipiente sería el más apropiado (¿cuenco, escudilla, caldero?, ¿por qué no una hoja de loto ancha que recordara al río donde Katsuro se había dejado la vida?) y, de todas formas, casi no le quedaba sal y no tenía medios para comprar la necesaria para satisfacer las exigencias del ritual. Notó que la vida sin su marido iba a ser una serie de preguntas acuciantes a las que tendría que intentar responder sola. Enseguida se reprochó ese arrebato de egoísmo al pensar que la suerte que había corrido Katsuro no era más envidiable que la suya, al menos en esas primeras horas de su muerte que eran el período nebuloso en que las almas de los difuntos se empeñan en volver a la vida que han dejado y, al no conseguirlo, los embarga una intranquilidad rayana en la desesperación. Luego, todo dependía de cuál fuese la religión verdadera: si el camino hacia la verdad era sintoísta, Katsuro bajaría a la morada de los muertos, que, a imagen y semejanza del mundo de los vivos, tenía montañas, valles, campos y bosques, pero era infinitamente más oscura; allí, quizá, ocuparía el correspondiente lugar junto con los antepasados de la familia y velaría sobre Miyuki hasta que esta se reuniera con él; no era esa la peor hipótesis. Si la verdad era budista, el tiempo para andar errante entre la disolución de la vida anterior y la adopción de otra existencia sería bastante breve y Katsuro no padecería durante mucho tiempo la sensación desconcertante de haberse quedado sin su forma, su sustancia y sus sensaciones.

Alguien había llevado una pila de piedra llena de agua límpida junto con un cucharón de bambú para que Miyuki pudiera lavar y purificar el cadáver de su marido.

Al cabo de tres días, quemarían los restos del pescador de carpas en una pira construida en las afueras del pueblo. Retirarían los huesos de las brasas, empezando por los de los pies y terminando por la calavera, y los depositarían en la urna funeraria en ese mismo orden: así se le ahorraba al difunto la incomodidad y el ridículo de acabar cabeza abajo. Luego se inscribiría el nombre póstumo de Katsuro en una tablilla que Miyuki colocaría en la repisa de los espíritus. La urna permanecería cuarenta y nueve días en su casa, recibiría ofrendas de flores, de comida, de incienso y de luz, se harían libaciones en su honor, y por último la en­terrarían y ya no quedaría ni rastro del pescador de carpas.

Miyuki acarició suavemente el cadáver de Katsuro, sin poder evitar preguntarle a media voz si el agua que le derramaba por la piel no estaba muy fría y si le estaba pasando la mano mojada por donde tanto le gustaba que lo tocasen; ya no podía guiarse, como antaño, por los gruñiditos de satisfacción de su marido que le acotaban el recorrido de los dedos y la presión de las yemas.

El pescador, enfundado en barro, se asemejaba a una pieza de alfarería, a una tinaja alargada de arcilla cocida cuyas grietas se borraban y rellenaban bajo la palma húmeda de la mano que les daba masaje. Miyuki aprovechó que no la miraba nadie para, por última vez, apoyar los labios en la prolongada asta del sexo, que se había quedado extrañamente frío.

El sabor a tierra la sorprendió. Cuando estaba vivo, al madurar dentro de la boca de Miyuki, la verga de Katsuro sabía a pescado crudo, a brotes de bambú tiernos y tibios, y a almendras dulces cuando por fin liberaba sus jugos. Ahora, bajo la lengua de la joven viuda, aquel sexo estaba desabrido y lleno de limo como los estanques de los templos de Heian-kyō, cuando la Oficina de Estanques y Jardines los mandaba vaciar para mondarlos.

Miyuki había querido a ese hombre. No es que fuera un gran amante; pero ¿qué sabría ella, al fin y al cabo, si solo lo había conocido a él? La turbaba esa forma silenciosa que tenía de aparecer a sus espaldas para cogerla por los hombros, arañándole la piel con las uñas; el aliento enrollándosele en torno al cuello, con aquel olor algo fuerte a fruta madura y a cuero mal curtido; y la rodilla presionándole la parte inferior de la espalda para abrir la túnica y dejar al aire una zona de piel contra la que frotaba entonces el sexo como si formase, con la mano, rollitos de tortilla. No gozaba sin ella, pero sí antes que ella, y de forma distinta.

Cuando Katsuro se marchaba al río, Miyuki volvía a acostarse para revivir cada fase del simulacro de ­depredación por el que acababa de pasar —la aproximación callada, el salto, la captura, el desmembramiento, la manducación, la saciedad, la huida en la noche—: imaginarse que la había atacado un animal salvaje bastaba a menudo para satisfacerla; las aletas de la nariz se le ponían azules y le palpitaban; la respiración, acelerada, semejaba un silbido; el sudor brotaba como un rocío entre los pechos; la garganta se brindaba como para que la mordieran; soltaba un grito breve y ronco; parecía que la piel del rostro se le tensaba; se ahogaba; y, de pronto, llegaba la liberación; arqueaba levemente la espalda, le brotaba de los labios un prolongado silbido: esa era su forma de gozar, parecida al suave resbalar del Kusagawa por su lecho de hierbas mojadas.

Le pareció también que a su marido le había crecido el cuerpo. Quizá se debía, bien pensado, a la relajación de la muerte, aunque esa relajación no figurase entre los nueve estados de transformación del cadáver que enseñaban los monjes.

Para velar el cadáver, Miyuki se disfrazó de ave: con el cuello estirado hacia delante y los brazos separados del cuerpo, anduvo por la habitación a pasos cortos y rápidos, describiendo círculos, y les hizo reverencias a las otras mujeres antes de ponerse a brincar de un lado a otro; soltó el grito penetrante «kroooh, kroooh, kroooh», el trompeteo gangoso de la grulla común, para ayudar al alma de Katsuro, el alma que supuestamente se comporta como un ave, a emprender el vuelo hacia Takama-no-hara, la alta llanura del cielo.

Katsuro, sin embargo, no creía ni en dioses ni en presagios. Nada le había impedido colocar las nasas cuando los demás pescadores se quedaban confinados en casa so pretexto de que era un día nefasto o tenían que respetar alguna prohibición religiosa. Katsuro solo consideraba prohibidas las violentas crecidas del Kusagawa, cuando las carpas se pegaban al lecho del río.

No era de esos hombres que hacen preguntas. Ni a sí mismo ni a nadie. A menudo decía que sí; algunas veces que no: pero prácticamente nunca preguntó ni dónde ni cuándo ni cómo ni por qué. Sin embargo, sí que debió de mostrar, en la primera infancia, la misma curiosidad que cualquier otro niño; pero, según fue creciendo, se convenció poco a poco de que no servía de nada estar al tanto de los entresijos de las cosas porque de todas formas no podía cambiar nada. Sus pensamientos se volvieron tan lisos como las rocas que emergían en la parte baja del río, y también herméticos al cansancio, al desánimo y a la apatía, emociones que a la larga desgastaban la energía de un pescador de carpas seguramente más que el agua que corroía poco a poco los derrubios a orillas del Kusagawa.

Katsuro nunca les había preguntado a los oráculos si tal o cual noche sería propicia para capturar carpas: estarían allí o no estarían; y nada más. Puede que el color y la forma de la luna tuviesen alguna influencia sobre el estado de

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