Contra todo esto

Fragmento

libro-3

 

Cada vez que nace algo nuevo

salen detrás todas las jaulas.

FRANZ KAFKA

¿No notas que se ha movido el silencio?

LUIS PIMENTEL

Hoy es preciso un alto en la derrota.

JAVIER EGEA

—Hola —dijo el controlador—,

sáquese las alas y siéntese.

PHILIP K. DICK

En el cielo, pavimentado de indiferencia, las jaulas andan detrás de las palabras que aún quieren decir. Extraña esta palabra furtiva que se posa en mi hombro, y que se deja escribir sin miedo: vergüenza.

Ya no puedes dejar de mirar lo que no está «bien visto».

Lo que no se deja ver, lo que no se puede ver, lo que sería mejor no ver.

La vergüenza te ayuda a ver.

No es un desenlace, es el principio.

El primer paso para detectar una injusticia es que comparezca el sentido de la vergüenza. Es lo que va a hacerla visible como injusticia. Hay un sensor muy especial que transforma ese golpe óptico de la vergüenza en partícula de conciencia. Ese desequilibrio eficaz que Victor Hugo vislumbró como «la posibilidad de una lágrima en los ojos de la ley», en una de esas épocas miserables, distópicas, en que la tarea de la verdadera justicia no es cumplir la ley, sino liberarla de ella misma. Fue la vergüenza, en estos últimos años en España, la que desactivó la suspensión de las conciencias ante injusticias miserables como la de los desahucios de personas ancianas y familias pobres, las mismas que enferman o mueren por un mal fuego, el «incendio de frío» de la pobreza energética.

¿Por qué ahora? ¿Por qué escribir esto contra Todo Esto? ¿No estarías mejor en tu torre de marfil? Lo que escribió en una carta Gustave Flaubert a Iván Turguéniev en 1872: «Siempre he procurado vivir en mi torre de marfil, pero una marea de mierda bate sus muros hasta el punto de derrumbarla. No se trata de política, sino del estado mental de Francia». ¿Cuál es la causa de semejante malestar? En la carta, Flaubert cita un síntoma del malestar: el desdén cultural, y en concreto por la literatura, en el nuevo programa de instrucción pública.

Qué contemporáneo suena. El desdén por la enseñanza y las llamadas «humanidades». Por la enseñanza que consiste en enseñar a pensar. Pero Todo Esto va más allá. El estado mental es un Estado de Vergüenza. Una avalancha de mierda que sacude el mundo. Pero en las torres de marfil, como en los camarotes de lujo de los Titanic del presente, están acomodadas las conciencias en suspensión. Los pasajeros de una modernidad regresiva. El triunfo del pensamiento grosero, descivilizador, de entusiasmo halconero. El avance de un progreso retrógrado, en el que las grandes cifras en vuelo ocultan a las personas y oscurecen el cielo. Un nuevo autoritarismo ebrio de popularidad y gloria estadística y virtual. Un régimen de la distopía.

Nacimos en un país destartalado, donde no había mejor lugar para vivir que el futuro. Mis mayores habían conocido la guerra y el hambre de posguerra. La vida en nuestra infancia era todavía muy precaria. La emigración, el trabajo a destajo, y una atmósfera política y cultural humillante, donde la boca era para callar y los ojos para no mirar, y donde el refugio era la música, la lengua secreta y la risa popular. Los barcos y los trenes solo eran puntuales para marchar. Hacia América o Europa. Cuando mirabas la Línea del Horizonte, a veces pensabas que estaba más cerca América que Europa. Pero el futuro, estuviese donde estuviese, estaba con nosotros. Era algo que nos pertenecía, un tiempo que podíamos producir. La propiedad más valiosa.

Podría decir ahora que esa producción de tiempo tenía el sentido de la utopía. Me encontré con esa palabra en el instituto, estudiando bachillerato, pero es verdad que resultaba próxima, casi táctil. Cada descubrimiento, cada libro que abrías y te abría, cada amistad creativa, cada abrazo en la orilla, la primera revista poética en ciclostil, la mirada de Anna Magnani en el teleclub, el concierto de Zeca Afonso antes del 25 de Abril, aquel recital de Uxío Novoneyra en un hospital («Todo lo que le ha pasado al ser humano me ha pasado a mí»), todo parecía pertenecer, o así lo recuerdo, a una producción utópica. También la memoria laboriosamente rescatada, como el tiempo en el reloj de Kropotkin, el príncipe anarquista de La conquista del pan, ese reloj que le regalaron las cigarreras coruñesas en huelga y que llevaba como única posesión el día de su muerte. El mapa borrado de la ciudad, de las escuelas racionalistas y laicas, de los ateneos libertarios y las bibliotecas populares, con los tomos de la geografía ecológica de Eliseo Reclus («El ser humano es la naturaleza tomando conciencia de sí misma») en el centro justo del asombro, y luego enterrados para no ser quemados. Y Eliseo Reclus, que lo inspiró, nos llevó a Ebenezer Howard y su Tomorrow (Mañana: un paso pacífico hacia una reforma real), la propuesta de ciudad-jardín, una utopía táctil, sí, que casi podías tocar: la ciudad ideal de los círculos concéntricos con su escuela, su biblioteca y el espacio de la asamblea, en el centro. También ese pasado formaba parte del futuro. De la misma manera que las huelgas por los derechos laborales en los combativos astilleros de Ferrol o las luchas estudiantiles en la Universidad de Santiago, en el frío del invierno del 68, antes de estallar la primavera en Francia. Había también caminos dispares, miserias, sectarismos, pero eran parte de ese afán de utopía. Los «errores equivocados». Se debatía mucho, el día y la noche, pero nadie hubiera desahuciado la esperanza.

En aquel tiempo no se hablaba nunca de distopía. Cómo se iba a hablar, si en España estábamos librándonos de ella, de una distopía de décadas, pesada como una losa sepulcral con epitafio nostálgico de un imperio fracasado. La democracia, el Estado de bienestar, «entrar» en Europa, eso, entonces, era pensamiento utópico. En mi vecindario, y doy un salto atrás, había un anciano cascarrabias que vigilaba día y noche su higuera, de los mirlos y los niños, y que, el primer día de verano, al terminar la escuela, cuando íbamos cantando y estrenando alegría hacia la playa, «Gira, il mondo gira, nello spazio senza fine», era él quien giraba el bastón y gruñía apocalíptico: «¡Ya vendrá el invierno, ya!». Teníamos la utopía a unos pocos metros. Los cuerpos deseando desnudarse bajo el sol. El mar esperándonos con su fuelle de acordeón. Por un momento, atónitos, dejábamos de cantar. Y el mundo paraba de girar. Cada vez que oigo hablar de distopía, o de la inutilidad utópica, siempre me viene a la cabeza el viejo resentido y su profecía enojada.

Y ahora la distopía está en la atmósfera. Es el ruido de las jaulas, como un zumbido de drones, que corren a atrapar las palabras salvajes, inconformistas, del pensamiento indócil.

Había vivido de adolescente los estertores de una dictadura totalitaria, que la historiografía denomina franquista, personalizándola en el tirano como si fuese solo cosa de un gerifalte endiosado y enfermo de poder. Es verdad, era un capo canalla, con ínfulas intelectuales, autor del guion de Raza, intérprete mediocre de su propia película, Franco, ese hombre, y admirador de los filmes de Walt Disney. Sus obras completas son de un género cruel, con miles de personajes todavía desaparecidos en cunetas y fosas comunes. Cayeron de la tierra para abajo, en la psicogeografía del terror descrita con precisión poética por César Vallejo. Y así, con sangre, firmó sus verdaderas «últimas voluntades». Las cinco penas de muerte del 17 de setiembre de 1975. Pero Todo Aquello era un régimen encanallado, donde se humillaba al pueblo haciéndolo partícipe del elogio de la servidumbre. Una mafia empotrada en el Estado, que llegaba hasta la última ventosa de los tentáculos del poder, y que se fundió sin rendir cuentas, más bien ganándolas, en aleación con el nuevo Estado.

Ya no había un dictador, vivíamos la Transición hacia la democracia, pero como periodista, a los veinte años, en 1977, y ya promulgada la ley de Amnistía, fui detenido por orden de un juez militar. Una operación demasiado aparatosa para un «meritorio»: la Policía Militar, con metralletas, rodeando el domicilio familiar, para terror de mi madre, que lo había vivido, el terror, de niña en 1936. Se me abrió un proceso por delito de sedición. El motivo: un reportaje, contrastado, sobre una intoxicación alimentaria masiva en un cuartel. Se me preguntó si era antipatriota y dije que no. Nunca entendí que tenía que ver la intoxicación con la patria, y no pretendo hacer ningún chiste. Si lo cuento es por ilustrar con una experiencia la naturaleza convulsa de aquella Transición. No soy de los que la caricaturizan como un simple baile de disfraces. Sería una desinteligencia por mí parte. En 1981 se produce el intento de golpe de Estado del 23-F. En esa circunstancia, aparezco, y es otra perturbadora viñeta personal, en una lista de «elementos» a eliminar en Galicia. Por alguna razón, la palabra «elemento» siempre me puso en guardia. En esa lista, que llegó a publicarse, había cerca de mil «elementos». En el diccionario de María Moliner encuentro la acepción de «Cuerpo químicamente simple: Tabla de elementos». Los nominados podríamos constituir una «tabla de elementos». Creo que se ajusta más esta otra: «Se usa muy frecuentemente con los adjetivos y expresiones “sospechoso, indeseable, peligroso, de cuidado”, etc.». Escribo desde esa posición. La de ser un elemento. Un elemento de cuidado.

No, no comparto esa visión de la Transición como una rehabilitación arquitectónica del vetusto ruedo ibérico con fachada democrática de cartón piedra, y que de venir un huracán, y tumbar el decorado, veríamos un remake del franquismo. Es una visión superficial e injusta, porque, para empezar, concede todo el protagonismo de la Transición al maquiavelismo estatista, y desvaloriza o ignora todas las luchas sociales en ese cambio histórico. No hubo ningún favor. Cada paso importante tuvo su coste en dolor y represión. Lo que hay de democracia avanzada en la Constitución («España se constituye en un Estado social democrático de derecho», esa parte secuestrada), y lo que se conquistó de Estado de bienestar, sobre todo en salud, enseñanza y pensiones, son ahora avances amenazados por el capitalismo caníbal. Esto es así, así me parece, pero lo que tampoco puedo compartir es esa otra versión de conformismo embelesado que defiende la Transición como una obra de ingeniería política modélica, la mejor partida de ajedrez de la historia mundial.

Ese conformismo acrítico ha impedido ver las graves averías de Todo Esto. La dictadura se zanjó con una impunidad total. Una impunidad encofrada en silencio. Muy poco se ha hablado, casi nada, de la vida confortable de represores y verdugos; del abandono institucional de las víctimas y las personas desaparecidas; del desentendimiento por los bebés robados, muchos arrebatados a sus madres en las cárceles; de la desatención a las familias expoliadas de dinero y bienes; de los trabajos forzados de los presos políticos en empresas que hoy, algunas, todavía cotizan prósperas; del olvido de las víctimas de los campos de exterminio nazis, a quienes incluso se les privó de la condición de «españoles»; de la gente a la que se le castró la libertad de creación cultural, la ignorancia de la obra universal del exilio; de la fortuna acaparada por la patriótica familia del dictador, con una milagrosa posesión de bienes del patrimonio público, desde esculturas de la catedral de Santiago y pilas bautismales románicas hasta el Pazo de Meirás, el lugar gozoso de la escritora Emilia Pardo Bazán y hoy convertido en un almacén de trofeos de caza. ¡Ay, la caza, la ideología del Estado de Vergüenza!

La impunidad total ha conllevado la impunidad moral. Si se mantuvieron todos los privilegios; si, por ejemplo, los jueces del Tribunal de Orden Público, la Inquisición franquista, continuaron «impartiendo justicia», y en su mayoría, diez de dieciséis, ascendieron al Supremo y a la Audiencia; si no se establecieron controles y leyes de transparencia para garantizar una democracia eficaz y honesta, ¿cómo esperar que, de repente, los principios éticos determinasen las relaciones entre políticos y empresas? ¿No era ingenuo pensar que la gestión del sector público y la posterior privatización de las «joyas de la corona», las mayores y más rentables empresas, se regirían por la lealtad y la honestidad debidas al patrimonio de la nación?

TODO ESTO ES CANALLOCRACIA. Todo Esto es rapiña y corrupción. La poesía es información básica para ir a la esencia de una época, por más que se la ignore. El termino canallocracia fue acuñado por Rubén Darío, que definió a sus integrantes con criminal precisión poética: «De rudos malsines, / falsos paladines / y espíritus finos y blandos y ruines, / del hampa que sacia / su canallocracia». Cambió el régimen, pero el estamento hampesco se mantuvo. Está ahí, actuando, en continua metamorfosis. Una parte fue detectada y, no sin obstáculos cómplices, está siendo juzgada. Pero fue imposible trazar una línea roja, ese acuerdo de consenso y emergencia, y la corrupción se ha encostrado como una identidad delictiva, con una democracia corroída, donde el dinero corruptor ha financiado campañas electorales e incluso ha servido a los corruptos para pagarse campañas de buena reputación en Internet. Es propio de la canallocracia cuidar mucho su imagen.

En el año fronterizo de 1975, el pintor Reimundo, que era en sí mismo una vanguardia, me llevó a un taller, con un altillo discreto, donde me presentó al poeta Georg Trakl, muerto en 1914, a Philip K. Dick, que aún vivía, y al joven Franz Kafka, que estaba y no estaba muerto.

Trakl estaba muy afectado, a pesar de estar muerto. Como médico, había tenido que atender sin medicamentos a decenas de heridos graves en la batalla de Grodeck. Allí escribió un poema, uno de los mejores informes sobre la Gran Guerra: «Hacia la noche, los bosques otoñales resuenan / con armas mortales…».

Los tres estaban allí porque compartían el horror a la historia del mundo como una sucesión de carnicerías bélicas. Ese sería el resultado inevitable si se consolidase un dominio distópico en lo porvenir, y que Phil Dick nos describió así: «La sumisión totalitaria a una burocracia industrial-militar despiadada».

Franz Kafka permanecía en un silencio pálido. Pero al hablar, la mirada se avivó. Iba por delante de las palabras. Y lo hizo, el hablar, con un cierto sonrojo:

—¿Cómo podrás disfrutar del mundo si no es refugiándote en él?

Porque quiero disfrutar del mundo, correr hacia él y no huir, escribo contra Todo Esto.

Porque no espero milagros de los Gobiernos, pero detesto a quienes los utilizan como máquinas de desesperación, escribo contra Todo Esto.

Porque mi identidad es la de la emigración y el exilio, mi partida de nacimiento, un certificado de náufrago, y mi patria la de la «maldita estirpe» de Cervantes, esa boca de la libertad que se abrió para decir: «Yo no estoy preñado de nadie ni soy hombre que me dejaría empreñar del rey que fuese».

Esa boca, la de la libertad, escribe contra Todo Esto.

TODO ESTO ES DESCIVILIZACIÓN. La caída del Muro de Berlín, el fracaso del herrumbroso y totalitario imperio soviético, el triunfal neoliberalismo, ese período histórico fue saludado como el comienzo apoteósico de una Globalización Feliz. El credo del Fin de la Historia, la profecía oficial de Occidente, formulada por Francis Fukuyama, supondría el triunfo planetario de una divinidad bifaz: la democracia y el capitalismo. Pero la Globalización Feliz lo fue para el dinero volátil y para la expoliación de materias primas, pero no para las personas. En las fronteras, de las orquestas de países pobres, pasaban los instrumentos, pero no los músicos. Que no era el final feliz de la historia eso lo sabía hasta el gato de Fukuyama. Del código de barras de la Globalización Feliz fueron cayendo la defensa de la democracia, la justicia universal y la mínima moral humanística de garantizar el refugio y el derecho de asilo a las personas que huyen de una guerra. En el régimen mundial de la distopía, los pobres son tratados como culpables de su pobreza, los emigrantes estigmatizados como potenciales delincuentes, y los refugiados, como peligros. Un nuevo supremacismo, no tan nuevo, una derecha alternativa, no tan alternativa, pero sí jactanciosa, donde el laboratorio de ideas huele a barbacoa y se churrasca la Declaración Universal de Derechos Humanos.

TODO ESTO ES RETROCESO Y REARME. Mientras la cooperación internacional y la ayuda humanitaria se reducen o congelan como ideales obsoletos, mientras se recortan los fondos destinados a políticas sociales, mientras se degrada la sanidad pública y se privatiza el cuidado de la salud, mientras se desvalijan los sistemas de pensiones a la vejez, mientras aumenta la pobreza infantil, el régimen mundial de distopía ha redescubierto el gran yacimiento catastrófico: la carrera armamentística. El triunfo del complejo industrial-militar, como un poder fuera de control, ya fue advertido como el mayor peligro para la humanidad por el presidente y general Eisenhower, un conservador, en un discurso de despedida que se debería desempolvar como se hizo con los Papeles del Pentágono. La descivilización que supone el nuevo armamentismo se incrementa con el desdén a la Carta de la ONU y a la multilateralidad, una esquivez que puede hacer desandar al mundo a un tiempo anterior a las grandes guerras del siglo XX, pero con una potencia, la nuclear, de pesadilla infinita. En el régimen de la distopía, las propuestas de total desarme atómico son utopías fósiles para quemar en la barbacoa del think tank. A esta impaciente carrera armamentística se ha sumado España con un delirante entusiasmo presupuestario. En nombre de la seguridad, más inseguridad.

TODO ESTO ES LA PRODUCCIÓN DE MIEDO PARA PONER EN CUARENTENA DERECHOS Y LIBERTADES. Un vaciado democrático con leyes y tribunales excepcionales que acaban ocupando la normalidad. Entre las averías de un Estado de derecho, tal vez la más gravosa y fraudulenta es contraponer seguridad y libertad. Esa desinteligencia de que, en «momentos momentáneos», hay que renunciar a la libertad para ganar seguridad. Y en ese falso dilema adquiere todo sentido la ironía de Mark Twain: «Gozamos de tres bienes de inconmensurable valor: la libertad de palabra, la libertad de conciencia, y la prudencia de no poner en práctica ninguna de ellas». Sí, en España tenemos que tener extremada esa prudencia de no ejercer las libertades, pues existe una ley de «Protección de la Seguridad Ciudadana», que la gente ha denominado con inteligente precisión la «ley Mordaza», concebida ad hoc para intimidar a sindicalistas, ecologistas o a quienes luchan contra los desahucios, con el poder gubernativo de ser juez y parte. Un Estado de Vergüenza que coloca a la sociedad civil bajo sospecha.

TODO ESTO ES LA SUSTRACCIÓN DE LA DEMOCRACIA. La supremacía moral de la democracia radica en la capacidad para resolver conflictos por el sistema de contar cabezas y no de romperlas. Que levante la mano quien sea capaz de enmendar a Max Frisch: «Democracia significa más democracia». Al carpintero y periodista libertario José Villaverde lo quisieron poner contra las cuerdas: «Libertad, sí, pero ¿y después qué?». Y él respondió: «Después de la libertad, más libertad». Una de las causas de la melancolía y de la crisis democrática es el actual modelo de liderazgo, ese estilo que en Portugal denominaron en otros tiempos «general ao carneiro». El mandatario que embiste contra todo lo que se mueva. En lugar de resolver los conflictos con la naturaleza propia de las democracias, con más democracia, en los Estados se está prodigando cada vez más el reflejo intimidatorio. Orwell advirtió que el nuevo totalitarismo vendría enarbolando la bandera de la libertad. Y es en nombre de la libertad que se promulgan leyes con el declarado propósito de protegerla en un relicario. ¿De quiénes? De aquellos que quieren ejercerla. En el Estado de Vergüenza, molesta la libertad que no calla, que no se somete. Pero la que más desequilibra a la derecha furiosa es la libertad solidaria.

El capítulo 14 de Las uvas de la ira es uno de los grandes momentos de coraje de la boca de la literatura, por lo que cuenta y cómo lo cuenta. En un campamento de desposeídos, los que han sido expulsados de sus tierras por la Gran Depresión, tras el crac bancario del 29, en marcha hacia el Oeste. Un capítulo de murmullos en la oscuridad, un provisorio lugar de encuentro de náufragos de una crisis provocada en otro momento del capitalismo mágico, uno de esos lugares donde se ventila la vida, murmullos que son un rumor que atraviesa la historia. Escuchad: «Los niños escuchando con el alma las palabras que sus mentes no entienden. La noche cae. El pequeño está resfriado. Toma, coge esta manta. Es de lana. Era la manta de mi madre, cógela para el bebé». Esto es lo que hay que bombardear. Este es el principio: del yo al nosotros.

TODO ESTO ES LA PRODUCCIÓN DE GRIETAS DE DESIGUALDAD. El incesante bombardeo para destruir ese principio, ese puente entre el yo y el nosotros. Entre el singular y el plural, existe ese pronombre que abre paso, el de la ayuda mutua, un algoritmo transmitido en la adversidad, tantas veces clandestino, pero que se mantiene irreductible. Es a la vez sentimiento, emoción, necesidad, rescate, el centro exacto de una mínima moral, la primera pizca de vergüenza que activa la pulsión solidaria que fue hilando lo que Walter Benjamin expresó como un «acuerdo secreto entre generaciones». Todo Esto conspira contra ese vínculo. Es una fábrica de grietas, que hacen de este mundo, del Estado de Vergüenza, un infierno con élites encastilladas en su despilfarro. La desigualdad social, con una brecha que se abisma. La desigualdad de géneros. La desigualdad entre países. La desigualdad entre generaciones. La segregación escolar. Esta última, la separación desde la infancia en función de la clase social, la creación de guetos, es un germen principal de distopía.

TODO ESTO ES EL DESMANTELAMIENTO DE LOS ESPACIOS COMUNES. La libertad individual, la autonomía, la independencia, el cultivo de la diferencia son conquistas irrenunciables, una rebeldía fundacional contra una historia deprimente de esclavitudes y servidumbres. Esa otra historia de la infamia, la del partido de la inhumanidad, la sucesión de psicopatías imperiales intentando el dominio absoluto de cuerpos y mentes. Así que, cuando en el Ulises de Joyce se dice que cada persona es una nación, con qué alivio respondemos: «¡Aleluya!». Pero también vivimos con creciente angustia, como una pérdida que nos limita como personas, la corrosión de lo comunitario, de la transmisión entre generaciones, de los vínculos solidarios como los sindicatos de base, las asociaciones vecinales, ecologistas, culturales, escuelas de ayuda mutua y democracia. ¿Cómo puede cultivarse el civismo, el aprecio por el bien común, sin viveros de civismo, sin espacios solidarios? ¿Cómo puede haber democracia sin memoria democrática, de lucha por la libertad? ¿Cómo puede contarse la historia si se la despoja de la rebeldía ante la injusticia? En el régimen dominante de la distopía, son muy atacadas las iniciativas del movimiento okupa para convertir en experiencias de autogestión cultural espacios públicos abandonados. ¿Por qué molesta tanto este activismo situacionista de convertir el no-lugar en lugar humano, de encuentro comunitario y creativo? Porque pone en evidencia el despilfarro y, en el fondo, el miedo a modos de vivir y pensar alternativos. Sí, cada vez que nace algo nuevo salen las jaulas detrás. Como ya salieron detrás del pensador chino Pao Tsing Yen, en el siglo III, autor de un maravilloso texto libertario: «Los letrados confucionistas pretenden que el Cielo, al crear al pueblo, estableció a los reyes. ¡Cómo! ¿Habría el Cielo expresado así su voluntad? La relación rey-siervo surgió porque hubo sumisión y, como hubo servidumbre, el pueblo impotente fue dominado». Y las jaulas ya habían salido detrás de los heliopolitas, creadores de la Ciudad del Sol, y que tenían por dios a Helio. ¿Por qué? Porque era el dios de la justicia: el sol brilla para todos por igual. ¡En el 133 a. de C.! De todas las historias, la de la rebeldía contra la injusticia, en personas humanas y no humanas, es la más extraordinaria, porque se proyecta como un permanente rescate que germina y reactiva la esperanza aun bajo la losa de los tiempos muertos.

TODO ESTO ES LA PRODUCCIÓN DEL ODIO HACIA EL OTRO, el diferente, en cuanto se vea como una diferencia inferior, o salvaje, o peligrosa. El odio es acumulativo. Por ejemplo, racista y clasista. Un racista que rechaza al pobre suele adular al rico del mismo lugar de origen. La pobreza es fea y culpable. Como una desgracia elegida, a la manera en que una piedra no cae por ser arrojada al suelo, sino porque elige caer. Sobre todo cuando el otro es el migrante, el refugiado, el diferente, puede dar lugar a una identidad resentida basada no en lo que uno es o puede dar al mundo, sino en aquello que niega al otro. Si Walter Benjamin advirtió que detrás de un documento de civilización hay un envés de barbarie, vemos con qué sorprendente rapidez, en súbitos retrocesos históricos, ese revés se pone del derecho, y quienes se erigían en defensores de la civilización no dudan en destruirla y arrojar como proyectiles todas sus sílabas de mármol a la cabeza de aquellos que eligen como sus bárbaros. Discursos de una derecha furiosa, altisonante, que apabulla a los políticos y gobernantes «blandos». Esa emisión histérica de odio acaba haciéndose invasiva, como un mal de aire, que petrifica las conciencias.

TODO ESTO ES EL MACHISMO COMO SISTEMA. O mejor dicho, el machismo es el sistema. Un sistema de dominación permanente, una jerarquía de extensión universal, con ocasionales y minoritarias excepciones, de «matriarcados» consentidos por los machos y útiles para ellos en tiempos de guerra o migraciones. Una dominación transversal y planetaria, común a todas las sociedades, modos de producción, y a las grandes religiones con las máquinas políticas machistas que son las iglesias oficiales.

TODO ESTO ES LA DOBLE EXPLOTACIÓN DE LA MUJER, COMO CLASE Y SUBCLASE UNIVERSAL. En los empleos, la desigualdad a igual trabajo con el hombre, con grandes brechas que pueden alcanzar la mitad del salario. Y ese trato discriminatorio se produce en una fábrica textil de un país pobre o en un estudio de cine en Hollywood. Más precariedad en lo precario. Más temporales los contratos temporales. Más bajas pensiones. El trabajo gratuito como el de las cuidadoras de ancianos, enfermos y dependientes. La mayoría de ellas, una clase obrera de veinticuatro horas al día. Las mujeres o no figuran o son minoría en los puestos directivos de las empresas, y en los de poder real en la política, que se suelen cubrir por la c

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