Viajes con un mapa en blanco

Juan Gabriel Vásquez

Fragmento

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A manera de prólogo

En el mes de marzo de 2016, el profesor Oliver Lubrich, experto en la vida de Humboldt, las tragedias de Shakespeare y el Bayern Munich, me invitó a ocupar una cátedra en la Universidad de Berna con una sola misión estupenda y a la vez temible: hablar, durante catorce semanas, del arte de la novela. Berna era para mí la ciudad de Robert Walser, que no había nacido en ella ni en ella moriría, pero que la había cubierto con sus caminatas y había escrito en ella buena parte de su obra. Entre sus páginas más misteriosas, según supe pronto, estaban sus microgramas: aquellas prosas que escribió en una letra tan pequeña que se necesitaron muchos años, mucha erudición y muchos lentes de aumento para descubrir lo que allí se decía. Cuando Reto Sorg, que es probablemente el hombre que más sabe de Walser en el mundo, me invitó a verlos, me interesé como se hubiera interesado cualquier lector de El paseo que conociera la leyenda de aquellas escrituras, pero nunca imaginé que la experiencia de tener esos papelitos frágiles en la mano me fuera a causar una impresión tan fuerte. Eran trozos recortados de viejas facturas, o de esquinas de periódicos, o de cartas de editores. Walser había llenado los espacios disponibles con caracteres Kurrent, la antigua grafía alemana que venía del medioevo; y en esas letras de líneas rectas de dos milímetros como máximo escribió su obra bernesa, incluida la de los años que pasó en el sanatorio Waldau, cada vez más solo, lidiando con un diagnóstico de esquizofrenia catatónica. Parte del misterio de los microgramas, me explicó Reto Sorg, se debía al hecho de que hubieran tardado tanto en salir a la luz pública. ¿La razón? Carl Seelig, ejecutor testamentario de Walser, creía que podían dañar la imagen de su autor. No me pareció difícil entender por qué: un observador cualquiera los hubiera tomado por los papeles de un loco. Yo supe, en cambio, que difícilmente volvería a ver un rastro más triste y conmovedor y melancólico del solitario paso de un escritor por el mundo.

La obra de Robert Walser es una puesta en escena de las preguntas que nos planteamos todos los lectores de novelas, por no hablar de los que intentamos escribirlas, en algún momento de nuestras vidas: ¿para qué hacemos lo que hacemos? ¿De qué sirve esta oscura compulsión, la de sumergirnos en los destinos íntimos de hombres y mujeres hechos de palabras, la de entregarnos de manera voluntaria, durante horas y horas, a estos artificios? Los microgramas de Walser son una respuesta indirecta: escribimos porque no nos queda más remedio; lo seguiremos haciendo aunque fracasemos, aunque nos falten las condiciones económicas, el respeto de los que nos rodean e incluso los materiales mínimamente adecuados: papeles que no sean facturas viejas y lápices que no estén mal tajados. Pues bien, de eso hablé —directamente o no— durante las catorce semanas de mi curso: de esta compulsión encarnada en algunos de los grandes especímenes que ha producido lo que llamamos el arte de la novela. A mis alumnos les hablé del Lazarillo de Tormes y de La señora Dalloway, de Don Quijote y de En busca del tiempo perdido, de mis maestros latinoamericanos y de los años de entreguerras, que son como una mina que no hemos agotado. Les pedí que me creyeran cuando les decía que Madame Bovary era en realidad una tragedia de Shakespeare y Hamlet, una novela de Dostoievski. Y en cierto momento de la temporada, uno de ellos se lamentó en privado de que ese inventario de opiniones arbitrarias no estuviera recogido en un solo lugar.

Este libro es un intento por construir ese espacio. Todos los ensayos que lo componen han sido escritos durante los últimos ocho años, y la misma idea los atraviesa: averiguar, de formas más o menos directas, qué es esto que llamamos novela, qué nos hace y cómo lo hace y por qué ha sido importante que lo haga (si es que lo ha sido) y por qué puede ser lamentable que deje de hacerlo (si es que deja de hacerlo). Con una salvedad, tienen en común la circunstancia de haber nacido para la lectura o pronunciación en voz alta. Son, o fueron en el momento de su origen, palabra hablada. Pensar en literatura en voz alta tiene algo de conversación, aunque sea a posteriori: el ensayista, como el poeta, prueba sus materiales frente a un público, nota reacciones, hace cambios más o menos importantes, y así va afinando las ideas y atenuando los énfasis. El ensayo es también una declaración de pasiones o antipatías: busca permitir que emerjan en el lenguaje las intuiciones del lector mudable y tornadizo (pero no sé si haya otro).

Un novelista que escribe ensayos, y en particular si esos ensayos hablan del arte de la novela, es como un náufrago que manda coordenadas: quiere decirles a los demás cómo pueden encontrarlo. También, por supuesto, quiere encontrarse a sí mismo; en otras palabras, saber cómo debe leer las novelas que escribe. El ensayo es una exploración, una tentativa, una averiguación, y el novelista escribe para descubrir y trazar los límites de sus conocimientos y la forma de sus certezas. En ese sentido, podría decir uno, es un género confesional. Estos ensayos son rastros de esa vida anómala que tenemos los novelistas, esa vida paralela que escribimos, o que vamos escribiendo, al leer los libros de los otros. La crítica es una forma de la autobiografía: el escritor escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas. Esa frase memorable es de Ricardo Piglia, que llevó el ensayo literario de nuestra lengua a lugares inéditos y en más de un sentido cambió nuestra forma de leer, lo cual es sin duda uno de los grandes regalos que puede darles un autor a sus lectores. La conversación con Piglia era una aventura y, en el sentido más noble de la palabra, un espectáculo. Desde el momento en que lo conocí, en septiembre de 2000, hasta su muerte prematura en los primeros días de este año en que escribo, esa conversación fue uno de mis privilegios, tanto en privado como en público. Durante el último de nuestros encuentros, en Colombia y un año antes de su muerte, Piglia me dijo que un libro, para él, era sobre todo el recuerdo de su lectura, de las circunstancias de su vida en que esa lectura se produjo. Uno puede no recordar el contenido del libro, me dijo; pero si ese libro fue o es importante, recordará siempre el lugar donde lo leyó y las cosas, buenas o de las otras, que estaban pasando en su vida en ese momento.

Acaso no haya manera mejor de presentar esta compilación a los lectores (o de invocar su simpatía y agradecer su escaso tiempo) que esta declaración: Viajes con un mapa en blanco se compone sólo de libros cuya lectura está asociada en mi recuerdo a un lugar y a unas emociones. Uno de los libros que no aparecen aquí es el primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi. Lo estaba leyendo yo en mi casa de Bogotá cuando supe de la muerte de Piglia. Por una especie de atavismo posmoderno, de superstición de la era tecnológica, tomé de inmediato la foto que pudiera recordarme esta coincidencia banal cuando el tiempo hubiera pasado. Y ahí está entonces el libro de Piglia, al lado de uno de Ford Madox Ford que sí aparecerá con frecuencia en estas páginas, y debajo de un mapa antiguo de una Colombia incompleta, regalo de mi amigo Jacobo Lince. Son las coordenadas vitales de un lector; y sólo un lector entiende que un libro es a veces el único testigo de nuestros tiempos perdidos, y la relectura es la única manera de volver a visitarlos. Estos ensayos quieren ser, entre otras cosas, una invitación a ese viaje imposible.

J. G. V.

Berna, junio de 2017

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Primera parte

A partir de Cervantes

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Viajes con un mapa en blanco

En enero del año 2012, como he contado ya en alguna parte, el escritor Santiago Gamboa y yo tuvimos el placer de hablar en público con Carlos Fuentes, el autor de varias de las páginas que han dado forma a nuestra vida de lectores. Hacia el final de la conversación, Gamboa le preguntó a Fuentes cuáles eran las cinco novelas que todo el mundo debía leer. Fuentes, enteramente vestido de blanco, fue estirando uno por uno sus largos dedos de pitonisa, esos dedos ya torcidos por la edad y la dureza de las teclas que escribieron las ochocientas páginas de Terra Nostra, mientras decía con voz de mantra:

—El Quijote, el Quijote, el Quijote, el Quijote y el Quijote.

Virginia Woolf dice que leer Hamlet todos los años y anotar nuestras impresiones es como escribir nuestra autobiografía, porque a medida que vivimos nos damos cuenta de que Shakespeare también habla de lo que acabamos de aprender. Frente a Don Quijote, los años y las lecturas me han traído la convicción escandalosa de que la novela no es, como lo creí alguna vez, el mejor instrumento jamás inventado por el ser humano para explorarse a sí mismo, sino que las cosas son mucho más simples: el ser humano es el mejor invento de la novela. Utilizo la palabra invento sin olvidar lo que tanto le gustaba a ese gran heredero de Cervantes que fue Henry Fielding: en su origen latino, inventio significa descubrimiento. Inventar, lo que (me dicen) hacemos los novelistas, es descubrir: descubrir lo humano, des-cubrir zonas ocultas de lo humano, ir a esos lugares de nuestra condición y nuestra conciencia adonde no se podría ir de otra forma y luego regresar para contar lo que hay en ellos: he aquí la virtud de la novela, lo que la hace central e irremplazable.

¿Pero qué significa eso exactamente? ¿Cuáles son esos lugares a los que sólo la novela puede llegar? Suele aceptarse que Cervantes comenzó a escribir Don Quijote durante el último lustro del siglo XVI. Es un mundo nuevo: en los cien años anteriores, ha surgido un nuevo continente del otro lado del mar, y nuestra Tierra no es la que era; pero además ha comenzado a girar alrededor del Sol, rompiendo una costumbre inveterada que era mucho más que una costumbre: era una teología. Los descubrimientos de Colón y Copérnico han echado abajo varias de nuestras certidumbres, varias de las verdades incontrovertibles sobre las cuales hemos construido hasta ahora nuestra noción de nosotros mismos y (también) de nuestros dioses. Cervantes, creo yo, es parte de ese conjunto de revoluciones: Don Quijote, igual que Colón y Copérnico, descubre un territorio nuevo, y sus descubrimientos minan de formas más o menos sutiles las tercas jerarquías. Un día de 1600, en Italia, Giordano Bruno muere en la hoguera de la Inquisición por —entre otras razones— creer en la posibilidad de varios sistemas solares; al mismo tiempo, en España, Cervantes se abre camino en territorios igual de invisibles, igual de ilusorios, igual de reales. Y todo pasa por una transformación apenas perceptible en nuestra mirada: la mirada hacia el otro.

La relación que Cervantes nos pide establecer con sus personajes trae consigo una callada revolución en la ficción en prosa. Es una revolución que acaso no lo parezca; una revolución subterránea que hoy resulta difícil ver porque nos hemos acostumbrado a sus consecuencias, a sus conquistas. Pero basta con echar un vistazo a lo que hubo antes. Ni en los libros de caballerías, ni en las leyendas artúricas de Thomas Malory, ni en las ficciones de la Antigüedad —Apuleyo o Heliodoro, por poner dos ejemplos—, nos habían pedido que nos involucráramos de esta manera precisa con las realidades de hombres y mujeres que no eran ni dioses, ni nobles, ni héroes, ni criaturas de la fantasía como aquel pobre Lucio convertido en asno. El invento de Cervantes nos pide aceptar que el hombre común y corriente, el compañero de nuestra cotidianidad, es una criatura de complejidades sin fin, contradictoria, impredecible y ambigua, dueña de una profundidad y un interés que no están al alcance del ojo, sino que yacen detrás de mil velos a la espera de que los descubramos. Aceptemos esta generalización que no por grosera y tosca parece menos verdadera: para la ficción en prosa antes de Cervantes, los hombres y las mujeres que pueblan el mundo son seres unívocos y coherentes, y carecen de esa dimensión interior que lo convierte todo en problema. (Del héroe caballeresco escribió Vargas Llosa, famosamente, que su psicología suele ser tan compleja como la de su caballo.) Un antecedente probable es el Lazarillo de Tormes, cuyo autorretrato de un individuo descastado puso a los hombres de su tiempo a preguntarse por primera vez cómo eran los demás por dentro, y las consecuencias de semejante revuelta —y los retratos que allí se hacen de la nobleza y la Iglesia católica— hicieron que Fernando de Valdés llevara el libro a los índices de la Inquisición. De hecho, creo que es posible ir más allá: sin ese librito anónimo, Cervantes, que lo leyó bien, no hubiera sabido acaso llegar al Quijote. En otras palabras: con el Quijote comienza todo, pero nada hubiera comenzado sin el Lazarillo. Pero lo importante es que el Quijote toma los caminos sugeridos por el autor anónimo del Lazarillo y los convierte en una visión más amplia, una manera de estar en el mundo que lo baña todo por igual: la manera de la empatía.

En Los testamentos traicionados Kundera dice algo que siempre me ha gustado:

La sociedad occidental se suele presentar como la sociedad de los derechos del hombre, pero antes de que un hombre tuviera derechos, se tenía que constituir como individuo, considerarse individuo y ser considerado como individuo; y eso no habría podido pasar sin la larga experiencia de las artes europeas, y en particular el arte de la novela, que enseña al lector a sentir curiosidad por los otros y a tratar de comprender verdades distintas de la suya propia.

Así es: la novela crea nuestra noción de individuo. Al enseñarles a sentir curiosidad por los otros, al adiestrarlos en el intento por comprender verdades distintas de la suya propia, la novela abrió un espacio nuevo en las vidas de sus primeros lectores: en sus vidas íntimas, pero también en sus vidas de ciudadanos. Nabokov es implacable en su desprecio por los lectores que buscan identificarse con los personajes de la ficción; yo tengo para mí que ese proceso, menos ingenuo de lo que suele creerse (y también más peligroso), por el cual habitamos las coordenadas vitales de otro, del otro, constituye una forma de conocimiento irremplazable y a veces aterradora. La revolución de la novela, que ve y piensa a los personajes desde dentro, depende de una poderosa prestidigitación de parte del libro y de un bellísimo grado de superstición de nuestra parte; el resultado es que las realidades de la ficción nos interrogan, nos interpelan, nos obligan a cuestionar nuestras creencias más firmes y, al hacerlo, a descubrirnos. Desde dentro, insisto, y más bien debería decir: al mismo tiempo desde dentro y desde fuera. La tragedia griega nos permite asistir desde fuera al sufrimiento humano; cuando Shakespeare pone a hablar a sus personajes, abre una ventanilla hacia su conciencia que nunca habíamos tenido. Pero sólo en la novela, o en las lecciones que la novela recibe del Lazarillo y de Cervantes, tenemos la posibilidad de saber plenamente (no mirando a través de ventanillas, sino entrando en la casa y ocupándola) lo que ocurre en las zonas invisibles de los otros.

Las novelas son sondas morales. Las enviamos a lugares oscuros o desconocidos; las iluminaciones que nos traen nos permiten un renovado aprendizaje del mundo, de sus complejidades y las nuestras, de la ambigüedad, multiplicidad e inestabilidad de nuestro carácter. Ford Madox Ford dijo lo mismo de otro modo en un libro maravilloso y menospreciado.[1] La novela, escribió, se ha vuelto indispensable para la comprensión de la vida: es la única fuente a la cual podemos dirigirnos para verificar cómo viven los demás su vida entera. Y agrega: «Uso las palabras “vida entera” después de cuidadosa consideración». Tengo para mí que se refiere a la posibilidad de la novela de acceder a las vidas completas, no parciales, de los otros: a la posibilidad de verlos por dentro, no sólo por fuera: a la posibilidad de penetrarlos, estudiarlos, comprenderlos en todas sus dimensiones. Y a la posibilidad, maravillosa y aterradora, de conjugar todos estos verbos en la primera persona del singular.

Pero no siempre fue así. Para Ford, la novela comienza a descubrirse —es decir, a reconocer sus talentos, sus virtudes y su campo de acción— con Diderot y enseguida con Stendhal. Es su siguiente gran salto adelante. «Consistió», escribe Ford, «en el descubrimiento de que las palabras puestas en boca de un personaje no tienen por qué considerarse como parte de las opiniones del autor». Ford, me parece, no había entendido Don Quijote; pero pasémoslo por alto, porque lo interesante viene después. Escribe Ford:

En ese punto fue repentinamente obvio que la Novela como tal era capaz de ser considerada como medio para una discusión profundamente seria y de muchos lados, y por lo tanto, como medio para una investigación profundamente seria del caso hu

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