Adán en Edén

Carlos Fuentes

Fragmento

Adán en Edén

3

¿Por qué me casé con ella? Sitúense y sitúenme. Yo empezaba mi carrera. Era un pasante de Derecho. Aún me faltaba presentar la tesis, recibir el título. Yo no era, estrictamente hablando, nadie.

Ella, en cambio…

La veía retratada en la prensa todos los días. Era la Reina de la Primavera, paseaba a lo largo de la Reforma en un coche alegórico (ante la indiferencia, es cierto, de los peatones). Era la princesa del Carnaval de Mazatlán (antes de pasar al princesado gemelo de Veracruz). Era la madrina de la Cervecería Tezozómoc en beneficio de los asilos de ancianos. Inauguraba tiendas, cines, carreteras, spas, iglesias, cantinas… y no porque fuera la más bonita.

Priscila Holguín era, apenas, lo que se llama “bonitilla”. Su carita redonda era redimida por el brillo de los ojillos inocentes, la limpieza colgática de la dentadura, los hoyuelos de las mejillas, sus ricitos de Shirley Temple, la diminuta nariz que no reclamaba urgencias quirúrgicas. Era lo que entre nosotros se llama “una monada”; no una belleza llamativa a lo María Félix o Dolores del Río pero tampoco fea como tantas mujeres chaparras, prietas, gordas, redundantes, seriamente buenas o perversamente malas, desprovistas de la grande y rara perfección de las mestizas arriba mencionadas y destinadas a ser novias (de jóvenes) y, con suerte, tolerables matriarcas (de viejas). Las canas ennoblecen.

Priscila Holguín representaba, así, el justo medio. De fea no tenía nada. De belleza, muy poco. Era lo que sellama agraciada. Su aspecto no ofendía a las feas ni rivalizaba con las hermosas. Era, por así decirlo, la novia ideal. A nadie amenazaba. Y esta ausencia de peligro la hacía más atractiva que las devoradoras fatales o los tamales sin chile.

Además, su gracia consistía no sólo en reinar sobre las ceremonias dispensables, sino que, como si sospechase la inutilidad de su monarquía, la adornaba con canciones. Y así, tras la coronación como Reina de Tal o Princesa de Tal Cual, ella remataba con alguna frasecilla musical, “miénteme más, que me hace tu maldad feliz”, o “allá en el rancho grande, allá donde vivía” o “no hay porteros ni vecinos” o “junto al lago azul de Ipacaraí”.

Nada de esto venía a cuento, pero todos esperaban la rúbrica de Priscila, como si ella requiriese la cancioncilla final para demostrar algo: que su reinado no se reducía a la belleza (discutida, sosa), sino que era recompensa a un talento (cantar letrillas de música popular). O quizás al revés: Priscila era ante todo cantante, su corona un accidente, una especie de sobresueldo a su arte. O al revés: la cancioncilla compensaba la falta de una belleza realmente llamativa —en el sentido o los sentidos de llana flama o llamar atención.

No en balde —yo leía, yo reía— la cortejaban los muchachos más ricos de la ciudad. Los herederos de los capitanes de industria. Los caritas. Los rolleros. Los que manejan Maseratis. ¿No era Priscila la acompañante constante del automóvil sport descapotable, del yate acapulqueño, de la barrera de primera fila taurina? ¿No era, en suma, inaccesible, más allá de las páginas de sociales de Club Reforma? ¿Cómo llegar a ella directa, físicamente, sin la intermediación protocolaria?

La vi anunciada un día como madrina del Salón del Automóvil. Todas las grandes marcas europeas y japonesas competían (las americanas no: han sido desplazadas para siempre al escollo del todoterreno). Mercedes Benz, Audi, Alfa Romeo, Citroën, BMW: entré al Salón con cardillo, entre la profusión de metales relumbrantes, carrocerías lujosas, fanales expectantes y ruedas de reluciente caucho negro boleado, y mi azaroso temor de que ninguna de estas marcas podría rodar con impunidad por la ciudad de México sin exponerse al bache, la mentada de madre, el rayón gratuito, acaso el asalto, la destrucción vengativa, ¿por qué tú sí y yo no, cabrón?

Supe en ese instante que debía despojarme de todo asomo del rencor propio del que nada o poco tiene ante los que mucho tienen porque pocos son.

¿Puede un coche de lujo provocar una revolución? ¿Que coman pastel? ¿Que manejen Maserati? No quise poner mis sospechas a prueba. Más bien, entrando a la exhibición que inauguraría la Emperatriz del Volante (a.k.a. Priscila Holguín), me repetí el refrán que dice: “Rollero mata carita y Maserati mata rollero”.

Los galanes de Priscila —C-R-M: caritas, rolleros, Maseratis— la rodeaban como para confirmar que ella sería de todos o no sería de nadie. Intuí esta situación de inmediato. La corte de galanes la rodeaba no porque era ella sino por lo que ella representaba: era una marca más, Priscila Maserati o Priscila Corn-Flakes o Priscila Coca-Cola. Acercarse a ella era aproximarse a un prestigio reconocido, no a un ser luminoso. Si la invitaban a salir, era para lucirse ellos —caritas, rolleros, Maseratis—, no para enamorarla. Aquel al que ella elegía para salir recibía el premio, era fotografiado con la Reina, Princesa y Madrina; nunca volvería a verla, porque bastaba una vez para darle al galán el prestigio de haber salido con Priscila, y Priscila no salía dos veces con el mismo muchacho, no fueran a creer que la cosa era de a devis, novia, esposa, niguas. Priscila —la vi, la entendí— tenía que ser joven, soltera, disponible, pero nunca pareja de nadie porque ser pareja de alguien significaba excluir a todos los demás pretendientes, dejarlos sin esperar ser algo más que C-R-M para convertirse en nuevo aspirante, novio, marido y sacrificar, así, a todos los demás muchachos que, mirabile dictum, reciben la recompensa que tendría el galán por haber salido y sido visto con la Reina de la etcétera. De manera —imaginé e imaginé bien— que Priscila Holguín al fin era el anzuelo que le daba la aureola de una atracción irresistible a quien saliese con ella, preparándolo para escoger con patronazgo infinito y un grano de desdén a la muchacha que sería, pues, la compañera de su vida, la madre de sus hijos, la vencedora pírrica contra la Princesa de Princesas.

Entré al Salón del Auto. Vi a Priscila tal como era. Una invención publicitaria. Una muchacha que no ponía en peligro a la novia o esposa eventual de los galanes que la asediaban en torno a un Cadillac de museo. Ahí pasé entre mis competidores —así los juzgué en ese momento—. Llegué hasta Priscila, la tomé de la mano y le dije:

—Vámonos. Te invito un café en Sanborns.

Adán en Edén

4

Como de costumbre, me reuní con mis colaboradores el día después de la Fiesta de Reyes. En pocos países s

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