Renacer de los escombros

Gabriela Exilart

Fragmento

CAPÍTULO 1

El bosque es precioso, oscuro y profundo.

Pero tengo promesas que cumplir

y millas por recorrer antes de dormir.

ROBERT FROST

Pareditas, provincia de Mendoza, 14 de enero de 1944

Las palabras pronunciadas por María resonaban todavía en su mente: “Prométeme que las encontrarás, Giuliano, promételo”. Y él lo había prometido, aun sabiendo que la tarea sería poco menos que imposible. Sería como encontrar una moneda en el mar cuya inmensidad desconocía.

Pero había dado su palabra, y su palabra valía más que cualquier otra cosa. Jamás rompía una promesa, sólo la muerte le impediría encontrarlas.

Cargó el bolso a su espalda y dejó que el sol lo guiara por los caminos polvorientos y secos.

No miró hacia atrás, sabía que su madre estaría frente al rancho, tiesa cual estatua, con los ojos brillantes a causa de las lágrimas que no dejaría caer, como tampoco las derramó cuando murió María.

Adivinaba a la niña morena y delgada prendida a su falda, rígida también, llorando en silencio. Candela era la única que osaba llorar en esa familia de tres.

Envolvió su corazón en acero para que no le doliera y caminó hacia su búsqueda que anticipaba infructuosa pero a la que le dedicaría la vida.

En pocos minutos bordearía Pareditas, el pequeño poblado ubicado en el centro de la provincia de Mendoza, y alcanzaría la ruta 40. Si tenía suerte alguien lo llevaría hasta San Juan.

El paisaje del entorno ya había dejado de conmoverlo, su alma se había endurecido al punto de no advertir la belleza. Sólo Candela, con sus ojos rasgados y dulces, lograba robarle alguna sonrisa. Mejor no pensar en ella. Su madre se encargaría. Él debía cumplir la promesa que había hecho a María. No podía volver antes. Su vida pasaba a un segundo plano, no cejaría hasta dar con ellas.

Al llegar al poblado caminó hacia la pulpería. El lugar era lúgubre, no había ventanas y sólo entraba algo de luz por la puerta abierta. Los parroquianos apenas giraron sus rostros para mirarlo y volvieron a sus bebidas. Giuliano se acercó al mostrador y pidió agua. Sin responder, el puestero puso frente a él un jarro lleno mientras se dirigía a atender una mesa. Vació el contenido de un solo trago, dejó unas monedas y salió.

Faltaban dos horas para el mediodía y el calor era intenso. El sombrero lo protegía del reflejo pero le mojaba la frente. Se lo quitó, secó su sudor con el dorso de la mano, y volvió a calzarlo.

Unos niños pasaron corriendo a su lado y Giuliano recordó su niñez, parecida a la de ellos, feliz en la ignorancia de los peligros, sin responsabilidades ni ataduras. Rememoró sus escapadas a la laguna con Pepino y Beppo, los muchachos más grandes, hijos de un amigo de su padre. Una mueca parecida a una sonrisa curvó su boca de labios finos. ¡Cómo se enojaba su madre cuando llegaba con la ropa mojada y a deshora!

Había sido un niño feliz. Felicidad que le fue arrebatada a los veinticuatro años, cuando sucedió aquello. Alejó el pensamiento como quien espanta una mosca, no era momento de ponerse melancólico.

La ruta 40 estaba cerca. Apuró el paso, quería alcanzarla cuanto antes y conseguir un coche que lo llevara a San Juan.

Sin desearlo, su mente volvía una y otra vez a evocar los episodios que habían desembocado en ese viaje desorganizado y loco. Sólo era un rumor. Pero, ¿si era cierto?

Candela lo merecía, por ella y por la memoria de María debía seguir. Aunque no tuviera ganas de alejarse tanto de su casa, de dejar a su madre y a la niña solas.

Sabía que doña Paula se encargaría bien de la pequeña, siempre lo había hecho, pero desde la muerte de su padre casi quince años atrás él se había erigido en el hombre de la casa y se había ocupado de todo. De los animales, de la huerta, del pequeño viñedo que don Luciano se había empeñado en ubicar al fondo del rancho y que tanto esfuerzo había costado para que al final las plantas terminaran muriéndose. Su padre se daba maña con los animales, mas no así con las cosechas. Pero su madre lo secundaba en todo. Él, en el medio, no tuvo opción y trabajó con ellos codo a codo.

A la muerte de su padre, doña Paula desistió de los intentos de cosechar la vid y se dedicó al telar. Tejía pacientemente hasta que la luz del sol se escapaba, sentada en un banquito de madera en la puerta del rancho. Luego, enderezaba su espalda encorvada, estiraba los brazos y entraba para ocuparse de la cena. A causa del telar doña Paula, que apenas tenía cincuenta y dos años, lucía una pequeña joroba y los dedos retorcidos.

Giuliano avanzaba impulsado por la promesa a pesar de que el calor lo agobiaba y volvía más lentos sus movimientos. Era un hombre alto y musculoso a fuerza del trabajo. No era bello, tenía el rostro anguloso, una nariz aguileña que le daba cierta personalidad a su cara, boca de labios finos y unos intensos ojos donde se refugiaba la noche. Las cejas, negras y abundantes, no opacaban sus largas pestañas. Pómulos salientes, mandíbula firme. En conjunto su fisonomía era atractiva, pero si se observaba cada rasgo en particular se advertía su falta de armonía.

A los treinta y cuatro años Giuliano había adquirido un carácter reservado y hosco. Acostumbrado a vivir en el rancho, sin acceder demasiado al poblado por falta de interés, se había criado entre animales y plantas, pero no por eso era un hombre bruto. Su padre había sido un gran lector y él había heredado su manía. En su cuarto se acumulaban pilas de libros desde el suelo hasta el techo de adobe. En especial, le gustaba la historia, creía que los pueblos que no conocían su pasado repetían los errores de antaño.

Por el contrario, su madre apenas conocía las letras, y pese a que don Luciano se había empeñado en enseñarle a leer, a doña Paula no le interesaba el mundo de lo escrito. Ella captaba la vida a través de sus sentidos, y así supo antes que nadie que María iba a morir.

Antes de partir Giuliano había guardado en su bolso el libro que siempre releía, Civilización y barbarie, de Sarmiento, porque lo seducía la dicotomía que el autor planteaba entre la civilización de Europa y Norteamérica y la barbarie de América Latina.

El sonido de un motor a su espalda le hizo girar la cabeza. Una camionetita Ford, destartalada y ruidosa, se aproximaba echando humo. Parecía un escarabajo gigante y brilloso bajo el sol de enero. Giuliano se volvió y le hizo señas para que lo llevara. El vehículo fue disminuyendo su marcha y se acercó al camino.

Un viejo de edad incierta, falto de pelo y dientes, iba al volante. A su lado, un niño de unos ocho años jugaba con unas maderitas cortadas como si fueran animales.

—¿Adónde va, mi amigo? —inquirió el viejo.

—A San Juan —replicó Giuliano asomándose por la ventanilla y levantando el ala del sombrero a modo de saludo—, o a donde usted me alcance.

—Es su día de suerte —el hombre hizo una seña al pequeño para que se corriera y le hiciera espacio al nuevo pasajero.

Giuliano subió y el escarabajo reinició su ruidosa marcha.

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