Tren fantasma a la Estrella de Oriente

Paul Theroux

Fragmento

novela-5

1. El Eurostar

A los viajeros se nos considera osados, pero nuestra secreta culpa estriba en que viajar es una de las maneras más perezosas que hay en la vida para pasar el tiempo. Viajar no es tan sólo cuestión de estar por completo desocupado, sino también una compleja y mendicante forma de evasión, que nos permite llamar la atención sobre nosotros mismos por medio de una llamativa ausencia, a la vez que nos entrometemos en la intimidad de los demás y somos activamente ofensivos en calidad de gorrones fugitivos. El viajero es el más codicioso de los mirones románticos, y en algún rincón bien escondido de la personalidad del viajero se encuentra un nudo de vanidad y de presunción que resulta imposible deshacer, además de una mitomanía rayana en lo patológico. He ahí por qué resulta la peor pesadilla del viajero no tanto la policía secreta, ni los brujos y curanderos, ni la malaria, sino la sola idea de toparse con otro viajero.

La mayoría de los escritos de viajes adoptan la forma de las conclusiones precipitadas, de modo que casi todos los libros de viajes son superfluos, son los monólogos más desganados y más transparentes. En muy pocos sentidos valen más que una licencia para aburrir: los libros de viajes son la forma más vil de complacencia literaria: quejas deshonestas, mendacidad creativa, heroicidad insensata, impostura crónica, en gran medida distorsionado todo ello por el síndrome del barón de Munchausen.

Como es natural, resulta mucho más difícil quedarse en casa y tratar con cortesía a los demás y dar la cara ante las cosas, aunque en eso ¿dónde está el libro? Mucho mejor la jactancia y la charada de quien finge ser un aventurero:

Sí, fanfarronea por los caminos

plagados de frutos secos,

agazápate en el castillo de proa

barbudo de bondad,[1]

en la lujuria del «¡mírame!» de los paisajes exóticos.

Más o menos éste era mi estado de ánimo al hacer el equipaje, a punto de marchar. Además pensé: ojo, que también hay que tener en cuenta la curiosidad. Hasta los más tímidos fantasiosos necesitan de vez en cuando la satisfacción de ver sus fantasías hechas realidad. Y a veces uno tiene que largarse, sin más. Abusar de la paciencia ajena y entrometerse en las vidas de los otros es todo un placer, al menos para algunos de nosotros. En cuanto a la pereza, «una alegría sin sentido es una alegría pura».

Y también hay que tener en cuenta los sueños: uno de ellos es el sueño de lo extranjero, con el que disfruto cuando estoy en casa, y miro hacia el este y escruto un espacio lleno de templos imaginarios, de bazares atestados de gente, de lo que V. S. Pritchett llamaba «la arquitectura humana», una mujer adorable, vestida con prendas de gasa, viejos trenes que traquetean por la ladera de un monte, el espejismo de la felicidad; otro, bien distinto, es el estado de ensoñación que se experimenta durante el viaje. Cuando estoy de viaje, a menudo me da la sensación de estar vivo, sólo que en una visión alucinada en la que todo es diferente, la irrealidad en vívidos colores que tiene lo extranjero, en la cual tengo plena conciencia (como en casi todos los sueños) de que no pertenezco a lo que me rodea; y sin embargo floto, visitante desocupado y anónimo entre gentes que se afanan, un completo forastero. Cuando uno es forastero, como quiere la canción, nadie recuerda su nombre ni su paradero.

Viajar puede provocarme un sentimiento tan nítido y tan sin nombre, un sentimiento de tanta extrañeza y desconexión con todo, que llego a sentirme tan insustancial como una hilacha de humo, mero espectro, un ente repulsivo que ha regresado de entre los muertos, del submundo, y que anda atento entre personas de carne y hueso, vagabundo, aguzando el oído aprovechando que nadie lo ve. Ser invisible —habitual condición del viajero de más edad— es mucho más útil que ser evidente. Se ven más cosas y con menos interrupciones: nadie presta atención a lo que uno haga o deje de hacer. Un viajero de tales características no lleva prisa, y precisamente por eso se le confunde con un mendigo. Como odio toda programación y me fío de los encuentros azarosos, me atrae el tempo lento del viaje.

Los espectros tienen todo el tiempo del mundo, y ése es otro de los placeres del vagar sin rumbo fijo y recorrer grandes distancias: viajar en trenes lentos, y a escasa velocidad, e ir dejando las cosas de un día para otro. Y este carácter espectral, según iba a descubrir, también sería efecto del viaje que había elegido, un viaje de regreso a lugares que había visitado muchos años antes. Es casi imposible retornar a uno de los primeros escenarios en los que ha transcurrido la vida de viajero que uno llevó y no sentirse como un fantasma. Y muchos de los lugares que vi eran por sí mismos la viva imagen de la tristeza, eran fantasmagóricos, mientras otros eran grandes, eran ajetreados, y a mí me tocaba ser la presencia fantasmal de quien oye sin ser visto a bordo del tren fantasma.

Mucho tiempo después de aquel viaje sobre el cual escribí en El gran bazar del ferrocarril me dio por pensar cómo había atravesado continentes enteros, cambiando de trenes por toda Asia, improvisando mi viaje, restregándome contra el mundo. Y reflexioné a propósito de lo que había visto y comprendí que el pasado al que no se retorna forma siempre un bucle en los sueños que uno tenga. La memoria también es un tren fantasma. Muchos años después uno sigue meditando sobre aquel rostro tan bello que entrevió un instante en un país lejano. O sobre la visión de un noble árbol, o de una senda en el campo, o de la felicidad de una mesa en un café, o de unos chiquillos enojados y armados con herrumbrosas lanzas, gritando «¡Huye si puedes, por tu vida!», o bien sobre el ruido de un tren en la noche, cuando da esa nota precisa y musical que dan los silbatos de los trenes, una tercera que mengua en la oscuridad mientras uno va tumbado en el tren, desplazándose por el mundo como lo hacen los viajeros, «en el vientre de la ballena».

Pasaron treinta y tres años. Era yo el doble de viejo que la persona que había viajado en aquellos trenes, la mayoría con locomotoras de vapor, hirviendo por tierra de nadie, por Turquía y la India. Me agradó la simetría de la diferencia temporal. El paso del tiempo había terminado por revestir para mí una gran seriedad, encarnándose en ese proceso en que consiste envejecer. De joven, contemplaba la tierra como si fuese algo fijo, inamovible, digno de confianza, que me habría de acompañar hasta la vejez; siendo ya más viejo empecé a entender la transformación como una ley natural, algo emotivo, en un mundo del que no podía uno fiarse, un mundo visiblemente deteriorado. Sólo con la edad adquiere uno el don de evaluar la decadencia, la epifanía de Wordsworth, la sabiduría del wabi-sabi: nada es perfecto, nada está realmente completo, nada tiene duración.

«Sin cambios no puede haber nostalgia», me dijo una vez un amigo, y me di cuenta de que lo que había empezado a presenciar no era sólo el cambio y la decadencia, sino la extinción inminente. ¿Habría cambiado en la misma medida que yo el itinerario que recorrí tanto tiempo atrás? Se me había metido en la cabeza la idea de realizar de nuevo el mismo viaje, de recorrer mis propios pasos: una empresa de considerable envergadura, aunque fuera el tipo de viaje que los gamberros más jóvenes y oportunistas suelen hacer para escribir un libro y hacerse famosos.[2]

Lo mejor de los viajes parece que existiera al margen del tiempo, como si los años de viaje no se dedujeran del total de los años de la vida. El viaje también encierra la mágica posibilidad de reinventarse: de encontrar acaso un lugar que amemos, de comenzar una nueva vida y no volver nunca más. En un lugar remoto nadie nos conoce, lo cual casi siempre es una ventaja. Y es posible fingir, cuando se viaja, que somos distintos de la persona que somos, sin ligaduras, enigmáticos, más jóvenes, más ricos o más pobres; podemos ser quienes queramos ser, y ése es el renacer que muchos viajeros experimentan si de veras llegan lejos.

La decisión de retornar a cualquiera de los escenarios previos de la propia vida es peligrosa, pero irresistible, y no por ser una búsqueda del tiempo perdido, sino por lo grotesco que puede resultar lo acontecido desde entonces. En muchos casos, es como encontrarse con una amante muchos años después, y no reconocer apenas el objeto del deseo en ese fruto arrugado, magullado, envejecido. Todos vivimos con una u otra fantasía de transformación. Si llegamos a vivir lo suficiente, las vemos hacerse realidad: los jóvenes envejecen, las carreteras mejoran, hay casas donde antes hubo campos, y del mismo modo se cumple lo opuesto, y un buen colegio acaba hecho una ruina, un río límpido termina contaminado, una laguna mengua y se llena de basura, por no decir nada de los comentarios más deprimentes: «Ha muerto», «Está hecha un tonel», «Se suicidó», «Es el primer ministro», «Está en la cárcel», «Allí ya no se puede ir».

Una de las grandes satisfacciones que tiene envejecer —una de tantas— consiste en asumir el papel de testigo de los bamboleos del mundo y presenciar los cambios irreversibles. El inconveniente, además de lo tedioso que resulta asistir a las engañosas ilusiones de los jóvenes, consiste en oír las mismas opiniones trilladas una y otra vez, no sólo las de los jóvenes insensibles, sino, mucho peor, y casi delictivo, las opiniones de personas aún más insensibles, que debieran ser algo más sensatas, y que difunden todas las mentiras de siempre sobre la guerra y el miedo y el progreso y el enemigo: el mundo, una rueda de repeticiones. Se aburren —o acaso debiera decir «nos aburrimos»— con las cosas que ya hemos oído un millón de veces, los libros que hemos desechado, los descubrimientos que no son nada nuevo, las soluciones propuestas que no resuelven nada. El narrador de uno de los relatos de Borges, «El congreso», dice lo siguiente: «Noto que estoy envejeciendo; un síntoma inequívoco es el hecho de que no me interesan o sorprenden las novedades, acaso porque advierto que nada esencialmente nuevo hay en ellas y que no pasan de ser tímidas variaciones».

Las personas de cierta edad suelen parecer cínicas, misántropas, pero no, únicamente son personas que al fin han oído la música callada y triste de la humanidad, sólo que interpretada por un grupo de rock de medio pelo que no hace más que dar alaridos en pos de la fama. Si me remonto a otro tiempo y vuelvo sobre mis pasos —lo cual sería una estrategia simplista y de­sa­creditadora en el caso de un escritor joven, más superficial e impresionable—, para mí sería una forma de ver quién fui, adónde fui, qué sucedió con posterioridad en los sitios que vi.

Como nunca llegaré a escribir la autobiografía que una vez me llegué a plantear —volumen primero, Quién he sido; volumen segundo, Ya te lo decía yo—, escribir sobre los viajes ha terminado por ser una forma de comprender mi propia vida, y es el punto de máximo acercamiento a la biografía al que llegaré, como lo son la novela, el relato, el ensayo. Como ya dijo Pedro Almodóvar: «Todo lo que no es autobiografía es plagio».

Lo que habría de evitar a toda costa mientras camine siguiendo mis propios pasos es la tediosa reminiscencia de los tiempos mejores, el temblorcillo aburrido de la nostalgia, cuyo mensaje no suele ser otro que Yo estuve allí y tú no. «Me acuerdo de cuando se podían comprar cuatro de ésos por un dólar.» «Donde hoy está ese edificio hubo un árbol muy grande en medio de un campo.» «En mis buenos tiempos...»

Anda, calla.

¿Qué viajero ha vuelto sobre sus pasos para hacer de nuevo el mismo viaje, el gran viaje? De los buenos que yo conozco, ninguno. Greene nunca volvió a los montes de Liberia, ni a México, ni a Vietnam. A los cincuenta y muchos, Waugh desechó del todo los viajes modernos tachándolos de turismo, de mera pérdida de tiempo. Después de 1948, Thesiger no volvió a Rub’ al Kali, a la Región Desierta de Arabia. Burton no organizó una nueva expedición a Utah, ni a determinar dónde están las fuentes del Nilo; cuando tenía mi edad vivía en Trieste, inmerso en las aficiones de un erotómano. Darwin nunca se hizo de nuevo a la mar. Ni Joseph Conrad, que terminó aborreciendo la sola idea de navegar. Eric Newby recorrió el Ganges una sola vez, Jonathan Raban recorrió el Mississippi una sola vez, Jan Morris subió al Everest una sola vez. Robert Byron no volvió a emprender el camino a Oxiana, Cherry-Garrard sólo hizo un viaje a la Antártida, Chatwin nunca regresó a la Patagonia, ni Doughty volvió a su Arabia Deserta, ni Wallace al Archipiélago de Malasia, ni Waterton al Amazonas, ni Trollope a las Antillas, ni Edward Lear a Córcega, ni Stevenson a los Cévennes, ni Chejov a Sajalin, ni Gide al Congo, ni Canetti a Marrakesh, ni Jack London a las Islas Salomón, ni Mark Twain a Hawái. Hasta ahí algunos de mis escritores preferidos.

Uno podría preguntarse: «¿Y por qué iban a tomarse la molestia de volver?». Pero lo cierto es que cada uno de esos viajeros, una vez envejeciera, bien podría haber descubierto lo que encontró un viajero heroico, Henry Morton Stanley, cuando volvió a atravesar África de oeste a este, diez años después de su exitosa expedición, de este a oeste, entre 1874 y 1877: un sitio distinto, cambios ominosos, un nuevo libro. Richard Henry Dana añadió un escarmentado epílogo a Dos años al pie del mástil cuando, veinticuatro años después de publicarlo en 1840, regresó a San Francisco (aunque ya no en el castillo de proa) y descubrió que había dejado de ser una siniestra misión llena de curas españoles, con unas cuantas chabolas, y era una ciudad típicamente americana, surgida de la noche a la mañana y transformada por la Fiebre del Oro. Dana fue muy escrupuloso a la hora de contactar con las personas a las que había conocido en su primera visita, a la hora de tomar la medida del paisaje alterado, completando, según dice, «actos de piadosa recordación».

Algunos poetas, en especial Wordsworth y Yeats, ampliaron su manera de ver las cosas y hallaron esclarecimiento al regresar a uno de los paisajes previos de sus vidas. Son los que han establecido el criterio en la literatura del retorno. Si a un escritor le cabe en suerte repetir el pasado, escribiendo a su manera, este viaje de retorno bien pudiera ser mi muy prosaica versión de «Los cisnes salvajes de Coole» o «La abadía de Tintern».

Mi viaje propuesto para volver sobre mis pasos y recorrer el mismo itinerario que hice en El gran bazar del ferrocarril fue debido sobre todo a la curiosidad por mi parte, y a la ociosidad habitual, a las que se sumó el deseo irreprimible de estar lejos. Pero ese mismo había sido el caso treinta y tres años antes, y había dado resultados. Toda escritura implica que uno se lance a las tinieblas, confiando en tener un aterrizaje no muy duro.

—Voy a hacer mucho punto mientras tú no estés —me dijo mi mujer. Y fue una buena noticia, porque esta vez iba a necesitar a Penélope.

Aunque hubiera fingido pasarlo muy bien en la narración que publiqué, mi primer viaje no salió como estaba planeado.

—No quiero que te vayas —dijo mi primera esposa en 1973. Y no lo dijo de manera sentimental, sino a modo de colérica exigencia.

Sin embargo, acababa de terminar un libro y me había quedado sin ideas. No tenía un medio de ganarme la vida, no tenía una idea para emprender una nueva novela, y —aunque no sabía lo que me estaba esperando— guardaba la esperanza de que ese viaje me sirviera para hallar un nuevo tema. Tenía que marchar. Los marinos se hacen a la mar, los soldados van a la guerra, los pescadores se van de pesca, le dije. Los escritores a veces tienen que irse de casa.

—Volveré en cuanto pueda.

Le produjo resentimiento que me marchase. Y aunque no lo dijera por escrito, me sentí un desdichado en cuanto me marché de Londres, despidiéndome de aquella desmoralizada mujer y de nuestros dos hijos pequeños.

Aquélla era la época de los telegramas y las postales y los teléfonos negros, de baquelita, que no siempre funcionaban. Escribí a casa a menudo. Pero sólo conseguí hacer dos llamadas telefónicas, una desde Nueva Delhi y otra desde Tokio, y ambas fueron fútiles. ¿Y por qué sonaron tan mal recibidas mis expresiones de cariño? Tuve morriña durante el día entero —a lo largo de cuatro meses y medio— y me pregunté si se me echaba de menos. Ésa fue mi primera experiencia de los melancólicos, largos atardeceres del viajero. Durante el viaje estuve desesperado, sin saber qué hacer. Creí enloquecer cuando volví a casa. No se me había echado de menos. Se me había encontrado un sustituto.

Mi mujer se había echado un amante. Que yo pusiera alguna objeción habría sido hipocresía: yo le había sido infiel. No fueron sus hazañas sexuales lo que me incomodó; fue si acaso la cómoda domesticidad en que vivieron. El individuo había pasado muchos días con sus noches en mi casa, en nuestra cama, dedicado en cuerpo y alma a sus amoríos con ella y jugando con los niños.

No reconocí mi propia voz cuando le grité: «Pero... ¿Cómo has podido hacerme eso?».

«Fácil —dijo ella—. Pensando que habías muerto».

Tuve ganas de matar a esa mujer, pero no porque la odiase, sino (como suelen decir los cónyuges que han cometido asesinato pasional) porque la amaba. Amenacé con matar al hombre que, incluso después de mi regreso, siguió enviándole cartas de amor. Me convertí en una bestia encolerizada, y por pura casualidad descubrí una cosa que me ayudó: amenazar a alguien con matarlo es una forma eficaz para disponer de su atención.

En vez de matar a nadie, o de verter más amenazas, me senté en mi estudio y escribí con furia, maltratando mi máquina de escribir, empeñado en perderme en el humor del libro, en su extrañeza. Tenía en baja estima la mayoría de los libros de viajes. Quise introducir en el mío todo lo que echaba en falta en otros —diálogo, personajes, incomodidades— y olvidarme de los museos, las iglesias, las visitas turísticas en general. Aunque hubiese añadido una dimensión en absoluto corriente, no dije nada de mis tumultos domésticos. Di al libro un carácter alegre, y resulta que, como muchos otros libros alegres y festivos, está escrito en medio de un agónico sufrimiento, con el pesar de que al haber emprendido aquel viaje había perdido lo que más me importaba: mis hijos, mi esposa, mi muy alegre y festivo hogar.

El libro tuvo éxito. Me curé de mi tristeza con más trabajo; durante el viaje había tenido una idea para una nueva novela. Pero algo importante se había destruido: la fe, el amor, la confianza, la creencia en el futuro. Después de mi viaje, a mi regreso, me había convertido en un forastero, en una presencia fantasmal, alguien con la nariz pegada al cristal de las ventanas. Entendí qué significa estar muerto: a lo mejor se te echa de menos, pero quienes te echan de menos siguen adelante con sus vidas, sin ti. Otras personas ocupan tu sitio. Se sientan en tu sillón favorito, sientan a tus hijos en sus rodillas, les dan consejo, les dan un golpecito cariñoso en el mentón; otras personas duermen en tu cama, miran tus cuadros, leen tus libros, flirtean con la au-pair danesa; y a la vez que te menosprecian por haber sido un tipo aburrido y demasiado industrioso, se gastan tu pasta. Las más de las veces de tu muerte no se acuerda nadie. «Tal vez era lo mejor que podía pasar», dice la gente, procurando no pasarse de morbosa.

Algunas traiciones se pueden perdonar, pero hay otras de las que no se recupera uno. Años después, cuando mis hijos ya no vivían en esa casa, abandoné aquella vida, aquel matrimonio, aquel país. Inicié una nueva vida en otra parte.

Ahora que soy treinta y tres años más viejo he regresado a Londres. Con gran pesar, a punto de emprender el mismo viaje, he vuelto a vivir gran parte del dolor que creía olvidado del todo.

No hay nada más apropiado que el mal tiempo para una despedida como tiene que ser. Concordaba también con mi estado de ánimo la lluvia de aquella mañana en Londres, el cielo bajo y pardo, la llovizna que oscurecía la ciudad porosa de piedra antigua, y precisamente por ello —llovía como si cayese un fardo— todo el mundo iba cabizbajo, encorvado, la mirada esquiva, pensativo. «Asco’e tiempo.» El tráfico era más ruidoso, los neumáticos siseaban en las calles mojadas. En la estación de Waterloo encontré el andén del Eurostar, el de las 12:09 con destino a París.

Ya en Waterloo los recuerdos de mi viejo Londres me asaltaron de inmediato. La indiferencia de los londinenses, la rapidez con que caminan, sus expresiones impávidas, que nadie lleve sombrero a pesar de lo que llueve, aunque algunos llevan paraguas; todos los transeúntes, incluidos los vigorosos muchachos de los colegios de pago, pasamos por delante de una mujer joven, demacrada, vestida con unas faldas sucias, sentada en el suelo húmedo, al pie de unas escaleras metálicas, mendigando.

Y entonces me tocó lidiar con la más sencilla de las salidas internacionales: un somero control de seguridad, trámites de inmigración de las autoridades francesas, subir por una escalera mecánica hasta el tren, medio vacío en un día laborable y lluvioso de comienzos de marzo. En 1973 emprendí viaje en Victoria Station por la mañana, me bajé del tren al llegar a la costa, en Folkestone, tomé el ferry, aguanté el bamboleo del barco en la travesía del Canal de la Mancha, tomé otro tren en Calais, y no llegué a París hasta la medianoche.

Aquello fue antes de que se construyese el túnel bajo el Canal. Había costado veinte mil millones de dólares, había tardado quince años en construirse, todo el mundo se quejaba de que era un despilfarro y de que no generaba beneficios. Aunque el tren llevase doce funcionando por el túnel, yo nunca lo había tomado. Lo de menos es el coste; el tren del túnel era una maravilla. Saboreé la perezosa tranquilidad del viajero que puede ir a pie a la estación y ocupar su asiento en Londres, leer un libro y en pocas horas levantarse y echar a pasear por París sin haber perdido contacto con tierra. Y de esa misma manera me proponía llegar hasta el centro de Asia, por tierra hasta la India, sentado, mirando boquiabierto por la ventana.

Esta vez se me había denegado el visado para entrar en Irán, y en Afganistán eran habituales los secuestros y asesinatos de civiles, aunque al estudiar un mapa encontré otras vías de ferrocarril, por Turquía y por Georgia y las repúblicas islámicas. Primero Azerbaiyán, desde donde tomaría un transbordador por el mar Caspio, y luego una serie de trenes por Turkmenistán, pasando por la antiquísima ciudad de Merv, donde había una estación de ferrocarril, hasta la orilla del río Amu Darya —Oxiana, desde luego—, para seguir también por tren a Bujara, Samarcanda y Tashkent, en Uzbekistán, a tiro de piedra de los ferrocarriles del Punjab.

Después podría retomar mi itinerario de antaño, por la India, hasta Sri Lanka y Birmania. Pero sería un error adelantarse a tantas cosas en un momento tan temprano; de todos modos, estaba a pocos minutos aún de Waterloo, traqueteando por las vías relucientes, empapadas por la lluvia, en Clapham Junction, a la vez que pensaba: yo ya he estado aquí. Al salir en ferrocarril por el sur de Londres, mi rostro fantasmagórico en el cristal de la ventana, mi antigua vida de londinense empezó a pasar ante mis ojos.

Escenas de los años setenta, acontecidas en esa misma vía férrea, por Vauxhall, para dar la vuelta en Queenstown Road, pasar por Clapham High Street y por Brixton y por Coldharbour Lane, un nombre que aún me producía escalofríos. Al atravesar el parque, en 1978, presencié disturbios por motivos raciales en Battersea Rise, cerca de los grandes almacenes de Chiesman («Establecido en 1895»), donde se te acercaban los dependientes para preguntar «¿Le están atendiendo?». Compré mi primer televisor en color allí mismo, cerca de la calle de Lavender Hill en que vivía Sarah Ferguson, más adelante Duquesa de York; el día en que se anunció su boda con el príncipe Andrés, mi señora de la limpieza, con el cubo y la fregona en la mano, se burló y dijo: «Ésa es de lo peorcito que hay por aquí».

Circulábamos por un profundo cañón de la vía férrea, alejándonos de Clapham Junction, y desde el tren llegué a ver un momento un cine al que fui a menudo hasta que se reconvirtió en sala de bingo, la iglesia que se convirtió en un centro de atención de día, y más allá del parque la Escuela Primaria de Alfarthing, donde a mis hijos, caras blancas y piernas flacas, les enseñó a cantar la señora Quarmby. Eran calles que conocía bien: la calle en la que me robaron la bici, la calle en la que me reventaron la ventanilla del coche, las verdulerías, las fruterías, las carnicerías; la putilla, la florista, la tienda de los chinos, el quiosco, el indio de Mwanza al que le gustaba hablar conmigo en suahili porque echaba de menos las orillas del lago Victoria; el llamado Fishmonger’s Arms —más conocido como el Fish—, un pub irlandés en el que algunos refugiados del Ulster despotricaban y juraban de una manera obscena cada vez que veían al príncipe Carlos por la tele, y que se rieron como idiotas el día en que a Lord Mountbatten lo hicieron volar por los aires con una bomba del IRA, y en donde todas las noches me tomaba una pinta de Guinness mientras leía el Evening Standard; ése era el lugar mismo.

De escenas como éstas había armado mi vida en Londres. En aquellos tiempos rezaba para que lloviese, porque la lluvia me obligaba a quedarme en casa: tiempo para escribir. Muchas de las cosas que vi ese día me resultaron familiares, pero al mismo tiempo no eran las mismas; la fórmula habitual para un sueño. Los árboles estaban desnudos bajo las nubes grises y andrajosas, y la mayoría de los edificios no habían cambiado, pero Londres estaba más joven, se la veía más próspera. El barrio estaba medio abandonado cuando yo me mudé a vivir en él —casas vacías, okupas, unos cuantos bloques que se negaban a vender—, pero con los años se había adecentado y encarecido. La tienda de los chinos era una bodega, uno de los pubs era un bistró, y el sitio donde vendían pescado frito con patatas era un bar donde servían sushi.

Pero lo maravilloso fue que me viese transportado por el sur de Londres con semejante eficacia, que se me ahorrase la herida de tener que ver muy de cerca el pasado. Culebreaba por túneles y viaductos y por cañones para el ferrocarril, mirando a derecha y a izquierda y viendo paisajes de mi historia personal, y felizmente siguiendo adelante, camino de otros lugares en los que no se ocultaban recuerdos ambiguos. No te pares a pensarlo, dicen los ingleses con su típico aborrecimiento de las quejas. No despotriques. Ya basta de pasarlo mal. A lo mejor nunca sucede.

Me encantó la velocidad de ese tren y además saber que no paraba en ninguna parte, que iba derecho a la costa, pasando por Penge, Beckenham, Bromley, por el borde del mapa de Londres, dejando atrás aquellos malhumorados bungalows que relacionaba yo con los suburbios más lejanos de las novelas, la ficción de las cortinas desde las que mira alguien, el desánimo, las familias angustiadas, en especial Kipps y Mr. Beluncle, de dos residentes en Bromley como fueron H. G. Wells y V. S. Pritchett, que escaparon de ese infierno y escribieron sobre él.

En la más que satisfactoria literatura inglesa que tiene por centro lo que vemos desde los trenes, destacan esos poemas que contienen versos como «Ay, la gorda a la que no quiere nadie» y «Sí, recuerdo Adlestrop», al igual que destacan los trenes que corren por las páginas de P. G. Wodehouse y de Agatha Christie. Sin embargo, la descripción que mejor recoge la experiencia del ferrocarril en Inglaterra, al menos para mí, es la de Ford Madox Ford en su evocación de la ciudad, el primero de sus libros que tuvo cierto éxito, The Soul of London, publicado hace ya cien años. Mirando por la ventanilla del tren, Ford habla del modo en que el relativo silencio que se percibe al ir sentado en un tren, mirando un mundo ajetreado y sin embargo silencioso, invita a la melancolía. «Uno se halla tras el cristal, como si contemplase el silencio reinante en un museo; no se oyen las voces en las calles, no se oyen los gritos de los niños.» Y esta certera observación, que habría de ser cierta en mi caso desde Londres hasta Tokio: «También ve uno demasiados trocitos de vida incompleta».

Se fijó en un autobús cerca de una iglesia, en un niño andrajoso, en un policía de uniforme. Yo vi a un hombre en bici, una mujer que bajaba de un autobús, unos niños jugando al balón en el patio de un colegio, una madre joven que empujaba el cochecito. Y, como era ése un panorama de los jardines traseros de Londres, vi a un hombre con la azada, a una mujer tendiendo la ropa, a un currante —¿o sería un ladrón?— colocando la escalera contra una ventana. Y «la constante sucesión de sucesos mucho más efímeros que uno ve y que nunca ve completarse presta a la actividad de mirar por la ventana del tren un aire de patetismo e insatisfacción. Es algo emparentado con ese sentimiento tan engranado en el género humano, el gusto de que cualquier cuento tenga su final».

Esos «trocitos de vida incompleta» —lo que suele ver el viajero— inspiran patetismo y poesía, así como la enloquecedora sensación de que uno es un forastero y se precipita en sus conclusiones y generaliza cuando inventa o recrea lugares a partir de atisbos fugaces, vagabundos. Sólo habían pasado veinte minutos desde el paisaje recubierto de hollín que se ve en Waterloo a su opuesto, el paisaje agrario del condado de Kent, muchos de cuyos campos estaban ya arados, esperando los surcos la simiente en esa primera semana de marzo.

—¿Tomará vino con el almuerzo?

Una mujer de uniforme azul me trajo una botella de Chardonnay Les Jamelles, Vin de Pays d’Oc 2004, que en el menú se elogiaba por «su sutil aroma a vainilla debido al roble y su retrogusto a mantequilla».

Y llegó la bandeja con el almuerzo: terrine de poulet et de brocoli, chutney de tomates, seguido de una rodaja de salmón con un poco de pimienta y, de postre, coupe de chocolat. Al menos en la superficie, era un mundo distinto del que había visto yo en el Bazar del ferrocarril, en aquel lejano viaje a Folkestone, y luego en la barandilla del ferry, sintiéndome culpable y confuso, mientras comía un pastel de carne frío.

El túnel fue un milagro de veintidós minutos, la madriguera definitiva que me libró de mis recuerdos ingleses, a toda velocidad bajo el Canal, hasta Francia, de la que sólo tenía recuerdos superficiales y aislados, de placeres y de malentendidos, de comer y de beber, de ver cuadros, de oír rarezas, como aquella jovencita francesa y muy guapa que me dijo que «esta noche voy a ver a la novia de mi amante. Yo creo que haremos el amor. Me encantan las mujeres tontas». Y luego dijo: «¡Estás sonriendo! ¡Cómo sois los americanos!».

Después del túnel, la lluvia en el cielo de Francia y en los tejados y los cochecitos que circulaban por la derecha, aunque quitando eso podría haber seguido en Kent: las mismas colinas alisadas y las mismas mesetas calizas, y el mismo añublo y los mismos almacenes, los edificios bajos, industriales, los talleres, las hileras de álamos pelados en la tarde brumosa.

Fue un viaje en tren tan veloz, y tan cerca estaba Francia de Inglaterra, que costó trabajo pensar que era un país distinto, con su propia cocina, con sus escándalos peculiares, con su propia lengua, con su religión y sus dilemas. Los jóvenes musulmanes que se dedicaban a quemar coches llevados por la rabia eran uno de los problemas del momento. Sólo hubo un muerto, pero muchos Renault en llamas.

¿Por qué será la cultura del automóvil mucho más deprimente en Europa que en cualquier parte de América? Tal vez porque es imitativa y porque parece algo manido, carente de estilo, que no termina de sentar bien, tal como a ningún europeo le sienta del todo bien una gorra de béisbol. Así como las gasolineras y los polígonos industriales hacen juego con la deprimente caducidad de la arquitectura americana, cuando se ven sobre un paisaje francés parecen algo perverso, con las torres góticas y los henares y los graneros a lo lejos, los chalets medievales, como la violación de una confianza que viniera de antaño, los pueblos compactados y los labrantíos y los prados enmarcados por feas carreteras y barreras de paso.

Debido a lo que Freud denominó «el narcisismo de las pequeñas diferencias», todos esos campos, campos de batalla desde tiempos muy antiguos, eran el paisaje en que chocaron los ejércitos, un sangriento ejemplo de lo que es la civilización y los descontentos que engendra. Y al margen de todo lo que pueda uno decir, era cierto que la ruta de ese ferrocarril, otrora empapada en sangre, tumba de soldados muertos —por millones—, había sido la viva estampa de la serenidad a lo largo del pasado medio siglo, acaso el período más largo de paz que conociera.

Cruzamos un río de trágico nombre. Un día de julio, noventa años atrás, allí donde la blanda lluvia caía sobre prados exquisitos y colinas bajas, a la vista de las distantes torres de Amiens por un lado del tren, y del pueblito de Péronne por el otro, el valle de ese río, el Somme, fue anfiteatro del horror en estado puro. En aquel primer día de la batalla perecieron sesenta mil soldados británicos, avanzando despacio por el terreno mojado, debido a la mochila de treinta kilos que llevaban a la espalda. Avanzaban hacia el fuego de las ametralladoras alemanas, el mayor número de soldados muertos en un solo día a lo largo de la historia de Gran Bretaña. En los cuatro meses que duró ese baño de sangre, la primera batalla del Somme, que terminó en noviembre de 1916, pereció más de un millón de soldados: 420.000 británicos, 194.000 franceses, 440.000 alemanes. Y sin el menor sentido. No se ganó nada, ni territorios ni ventajas militares, y ni siquiera se aprendió una lección sobre la futilidad de la guerra, pues veinticinco años más tarde —yo ya había nacido— los mismos ejércitos volvieron a las andadas, guerreando en esos mismos campos. Eran todos ellos potencias coloniales, que se habían anexionado partes inmensas de África y de Asia sólo por quedarse con su oro y sus diamantes, y por dar lecciones sobre la civilización.

Los colores y las prendas de vestir de los peatones en las calles ya cercanas a París eran reflejo de la historia colonial de Francia: africanos, antillanos, argelinos, vietnamitas. Jugaban al balón bajo la lluvia. Iban a la compra en los mercados callejeros, eran residentes de los deprimentes bloques de viviendas protegidas en los suburbios de París por los que pasaba el Eurostar, en los que penetraba el tren. Entramos en la ciudad de piedra color de queso, de fachadas picadas por la viruela, de bulevares. Londres es ante todo una ciudad baja, de casas unifamiliares, adosadas, o de campo, o construidas en los antiguos prados, o bungalows, o de chalets semiadosados. París es una ciudad de edificios de viviendas de estilo rococó, en los que llaman la atención los balcones. No se ve una sola casa tal como se entienden las casas en Inglaterra.

Con el pequeño bolso de viaje y el maletín en la mano debía de parecer un peso pluma, tanto que los mozos de la Gare du Nord no me hicieron caso. Atravesé la estación hasta la entrada principal en el resplandor de la hermosa fachada, con sus estatuas neoclásicas, que representaban las ciudades mayores de Francia. Las esculpieron a comienzos de la década de 1860 (al menos según decía un rótulo) «los nombres más grandes del Segundo Imperio».

Las calles estaban repletas de coches que no se movían, de bocinazos incesantes, de voces coléricas. Pregunté a un hombre sonriente cuál era el problema.

—Une manifestation —dijo.

—¿Y por qué hoy?

Se encogió de hombros.

—Pues porque es martes.

Todos los martes tenía lugar una masiva y alborotada manifestación en París. Pero ésta, por asistencia de manifestantes y por alteraciones del orden público, iba a conocerse como el Martes Negro.

novela-6

2. El otro Orient Express

Una crisis de proporciones nacionales es una gran oportunidad para el viajero, un regalo; para el de fuera, no hay nada más revelador acerca de un lugar que las complicaciones y los disturbios. Aun cuando la crisis sea incomprensible, como suele ser, presta un dramatismo especial al día y transforma al viajero en testigo. Pese a que para un viajero la crisis pueda ser algo así como el purgatorio, es con mucho preferible a los días festivos, que son el infierno: no trabaja nadie, las tiendas y los colegios están cerrados, los nativos se dedican a tomar helados, el transporte público está colapsado, y el forastero tiene la sensación inevitable de hallarse excluido de toda felicidad, de todo. Un festivo es ocasión de la enajenación total; una crisis puede ser un espectáculo que capta enseguida la atención del forastero.

La razón por la que París tiene esa calidad tan luminosa, como si fuera un escenario, es que en torno a 1857 se remodeló por completo con esa intención teatral en mente y por obra de Georges Haussmann (contratado por Luis Napoleón, que se hizo llamar emperador), el cual derribó casas y destruyó barrios enteros en evacuaciones masivas, allanando callejuelas y callejones para imponer la perspectiva anchurosa de los bulevares, los altos edificios de viviendas, los monumentos, las fuentes, la pretensión de una gran ciudad que aspiraba a considerarse el centro del mundo. La ciudad entera se rehízo con un mismo estilo en todas partes. El ornamentado escenario parisino, los bellos edificios de color galleta, los extravagantes arcos, los obeliscos —la ciudad imperial, a la que se suma el alumbrado público—, es algo tan presente en la mentalidad de todo el mundo, en especial de quienes nunca lo han visto, que es irrelevante describirlo. Y nadie se toma la molestia de hacerlo. En las ficciones, en París suele ser suficiente que el escritor diga el nombre de un bulevar o de un barrio. Por ejemplo, Simenon. Por casualidad iba leyendo una de sus novelas, porque son portátiles y porque son raras. «Regresó a la Rue des Feuillantines dando un largo rodeo para ir al parque de Montsouris.» Basta con eso; se da por sentado todo lo referente al lugar, tan fijo como una imagen en un calendario. La sola mención de un nombre evocador es descripción suficiente. Nada que descubrir, nada que mostrar; la ciudad está presente, aunque en vez de empequeñecerse el habitante de la gran ciudad se siente importante.

Sin embargo, esta aparente familiaridad, uno de los atractivos más potentes de París, es mera ilusión. «El color local ha sido responsable de muchas apreciaciones apresuradas —escribió Nabokov—, y el color local no es un color veloz». La brillantez del escenario parisino tiene una larga historia de insurrecciones, de violencia de masas, de tumultos, sin olvidar la humillación extrema de la ocupación extranjera; en la experiencia de muchos parisinos todavía vivos persiste el recuerdo de cuando estaban los alemanes al mando, de las traiciones, de la vergüenza de la rendición. Cuando por los bulevares de una ciudad han desfilado los nazis triunfantes, ya nunca más parecerán tan grandiosos como fueron. Como muchas de sus decorosas mujeres, si bien París parece no haber sido nunca violada, cuenta con un pasado turbulento, y ha sido forzada, saqueada, bombardeada, sitiada, y ha seguido cambiando igual que su ciudad hermana, Londres, y las demás ciudades de mi itinerario: Viena, Budapest, Bucarest, Estambul, Ankara, Tbilisi, Bakú y el resto de los relucientes hormigueros de Asia, hasta llegar a Tokio.

Rara vez tengo el ánimo muy alto en las ciudades; al contrario, me siento oprimido y apresado. En mis viajes, me han interesado más los sitios que quedan entre las grandes ciudades que las grandes ciudades en sí mismas: la tierra de nadie, lo más remoto, no la capital. Tengo la sospecha de que las personas que se deslumbran con las grandes ciudades, los que se creen urbanitas y completamente metropolitanos son en el fondo ratones de campo, simples, temerosos, provincianos demasiado domesticados, aturdidos por las luces de la ciudad.

Así que los coches quemados durante el mes anterior y la crisis del momento en París fueron una revelación. No creo en la inmutabilidad de las ciudades. Más bien las considero nidos de víboras, sitios de los que conviene huir. Pero esta ma­nifestación —una ruidosa y nutrida muchedumbre (según me dijo el hombre que sonreía) en la Place de la République— había detenido del todo la ciudad. Tal vez fuese algo que valiera la pena ver; desde luego, una multitud levantisca tenía que ser más atractiva que todo lo que pudiera ver en el Louvre.

Encontré un taxi. El taxista estaba sentado con toda comodidad, oyendo la radio, con el mentón apoyado en el puño.

—Place de la République —dije, entrando en el coche.

—No será fácil —dijo—. Hay una manifestación.

—¿Y qué problema tenemos?

—Están cabreados —dijo, y habló del despreocupado primer ministro, que se dedicaba a publicar sus poemas y que aspiraba a cambiar las leyes laborales.

Pasaron más minutos, durante los cuales el taxista hizo una llamada por el móvil. Como era de suponer, me informó de que estaba en un atasco.

—Además, está lloviendo.

Al reconocer a otro taxista, se asomó por la ventanilla y se puso a charlar con él. Se interrumpió de pronto y me dijo:

—Y, para colmo, hay obras en el Boulevard Saint-Germain.

Cuando no habíamos ido a ninguna parte y el taxímetro indicaba diez euros —trece dólares por unos cincuenta metros— le dije que en tal caso prefería ir a la Gare de l’Est.

—Es mejor que vaya a pie. Está pasada aquella calle, ¿ve?, bajando unas escaleras.

Me bajé del taxi, volví caminando a la Gare du Nord, compré un periódico y vi las indicaciones para llegar a la Gare de l’Est. Al cruzar la calle, me llamó la atención un restaurante de aspecto apacible, la Brasserie Terminus Nord, la clase de sitio cálido, bien iluminado, concurrido, capaz de abrirme el apetito en un día frío y lluvioso.

Me dije que a fin de cuentas era una cena de despedida, así que pedí media botella de borgoña blanco, una ensalada y una bouillabaisse a la marsellesa, un gran cuenco de pescado, mejillones, cangrejos de buen tamaño, cangrejitos de juguete y gambas flotando en un caldo de color azafrán, con croutons y rémoulade. Los camareros estuvieron amistosos y cumplieron su trabajo con eficacia y cortesía y buen humor.

—¿Qué, de viaje? —dijo uno al fijarse en mi bolso.

—A Estambul. En tren —y pensé: y también a Turkmenistán y a Uzbekistán y aún más allá.

—Bonito viaje.

—Esta noche marcho a Budapest, mañana por la noche a Rumania. Querría hacerle una pregunta —señalé el periódico—. ¿Qué significa licenciement?

—Que uno se queda sin trabajo.

—¿Y por eso es la manifestación?

—Exactamente.

Me lo explicó: el primer ministro había propuesto una modificación de la ley para que fuese más fácil despedir a los trabajadores que, en Francia, tienen contratos de por vida, ya que con las actuales leyes era casi imposible el despido. Pero los jóvenes se habían alzado en contra de ese cambio, al igual que los sindicatos, los comunistas y los trabajadores en general, porque la seguridad en el empleo se consideraba algo sagrado. Si no se protegiera el trabajo de los franceses (eso se decía), quedarían en manos de los polacos y los albaneses, los inmigrantes, dejando el orden social en precario y la vida cultural asediada por los extranjeros.

Terminé de comer, charlé con los camareros, tomé unas cuantas notas. Por esas escasas horas en Francia llegué a la conclusión de que los camareros franceses son amistosos, informan al extranjero, la comida es una delicia, los taxistas tienen sentido del humor y París es una ciudad lluviosa. Dicho de otro modo, mera generalización sobre la base de lo experimentado en una sola tarde. Es lo que hacen los escritores de viajes: alcanzar conclusiones sobre la base de pruebas muy escasas. Pero yo sólo estaba de paso; vi muy poca cosa. Sólo había hecho un transbordo de trenes en mi viaje hacia Asia. Seguí mi camino a pie hacia la Gare de l’Est, encontré una empinada y antigua escalera de piedra tallada en un lateral de la calle estrecha. Un rótulo a mano, en la acera, en francés, decía el mayor peligro es la pasividad.

Dentro de la estación, al otro extremo de la calle, una multitud afanosa miraba atenta el tablón de anuncios en el que se asignaba el andén a cada uno de los trenes. Vi el mío en el tablón: a Viena. La información la confirmó una voz por megafonía: «Andén nueve, el Orient Express a Mulhouse, Estrasburgo y Viena».

¿Se llamaba mi tren el Orient Express? Me extrañó que así fuese. Todo lo que tenía yo en la mano eran unos cuantos billetes baratos: París-Budapest-Bucarest-Estambul, con necesidad de cambiar de trenes en cada una de las ciudades, tres noches seguidas en coches cama. Hay dos formas de viajar en tren a Estambul: mi traqueteo, dando rodeos de acá para allá, en tres trenes distintos, y la manera lujosa. Se dio el caso de que el tren de lujo estaba en el andén contiguo, los coches cama con la indicación de Compagnie Internationale des Wagon-Lits, una despedida por todo lo alto, con una limusina anticuada y aparcada en el andén, con el rótulo Pullman Orient Express: pour aller au bout de vos rêves (para llegar hasta el fin de sus sueños).

El tren que estaba próximo a salir, que no era el mío, era el suntuoso tren de vagones azul y oro, el Venecia Simplon-Orient-Express, que había viajado de París a Estambul desde 1883 hasta 1977. Era un fantasma, mera sombra de lo que había sido (un coche cama, sin vagón restaurante, un revisor malhumorado) cuando lo tomé en 1973, y dejó de funcionar del todo cuatro años después. Los vagones herrumbrosos y descoloridos se subastaron en Montecarlo, y todos ellos, con todo el material de mantenimiento, los adquirió un empresario norteamericano. Dedicó dieciséis millones de dólares a restaurar los vagones y a recuperar todo el lustre que tuvieron. Adquirió el permiso para utilizar también una versión un tanto distinta del nombre y puso en funcionamiento ese tren de lujo en 1982. Ha sido todo un éxito entre los ricos más nostálgicos.

No era mi tren, porque en primer lugar resultaba demasiado caro: me hubiera costado nueve mil dólares sólo la ida de París a Estambul. Segundo motivo: el lujo es enemigo de la observación, una costosa complacencia que induce en uno tan buenos sentimientos que termina por no fijarse en nada. El lujo estropea, malcría, infantiliza, y a uno al final le impide conocer el mundo. De eso se trata en el fondo, ésa es la razón de que los cruceros de lujo y los grandes hoteles estén llenos de botarates que, cuando manifiestan una opinión, es como si fueran de otro planeta. También tengo la experiencia de que uno de los peores aspectos que tiene el viajar con ricos, quitando que los ricos nunca prestan atención a lo que se les dice, es que continuamente se quejan del elevado coste de la vida. De hecho, los ricos suelen quejarse de que son pobres.

El mío era el otro Orient Express, que viaja por el este de Europa, hasta Turquía. El coste total era de unos cuatrocientos dólares por los tres días con sus noches, nada lujosos (bastaba con ver el tren en la Gare de l’Est), pero sí placenteros y eficientes.

—Éste es su asiento —dijo el revisor, indicando una plaza en un compartimento de seis en total—. Cambia de compartimento en Estrasburgo, donde toma el coche cama.

Sólo había otro pasajero, una mujer de avanzada edad. Me senté y me adormilé hasta que me despertaron los toques del silbato del tren, y emprendimos viaje en este otro Orient Express, saliendo de la Gare de l’Est sin ninguna ceremonia. Al cabo de un par de kilómetros de la gloriosa ciudad rodábamos por los suburbios y luego por la orilla del río Marne, rumbo a lo más recóndito del este de Francia en medio del crepúsculo que se cernía cada vez más bajo.

Al iniciar viaje en una noche de finales de invierno, y a sabiendas de que despertaría en Viena sólo para cambiar de trenes, tuve la sensación de que mi viaje realmente había empezado, de que todo lo ocurrido hasta ese momento no era sino mero preludio. Lo que intensificó esa sensación fue la vista de los prados encharcados, de un verde muy oscuro, el río en sombras, los árboles pelados, la heladora sensación de la extranjería, y la impresión de que no tenía una idea demasiado clara de dónde estaba, tan sólo el conocimiento de que a última hora de la noche pasaría por Estrasburgo la frontera con Alemania y de que a la mañana siguiente estaríamos en Austria, y a eso del mediodía en Budapest, donde tenía que coger otro tren. El ritmo monocorde de los raíles, la rutina de los cambios de trenes, me habían de llevar al centro de Asia, puesto que sólo me quedaba por delante una serie de trayectos de ferrocarril desde allí hasta Tashkent, en Uzbekistán.

Me caldeó una sensación deliciosa, la auténtica pereza del viajero que recorre largas distancias. No había en el mundo otro sitio en el que quisiera estar, salvo en aquel asiento del rincón, un tanto achispado por el vino de la cena y saciado de bouillabaisse, con la lluvia azotando la ventana.

No lo sabía entonces, claro está, pero habría de viajar con lluvia y con viento por todo el camino hasta Turquía, a orillas del Mar Negro, y por Georgia, e incluso hasta Azerbaiyán, a orillas del mar Caspio, y no volvería a sentir ese calorcillo —tendría que ponerme un jersey de lana y una chaqueta gruesa— hasta estar en pleno Turkmenistán, entre turcomanos que rezaban sus plegarias y se mortificaban y llevaban a cabo el polvoriento ritual de las abluciones sin agua, que se llama tayammum, también a bordo de un tren, sólo que sucio y ruidosísimo, en el desierto del Karakorum, donde no llovía nunca.

La anciana señora me miró a los ojos, y tal vez al reparar en que el libro que tenía yo sobre las rodillas estaba en inglés me dijo:

—Está nevando en Viena.

Respondí imbuido del plácido pensamiento de que iba a estar en Estambul en pocos días.

—Por mí no hay problema. ¿Dónde estamos?

—En Château-Thierry. Épernay.

Los topónimos franceses siempre parecen evocar nombres de campos de batalla o nombres de marcas de vino. La siguiente estación era Châlons en Champagne, un andén luminoso bajo la llovizna, y las aseadas casitas del pueblo parecían una zona residencial de Connecticut, sólo que vista a través del prisma de la lluvia incesante. Luego, en la negrura, Nancy, el rebrillo de la lluvia al salpicar los aleros del andén, y poco más allá agrupaciones de casas tan bajas, tan calladas como las lápidas de quienes allí estuvieran enterrados.

En algún lugar una mujer y dos hombres se nos habían unido a la anciana y a mí en el compartimento. Estos tres hablaban sin parar en una lengua incomprensible, aunque era uno de los hombres el que rajaba sin descanso, mientras los otros dos metían la cuchara cada vez que podían.

—¿Qué lengua es la que hablan? —me preguntó la anciana.

—Creo que es húngaro.

Ella dijo que no tenía ni idea, y me preguntó por qué estaba yo tan seguro.

—Cuando no se entiende ni una palabra, por lo general es húngaro.

—Podría ser búlgaro, o checo.

—¿Dónde vive usted? —pregunté.

—En Linz —dijo.

—¿No es ahí donde...?

Sin darme tiempo a terminar se rio a carcajadas, interrumpiéndome con los ojos muy brillantes, sonriendo ante lo que sabíamos los dos.

—Es una ciudad pequeña y con mucho encanto. Un cuarto de millón de habitantes más o menos. Muy limpia, muy cómoda. No creo que sea lo que usted imagina. Y queremos olvidar toda esa historia.

«Toda esa historia» significaba que Adolf Hitler, el Cuervo de Linz, había nacido allí, y que su casa familiar seguía en pie, y que aún había algunas personas, pobres ilusos, que hacían peregrinaciones, aunque todo el simbolismo y la parafernalia del nazismo eran ilegales en Austria. Más o menos entonces, el escritor David Irving fue condenado a prisión en castigo por haber afirmado de manera completamente irracional, y además en letra impresa, que el Holocausto no se había producido. Era una chaladura semejante a decir que la Tierra es plana, pero en Austria era un delito consignado por ley.

—En Francia están volviendo —dijo la anciana.

—¿Los nazis, quiere decir?

—Es lo que dice mi hija. Vive en París. Voy a visitarla a menudo —miró por la ventanilla, sin ver otra cosa que su propio reflejo—. Siempre tomo este tren.

—¿Y no podría ir en avión? —pregunté, sólo por oír qué decía.

—Los aviones son horribles. Con este tiempo, siempre hay retrasos. Esto es mucho mejor. Mañana por la mañana estaremos en Linz y podré desayunar en mi casa —se adelantó y me dijo en un susurro—: ¿Y quiénes son ésos?

Tendría tal vez unos setenta y cinco años, y había vivido, o eso dijo, toda la vida en Austria. Tanto tiempo viviendo puerta con puerta con Hungría y no tenía ni idea de cómo sonaba la lengua que se hablaba al otro lado de la frontera, ni sabía identificar a los hablantes magiares, que en efecto lo eran; se lo pregunté en el andén, en Estrasburgo, donde estuvimos esperando el coche cama.

Las diez de la noche en una fría noche de marzo, la lluvia azotando los raíles; algunos vagones se desplazaban a lo largo del andén sobre ruedas que rechinaban, vagones con la acogedora palabra Schlafwagen en el costado, en letras sobredoradas. ¿Por qué sería que no sentí ninguna emoción al entrar en un gran hotel en una noche de lluvia como aquélla, y que en cambio me emocionó subir la escalerilla de un coche cama y entregar mi billete al revisor que me indicó cuál era mi litera? Estaba hecha la cama, había una botella de agua mineral en un estante; un lavabo, una mesa, una naranja madura en un plato.

Leí un trozo de Simenon, acomodado bajo la manta, cuando salió el tren de Estrasburgo con las rachas de lluvia centelleante, que parecían cristalizadas con las luces de la ciudad. Poco más allá, las rachas de lluvia picaban la superficie del Rin. Y me dormí: había sido un largo día que comenzó en Waterloo, con todos aquellos recuerdos de Londres. Me alegré de estar en tierra desconocida, con una climatología dramática, rumbo a tierras más desconocidas aún.

En la luz grisácea del alba, cerca de una estación llamada Amstetten, la nieve era igual que la nieve sucia de la novela de Simenon que estaba leyendo, «amontonada como si se pudriese, sucia y ennegrecida, salpimentada de basura. El polvillo blanco se soltaba del cielo a puñados, como el yeso que se desconcha del techo». Pero en cambio estaba todo mucho más blanco en la estación siguiente, Purkersdorf Sanatorium, un hospital centenario y una rareza arquitectónica, de estilo cubista. La nieve se había acumulado aún más según seguíamos hacia el este, donde había casas de campo junto a las vías del tren, suntuosas capillas, ovejas en medio de campos embarrados, cementerios poblados de estatuas pías. Las casas, en Austria, parecían a prueba de bomba, indestructibles, con jardincillos en los que las ramas negras destacaban sobre la nieve.

Viena no fue en mi caso más que la estación y el andén mismo en el que Freud diagnosticó su Reisefieber, la angustia que le producía el viajar en tren. Tan temeroso estaba de perder un tren, que llegaba a la estación más de una hora antes de la prevista para la salida, y por lo común le entraba el pánico cuando éste llegaba. Allí tomé otro tren, más deslucido y con toda seguridad magiar, para hacer el trayecto a Budapest, adonde estaba previsto que llegase a mediodía. El paisaje también era más deslucido, más llano, la nieve más fina, acumulada en sucios bancales, cuando cruzamos ruidosamente la frontera de Hungría en Györ, que era un conjunto de opacos edificios, de la época en que aquello era uno de los herrumbrosos pliegues del Telón de Acero, fábricas y campos sin cultivar, árboles pelados, labrantíos a finales de invierno con surcos alineados y esqueléticas líneas de nieve. Decir «labrantíos» es mucho decir, pues parece una descripción de serenidad pastoral, cuando aquello era todo lo contrario, tan oscuro, tan deprimente, con graneros reventados y vallas rotas, y no parecían labrantíos, sino una sucesión de campos de batalla en una larga retirada, la evidencia de las emboscadas en una acción de retaguardia que terminase en un manchurrón en el horizonte, que al crecer se tornaba humano, un campesino en bicicleta.

Los cuervos surcaban el cielo bajo del invierno sobre las espesas colinas de Hungría, sobre las zanjas, sobre las arboledas de tonalidades ocre, desdibujado todo ello, descolorido, como una tarta revenida, el oscuro paisaje de una mañana a una hora temprana en el este de Europa, que saltaba en la ventanilla del tren como los fotogramas torturados de una película antigua.

El atractivo que tuviera el viajar por un panorama invernal, unos cuantos pasajeros en el tren, las extensas llanuras —¿qué cultivarán aquí?, me pregunté—, el placer que revistiera, era su fealdad inapelable, aunque algo romántica, y el hecho de saber que estaba de paso. Llegaría en pocas horas a Budapest, a Bucarest al día siguiente, a Estambul al otro. Esta clase de viaje, un ejercicio de elemental ociosidad, era también una forma de disfrutar de la libertad misma de este viaje.

Treinta y tres años antes estuve angustiado en todo momento. ¿Adónde me dirigía? ¿Qué iba a hacer con la experiencia del viaje? Me oprimía la sensación de que quienes más amaba no vieron con buenos ojos que me fuese. ¡Nos estás abandonando! ¡No quiero que te marches! ¡Lo vas a lamentar!

Con ese estado de ánimo, sintiéndome reprendido, miré por la ventanilla a lo largo de una ruta ligeramente distinta, por Yugoslavia, y abominé de lo que vi, me sentí fútil entre las colinas embarradas, me produjo resentimiento cada obstáculo, como si el viaje que había resuelto hacer no fuera sino un complejísimo impedimento. En cambio, en esos momentos me sentía feliz, y la felicidad presta si no encanto sí un agradable desapego. No vi en la ruta por la que viajaba un territorio enemigo. Me pareció desmadejada, mansa, un tanto olvidada de todo, pero no me lo tomé a título personal.

La lección de mi personal Tao del Viaje consistía en que si a uno se le ama y si se siente libre y necesita conocer el mundo en cierto modo, viajar es mucho más sencillo y es una actividad más propensa a la felicidad. Pensé que todo el que haya vivido durante la segunda mitad del siglo XX es más o menos resistente a los shocks, y por eso disfruta más, y tiene menores expectativas, y desprecia toda promesa de contenido político. Pasada cierta edad, el viajero deja de ansiar otra vida distinta y no da nada por sentado.

Y esta vez podía hablar por teléfono con mi mujer. Me había convencido para que llevase un artilugio portátil, que servía por igual de teléfono móvil y de receptor de internet. Me resistí todo lo que pude. Llevaba más de cuarenta años viajando sin la necesidad de estar en contacto permanente con quien quedara en casa. Y aborrecía ver a la gente utilizar sus teléfonos móviles tanto como aborrecía ver a alguien que va comiendo y andando al mismo tiempo, esa complacencia descarada, dando a una ceremonia privada un significado de acto público, casi de alarde, rebuznando en el telefonito y rebuznando al mundo en general: «¡Eh, cariño, es que voy en tren! ¡Vamos a entrar en un túnel!».

Me había olvidado de que llevaba encima el instrumento. Lo encendí y recibí un mensaje de texto, Bienvenido a Hungría, y poco después volvió a sonar.

—Te echo de menos —dijo mi mujer—. Pero quiero que sepas que estoy de tu parte. Sé que tenías que hacer este viaje.

—¿Qué tal las labores de punto?

—Todavía no he empezado. Aún estoy estudiando los patrones.

Ese aplazamiento por su parte me pareció extrañamente tranquilizador, y charlamos un poco más, ella en casa, yo en un tren, mirando los campos nevados en los alrededores de una ciudad de fábricas y de bloques de viviendas que se llamaba Tatabanya, a menos de una hora de Budapest.

La visión de la ciudad vieja y picada de viruela, con los charcos, tiznada al derretirse la nieve, la estación de Keleti destacada como un manicomio húngaro bajo la lluvia, las calles acuosas, las aceras embarradas, deshelándose y goteando tras el largo invierno, todo ello me dio esperanzas. No estaba yo en busca de una versión glamorosa del hogar, sino de algo diferente por completo, algo que probase que había recorrido cierta distancia. Unas mujeres de rostros adustos, vestidas con ropas astrosas, con bolsas de la compra colgadas del brazo, arrastrando los pies en la nieve medio derretida, con las botas sucias, mostraban carteles en los que anunciaban Zimmer, ofreciendo una habitación en su vivienda, o su vivienda entera, para embolsarse algo de dinero en una economía que se había desplomado tan estrepitosamente que la gente se marchaba en masa, apiñándose en la estación de Keleti para tomar los trenes con rumbo oeste, a Austria y Alemania y Gran Bretaña. Me agobiaron los taxistas y los proxenetas, no pestilentes, sino tan sólo desesperados por ganar algo de dinero.

Dejé el bolso en consigna —mi tren a Rumania no salía hasta la noche— y salí por la puerta del grandioso edificio de la estación, con sus estatuas y su carro alado, sus corceles, sus motivos decorativos de plumas, de flores, fechado en 1884, una típica extravagancia austrohúngara, grandiosa, pomposa, que parecía burlarse de los cansados viajeros con sus gabardinas empapadas y de los peatones de pies doloridos con sus bolsas de la compra.

—¿Qué tal va? —le pregunté a una mujer en una librería.

—Mal, va mal —dijo.

No dejé de preguntarlo al salir a pie de la estación, al seguir por la ciudad hasta el Danubio, encantado con el placer de asimilarlo todo, con la certeza de que en ocho o nueve horas estaría de vuelta en la estación para recoger mi bolso y subir a otro tren con destino a Bucarest, la continuación de mi personal Orient Express.

Fue más o menos en este punto, en mi viaje anterior, cuando conocí a un compañero de viaje al que llamé Moles­worth en mi libro. Era un agente de actores de teatro y un bon vivant, soltero, y por ser un poco picante y bastante familiar en el trato ganaba más la natural chispa que tenía. Sus clientes habían sido los Cusack y también Warren Mitchell. Antiguo oficial en el ejército de la India, había viajado a lo largo y ancho de Asia. Guiñaba el ojo con un monóculo cuando leía el menú de un restaurante, y tenía la afable costumbre de llamar «George» a todo el mundo, como cuando hablaba con un revisor en un tren turco: «George, este tren ha visto días mejores, ¿eh?». Cuando se publicó mi libro, me dijo que la gente lo reconocía en el texto a pesar del seudónimo que le puse. De vez en cuando lo veía en Londres y lo invité a alguna que otra fiesta en la que se hizo notar con sus anécdotas sobre el teatro, todas sobre sus querindongas, y luego oí decir a mis amigos que «Terry es un tío espléndido». Antes de morir, me dijo que el viaje a Estambul, en 1973, fue uno de los mejores viajes que había hecho, y a menudo añadía: «Tendrías que haberme llamado por mi nombre». Pero es que su verdadero nombre era tan bueno que parecía de mentira: Terrance Plunkett-Greene.

Caminé bajo la lluvia incesante con todos los demás transeúntes hasta que llegué a un hotel de pinta razonable, el Nemzeti, y entré sólo por guarecerme de la lluvia.

El restaurante estaba vacío. Sólo había dos mujeres con chaquetas de cuero, fumando.

El pálido camarero me preguntó si no tenía ganas de comer. ¿No estaría más a gusto sentado en el cálido restaurante, disfrutando el menú del día?

Le dije que sí. Había goulash en el menú.

—Los extranjeros piensan que el goulash es un estofado. Pero no. El goulash es una sopa.

—¿Y qué significa esa palabra?

—En inglés no sé cómo se dice. Pero un goulash es alguien que cuida de las ovejas.

«¡Tinta roja!», hubiese dicho Plunkett-Greene de aquel vino húngaro. «¡Morralla para campesinos! ¡Alubias!», hubiese exclamado al ver la comida del Nemzeti.

Las mujeres se marcharon. Un hombre joven ocupó el sitio en que estaban. Como era además de mí el único cliente del restaurante trabamos conversación. Se llamaba Istvan. Estaba en Budapest por razones de trabajo. Dijo que algunas empresas de Europa se habían deslocalizado en Hungría debido a lo barato de la mano de obra y a la población, bien educada, pero paupérrima. Ésta había de ser una historia que escuchase por todo el camino, a lo largo de Asia y en especial en la India. En su trabajo se dedicaba a los motores de escasa potencia.

—¿Y el gobierno? ¿Qué tal va por aquí?

—Terrible —dijo Istvan. Aborrecía a los políticos de Hungría, aborrecía la política—. Son todos socialistas. De izquierdas. Yo soy de derechas.

De aquí pasamos a hablar del gobierno de Estados Unidos, al que también detestaba.

—Bush es un tipo peligroso, es arrogante. Y no es precisamente listo. Y ahora tenemos que preocuparnos por lo que haga en Irán.

Tendría que haberme hecho a la idea de que ésa sería la misma opinión que me tocara escuchar en casi todas las conversaciones trabadas al azar durante los siete meses que siguieron, siempre que dije a mi interlocutor que soy nortea­mericano: que nuestro presidente es un imbécil y que su política era diabólica y que estaba controlado por las fuerzas del mal. Que Estados Unidos, a pesar de todo lo que prometía, a pesar de su prosperidad, es en realidad el país que abusa del mundo.

Tal como le dije a Istvan entonces, en esas ocasiones me daba por preguntar: «¿Usted emigraría a Estados Unidos si tuviera la posibilidad?». Y siempre me contestaron que sí, como hizo el propio Istvan, no porque tuvieran la más mínima noción de la cultura norteamericana, de la política, de la historia, sino por la pasión que les inspiraba el sueño de tener un trabajo y de ganar dinero y de ser dueños de un coche, de una casa, de huir de su precaria existencia, a salto de mata, con tal de ser ciudadanos norteamericanos.

Istvan era un tipo bastante inteligente, pero hubo otros, y lo más inquietante es que los peores, los más bestias, me sorprendieron al alabar al gobierno estadounidense por su militarismo. Me causó aprensión, porque iba a tener que atravesar al menos seis países musulmanes. Pero todos ellos eran dictaduras en mayor o menor medida, y me animé al pensar que cuando un pueblo está sometido a un mal gobierno rara vez le tienen a uno por responsable en persona de las decisiones que su gobierno hubiese tomado.

Le deseé buena suerte a Istvan y seguí mi camino, haciendo un alto en un sex shop. De acuerdo con mi teoría de que la pornografía que se fabrique y se consuma en un país representa la visión más rápida que se puede obtener sobre la cultura y la vida interior de la nación, y en especial del carácter de los hombres, entré a hacerme una idea. Aquello era repugnante, con abundancia de bestialidad (perros y mujeres), personas muy gordas, personas muy peludas, algunas muestras de crueldad entre actores gay y todas las perversiones alemanas.

Al igual que Checoslovaquia, Bulgaria, Polonia y Rumania, y los demás países de la antigua órbita soviética, cuando Hungría liberalizó su política en 1989 el efecto inmediato fue la legitimación de lo que antes se había considerado conducta antisocial: el porno, la música a todo volumen, las protestas más sonoras, las pintadas que saltaban a la vista en las tapias de las afueras de Budapest. Algunas de estas explosiones de promiscuidad podrían haber sido un mero estallido de ira irracional, desde luego, pero no era ése el caso del porno. La pornografía es algo específico, es particular en sus rituales e imágenes, algo que puede ser gratuito o ficticio o bien preparado por el mero valor de choque que pueda tener, o que de lo contrario no se vende. Las estanterías llenas de vídeos y DVD de tema bestial —mujeres haciéndose arrumacos con perros y caballos, con cerdos y cabritos— daban a entender que existía un mercado.

Bajo el aguanieve y la nieve empapada de la ciudad en franca decadencia, en medio del restregar de las botas (desgastadas, venidas a menos en todos los sentidos), en medio de los rostros empapados y del cabello astroso no había ni un ápice de sensualidad, no encontré desde luego ninguna tentación en la que detenerme. Nada me ha parecido tan sórdido como una ciudad imperial sometida durante décadas al estilo soviético. Sin embargo, todas las personas con las que hablé —y es que continuamente tuve que pedir indicaciones— se mostraron corteses conmigo, todas aquellas personas fatigadas, de cabello grasiento, enojadas bajo la llovizna de finales del invierno. Tal vez parezca que las critico, pero me gustó Budapest por ser una especie de bucle en el tiempo, como si se hubiese quedado atrás.

No acerté a identificar un rostro típico de los húngaros, unas facciones nacionales. El mentón cargado, la frente ancha, los ojos muy juntos no me parecieron suficientes; con todo, me resultó una cultura monolítica y en la que no había etnias, ni minorías que saltaran a la vista, sino sólo un montón de personas de raza blanca, cansadas, aliviadas de que Hungría hubiese ingresado en la Unión Europea, por lo que podrían marcharse a encontrar trabajo en otra parte y a lo mejor no volver nunca más, como me dijo un hombre en un café de la estación de Keleti cuando fui a recoger mi bolso de viaje.

—¿Adónde va usted? —preguntó.

Le dije que a Rumania y me dijo que lo repitiese, porque le hizo gracia. Se rio a carcajadas, con todo el vientre, en son de burla.

De Hungría en adelante, me quedó claro que muy pocas personas miraban al este. No había turistas, y los únicos viajeros habían de ser los que volvieran a sus lugares de origen, y de mala gana, porque el gran deseo colectivo era viajar al oeste, marcharse del lugar natal. El este representaba la desesperanza, la pobreza, el fracaso, más excusas. La mayoría de los viajeros en la estación de Keleti deseaban ir al oeste, incluidos los que iban al este. Y nadie iba a viajar a Turquía.

Con los borrachos, los vagabundos, los evangelistas de mirada pétrea y en busca de pecadores a los que convertir, los que cambiaban dinero, los jóvenes al acecho que podrían haber sido drogadictos o chaperos o ambas cosas, y las ancianas cargadas de fardos que se marchaban al campo en trenes de cercanías, los que me llamaron la atención en la estación de Keleti fueron los jugadores de ajedrez. Estaban ante un largo pedestal de mármol, cerca de los topes de las vías, en medio del gentío que esperaba los anuncios para tomar sus trenes. O a lo mejor es que nadie iba a ninguna parte: una estación de ferrocarril es una pequeña democracia en la que todo el mundo tiene el derecho a existir sobre la presuposición de estar esperando un tren. Aquellos individuos estudiaban los tableros, se mesaban el cabello y la barba, hacían de vez en cuando un movimiento, la lenta y elegante lógica del ajedrez en medio de un pandemónium ferroviario.

Los pasajeros que tomaron el Euro-nocturno, el expreso a Bucarest, eran rumanos; me tocó viajar en contra de la corriente al uso, en contra de los que iban al oeste. ¿Quién podría tomar un tren a Rumania sin tener necesidad? Me dijeron que en los años recientes los extranjeros deseosos de adoptar huérfanos rumanos tomaban ese tren de vez en cuando, pero como eran muchísimas las agencias de adopción que incurrían en fraude, eran muy pocos los extranjeros deseosos de afrontar lo que bien podía terminar en decepción y en estafa.

Me agradó el modo en que este viaje en tren me iba alejando de todo lo conocido, cambiándolo por las distorsiones de lo ajeno, la dimensión onírica del viaje, en el que las cosas son especialmente extrañas porque tienen un aire un tanto familiar. Había también menos gente, como si nadie quisiera ir a donde iba yo, sobre todo en ese momento, en el paisaje enfangado de Hungría, la llovizna que chispeaba sobre las montoneras de nieve junto a las vías del tren.

Incluso allí, pese a estar aún en Europa, percibí una insinuación de ambigüedad asiática en el olor a gato del coche cama, la gente que no sonreía y soportaba las inclemencias en los duros asientos de segunda clase, en el apiñamiento del coche restaurante: montones de tubos fluorescentes en cajas de cartón y rollos de cable apilados en las mesas, con pegajosos sobres de vinagre y frascos de una salsa siniestra, los tapones recubiertos de grumos derramados y resecos.

«Veloz en la oscuridad, bajo la lluvia, tiempo dramático que aplasta las vías, los silbatos a todo meter, este tren es perfecto, el coche cama es un contratiempo.» Esto iba escribiendo en mi cuaderno. Me recordó de manera agradable, en tonos sepia, por lo barato que resultaba (unos cien dólares), mi viaje anterior. Había tomado un tren diésel por Belgrado y Nis y Sofía, ¿y qué? Aquello no era tan distinto: hombres malhumorados y vestidos con chándal, mujeres con echarpes, niños cansados, de ojos vítreos, que temblaban con los zapatos empapados. Al igual que la noche anterior, camino de Budapest, el revisor del coche cama me troqueló el billete, me trajo una cerveza, me hizo la cama y me recordó que llegaríamos a Bucarest sobre las nueve de la mañana.

—¿Para qué va usted a Bucarest?

—A echar un vista

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos