El vuelo de la reina

Tomás Eloy Martínez

Fragmento

 Índice

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Citas

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Último

Nota final

Notas

Sobre el autor

V Premio Alfaguara de Novela 2002

Premio Alfaguara de Novela

Premios Alfaguara

Créditos

A Mercedes Casanovas,
por su paciencia en este vuelo.

A Gabriela Esquivada,
que me enseñó a volar otra vez.

«... la vida es paródica y necesita una interpretación.
Así, el plomo es la parodia del oro.
El aire es la parodia del agua.
El cerebro es la parodia del ecuador.
El coito es la parodia del crimen.»

GEORGES BATAILLE
L’anus solaire

«El criminal no crea la belleza: él mismo es la belleza en estado puro.»

JEAN-PAUL SARTRE
Saint-Genet, comédien et martyr

«La soberbia es, por así decirlo, la abeja reina de todos los vicios y pecados.»

DENNIS HELMING
Encyclopedia of Catholic Doctrine

Uno

Uno

A eso de las once, como todas las noches, Camargo abre las cortinas de su cuarto en la calle Reconquista, dispone el sillón a un metro de distancia de la ventana para que la penumbra lo proteja, y espera a que la mujer entre en su ángulo de mira. A veces la ve cruzar como una ráfaga por la ventana de enfrente y desaparecer en el baño o en la cocina. Lo que a ella más le gusta, sin embargo, es detenerse ante el espejo del dormitorio y desvestirse con suprema lentitud. Camargo puede contemplarla entonces a su gusto. Muchos años atrás, en un teatro de variedades de Osaka, vio a una bailarina japonesa despojarse del quimono de ceremonia hasta quedar desnuda por completo. La mujer de enfrente tiene la misma altiva elegancia de la japonesa y repite las mismas poses de fingido asombro, pero sus movimientos son aún más sensuales. Inclina la cabeza como si se le hubiera perdido algún recuerdo y, luego de pasarse la punta de los dedos por debajo de los pechos, los lame con delicadeza. Para no perder ningún detalle, Camargo la observa a través de un telescopio Bushnell de sesenta y siete centímetros que está montado sobre un trípode.

Hace diez días alquiló el departamento donde está ahora porque las ventanas del único ambiente se enfrentaban con las del dormitorio de la mujer como un espejo. Ella aparece siempre a la misma hora, lo que facilita la rutina del observador. Nadie podría decir que es una belleza. Tiene labios finos y tal vez demasiado estrechos, la nariz erguida hacia una punta redonda y gruesa, la barbilla enhiesta y desafiante. Cuando se ríe, alza tanto el labio superior que la franja de las encías queda a la vista. Los tobillos son gruesos y en las pantorrillas se le forman músculos de futbolista. Los pechos, demasiado pequeños, son sin embargo capaces de ondulaciones de medusa. Si se la cruzara en la calle, tal vez no se le ocurriría detenerse a mirarla. Pero su imagen irradia, sobre todo cuando queda enmarcada por la ventana, una libertad de gata, una indiferencia inconquistable, algo mercurial que la coloca lejos de todo alcance.

Los domingos, ella se queda cabalgando hasta muy tarde y llega al departamento con ropa de montar. Lucha largo rato para quitarse las botas y, cuando al fin consigue liberar los pies menudos, Camargo siente una felicidad insuperable, porque la mujer, al apartarse del espejo, depende sólo de su mirada. Los edificios de alrededor están vacíos, ella podría morir sin que nadie lo supiera, y si por un instante él la desprendiera de su atención, la dejaría huérfana en el océano del mundo. En esas largas horas no se aparta jamás del telescopio, observando los ligeros sobresaltos de la respiración y los temblores de los músculos. En los otros rituales, los domingos son idénticos a cualquier día: ella se quita la blusa por arriba de la cabeza, explorando los olores de las axilas. Camargo aprovecha entonces el intenso paréntesis para observar en detalle la cicatriz que la mujer tiene debajo del ombligo, sobre el nacimiento del vello. Por lo que ha podido averiguar, es el vestigio de una operación de apendicitis mal suturada en la niñez. Al menos, eso es lo que la mujer acostumbraba explicar. Pero él sospecha que se debe a una secreta cesárea.

La noche del 25 de julio, Camargo está adormecido oyendo el cuarteto en re mayor de César Franck cuando la mujer entra en el departamento al terminar el scherzo, veinte minutos después de las once. Parece ansiosa, desorientada, sin saber qué hacer con su alma. Lleva un abrigo largo, negro, y debajo un conjunto de paño gris. Deja el abrigo sobre la cama con un ademán rápido, compulsivo y, al volverse hacia el espejo, descubre algo que parece sorprenderla. Durante dos o tres minutos estudia las ojeras, las ligeras arrugas de la frente y la hinchazón de una herida en los labios. La temperatura ha cambiado de un extremo a otro del termómetro, y la transición del frío de la mañana a la súbita calidez de la tarde pudo haberle abierto alguna grieta en los labios. Camargo recurre al telescopio y advierte que ella está pasándose la lengua sobre un hilo muy ligero de sangre. La her

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos