Hasta las Indias y más allá (El pequeño Leo Da Vinci 9)

Christian Gálvez

Fragmento

Leo9-4.xhtml

cap1.jpg

Pedrito Torrigiano era el niño más bruto del universo. Más alto que un pino y feo como el culo de un mono, se comía los grillos crudos cuando tenía hambre y se los tragaba sin eructar.

Como le gustaba la escultura, modelaba sus figuras de piedra a puñetazos y, si quería recortar algún detalle, ¡lo hacía a mordiscos!

Esto, además de ser una barbaridad, dejaba a mi amigo Miguel Ángel en segundo lugar en una imaginaria carrera de brutos, pues mi colega a lo más que llegaba era a chutar de cabeza su pelota de mármol. Y, claro, ahí vino el problema. Entre dos estrellas de la escultura y el bestiajismo, estalló la rivalidad. Y no lo hizo en la clase de Arte, sino en el campo de fútbol, concretamente en el esperado encuentro entre mi equipo, el Fiorentona, contra el Napolitana de Pedrito.

pag16.jpg

Y aquello fue el Apocalipsis…

Mis colegas Miguel Ángel, Lisa, Chiara, Boti, Rafa y yo íbamos ganando dos a uno. Los goles de MA y las paradas de nuestra portera nos daban la victoria.

Bueno, eso y que el tal Pedrito estaba jugando bastante chungo.

Entonces, el entrenador del Napolitana, un tipo muy bajito y calvo vestido con un chándal inmenso, se puso nervioso y se mosqueó. Frunció el entrecejo y llamó a Pedrito con un silbido pelipúntico. Le echó la bronca. El chaval se puso de color rojo tomate por la humillación, pero rápidamente cambió a amarillo pimiento por la furia. Volvió la mirada hacia Miguel Ángel, fue hacia él como un toro, le quitó la pelota haciéndole una entrada de escándalo y le tiró al suelo.

—¡Tío, eso no vale! —se quejó Miguel Ángel.

—Píii —sonó el silbato del árbitro pitando falta.

Pero Pedrito, lejos de pedir disculpas a mi amigo, aprovechó los instantes en que se levantaba del suelo para… ¡ZASCA! ¡¡¡Arrearle un puñetazo que le partió la nariz!!!

—¡Auuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu! —gritó Miguel Ángel, sangrando por las napias.

Definitivamente, Pedrito se había pasado tres pueblos.

—¡Sinvergüenza! —gritó Lisa enfadadísima—. ¡Te vas a enterar por haber zurrado a mi amigo!

Y se dirigió hacia él remangándose la camisa con claras intenciones de arrearle. ¡¡Ella!! ¡Lisa! ¡Mi Lisa, chiquitita y delicada, quería zurrarle a un tipejo tres veces más grande que ella y sin escrúpulos! ¿Y si antes de que ella pestañeara, él la lanzaba por los aires? No podía dejar que eso ocurriese…

Quise salir corriendo para interponerme entre ambos, pero estaban en la otra punta del campo. No llegaría a tiempo de evitar el desastre. Entonces vi la pelota a mi lado y no lo dudé: chuté un balonazo directo a la cabeza de Pedrito, pero, como la tenía tan dura, rebotó en una pared con tan mala suerte que se coló por la ventana abierta de la casa de… ¡Maquiavelo!

Ay, madre. ¿Podía ir la cosa peor?

Un CLINC, CLANC, CLUNC que sonó a cristal roto me dio la respuesta.

—¡Salvajes! —gritó una voz de mujer desde dentro de la casa—. ¿Quién es el responsable de esto?

—¡Seguro que ha sido Leo, mamá! —confirmó la inconfundible voz de ratilla rastrera de Maquiavelo.

Pero esta vez no le faltaba razón: yo era el culpable de haber roto… ¿Qué era exactamente lo que había roto?

—¡Un valiosisisísimo jarrón chino de la dinastía Ming de mi padre! —exclamó Maqui, mostrando unos trozos de porcelana blanca con dibujos azules por la ventana—. ¡¡A mi papi vas a ir!!

—¡Oh, no lo hagas! —le supliqué—. ¡Es cierto que yo he chutado el balón, pero ha sido por culpa de Pedrit…! ¿Pedrito? —pregunté, volviéndome hacia él—. ¿Dónde está Pedrito?

El «valiente» de Pedrito se había esfumado, desaparecido, volatilizado. Y no solo él. Sus compañeros de equipo y el entrenador champiñón también se habían largado sin dejar rastro. Solo quedábamos mi equipo de pringadillos y yo, frente a la sabandija de Maquiavelo, que empezaba a frotarse las manos cual mosca ante la miel, maquinando una terrible venganza.

—Amigo Maqui —le dijo Rafa, mostrándole su colección de cromos de fútbol—, seguro que podemos llegar a un acuerdo y olvidarnos de este «pequeño incidente».

—¡Y un jamón! —contestó Maquiavelo, saltando desde su ventana para venir junto a nosotros—. Ese jarrón es único en el mundo y su valor incalculable.

—Lo que va a ser «incalculable» es el castigo que te va a poner tu padre, Leo —me dijo con cara de pollo estreñido Boti.

¡Mecachis! ¡Era cierto! Hacía una semana que había probado un nuevo modelo de cohete para viajar hasta la Luna; pero algo falló y el aparato salió disparado por el salón, rompiendo la vajilla de mi abuela, la mesa de cristal y la lámpara veneciana. Esto mosqueó bastante a mi padre, quien amenazó con dejarme un año sin jugar al fútbol si se volvía a repetir. ¡¡Un año sin tocar el balón!!

—Pues no es por fastidiar —dijo Miguel Ángel, sujetándose como podía la nariz rota—, pero la cosa no tiene buena pinta.

—Un momento —interrumpió Lisa—, ¿y si compramos otro jarrón igual?

pag20.jpg

—Pequeña e ilusa criaturilla —contestó Maqui, acercándose a mi amiga con aire de superioridad—: eso es imposible. Ya os he dicho que esos jarrones solo se fabrican en China, el Lejano Oriente. ¡Y el Lejano Oriente está… lejísimos! ¡Juas, juas, juas! —dijo burlándose Maquiavelo.

—Igual está más cerca de lo que piensas… —contesté yo.

—¿Qué quieres decir? —soltó, volviéndose hacia mí sorprendido.

—Pues que la China está lejos si vamos por el este. O sea, atravesando toda Europa para llegar hasta Asia. Pero yo sé que hay un camino más corto: saliendo por la izquierda, es decir, por el océano Atlántico.

—¡Eso es absolutamente falso! ¡Todo el mundo sabe que la Tierra es plana y que después del Atlántico se acaba el mundo!

—¡Mentira podrida! —respondí—. Cuando estuvimos en Roma, hablé con mi amigo Copérnico y juntos concluimos que la Tierra es redonda. Por lo tanto, da igual si salimos por un lado o por otro, porque, como redonda que es, llegaremos al mismo sitio y si lo hacemos como te digo, incluso antes.

—¡Leo, estás loco! —gritó enfurecido Maqui, porque él solo quería que me castigasen.

—Maqui, sé que tu padre está de viaje, así que te propongo un trato: si no vuelvo con el jarrón antes de que él regrese te chivas, me castigan y te sientes genial con mi infelicidad.

—Ya… Y ¿qué gano si lo consigues?

—Una caja de petardos chinos y te hago el trab

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos