La muerte de Dios
Primer despertar
El día empieza con Mariana en la oscuridad pidiéndole a Dios que llueva. Es un pedido inusual, de algún modo indigno de ella: no suele molestarlo por cuestiones climáticas y menos con requerimientos tan precisos como ése. Casi como ponerlo a prueba: una falta de respeto. Pero ocurre que ayer ha jurado entre lágrimas que, ya que no la dejan ir al picnic de primavera al que la invitó Té Salomón, va a quedarse encerrada todo el santo día. ¡Como una ostra!, gritó al final —cosa que la dejó perpleja ya que nunca en su vida había empleado esa expresión y para colmo (advirtió a pesar de la furia) era inexacta porque lo encerrado es la perla, no la ostra—, así que ahora no puede volverse atrás. En voz muy baja (Lucía duerme en la otra cama), insiste: Diosecito de mi vida, ayudame, vos sabés que los domingos de sol me dan miedo. Lo del miedo la sobresalta: como si algo ajeno a su voluntad lo hubiese clavado en su cabeza. Por qué miedo si el sol es lo que más ama en el mundo y los domingos ¿no ha creído siempre que estaban hechos para que una fuera feliz? Hasta lo escribió en su diario. “Los domingos se hicieron para que una sea feliz.” Se acuerda muy bien de la tarde en que lo escribió: estaba triste porque llovía pero al mismo tiempo podía percibir la belleza de la lluvia, y la de su propia melancolía, y aun la del domingo con esa posibilidad que tiene de ser perfecto. ¡Es eso, lo acaba de descubrir! La razón del miedo está justamente ahí, en la posibilidad que tiene el domingo de ser perfecto. Entonces una teme que no vaya a resultar todo lo hermoso que debiera ser, y peor que eso: una sabe que, pase lo que pase, el domingo acabará desbarrancándose en el desastre. Que termine: ése es el desastre, que el día que una imaginó con tantas posibilidades esté llegando a su fin. ¿Eso será una paradoja? La clase pasada la profesora de Matemática dijo: Esto me recuerda la paradoja de Aquiles y la tortuga, y le dirigió una mirada de entendimiento, con esa semisonrisa que tiene. De Gioconda, había pensado ella el primer día de clase, y también había pensado: le encanta que la odien y desdeña a las alumnas. Pero a mí no. Ése no fue un dato proporcionado por la realidad; fue una decisión, tan férrea que ni siquiera le hizo falta pedir la ayuda de Dios para que se cumpliera: no solía perturbarlo por cuestiones que podía obtener sin ayuda y en este caso —estaba convencida— ni siquiera debía hacer algo especial para conseguirlo, apenas esperar la oportunidad.
La oportunidad llegó a los dos meses de empezadas las clases. El teorema de Pitágoras. La profesora lo había explicado la clase anterior y nomás anotó la tesis ella experimentó cierto escepticismo —tenía sus dudas de que algo tan redondo y arbitrario pudiera probarse— de modo que siguió la demostración con el mismo interés que solía poner en una novela policial para descubrir al asesino, al punto que, en su casa, ni siquiera creyó necesario echarle un vistazo al teorema y a la otra clase, cuando la profesora la llamó al frente, no le quedó más remedio que deducirlo sobre el pizarrón (odiaba escribir en el pizarrón por esa letra suya tan espantosa pero en este caso sólo se trataba de dibujar cuadrados y triángulos y de anotar signos sueltos así que iba avanzando como si el razonamiento tuviera alas que le permitían remontarse sobre el mundo desentendida de que sus equis parecieran hormigas espasmódicas, como le diría la profesora más adelante, tus equis parecen hormigas espasmódicas, pero se lo diría con cierto tono de ternura, ¿por qué sería que los amigos de las matemáticas se amaban entre sí y se perdonaban todo?). Fue así que, gracias a Pitágoras, conquistó para siempre su corazón y este último miércoles, apenas la profesora mencionó la paradoja de Aquiles y la tortuga, le dirigió esa mirada de entendimiento. Ella le devolvió la mirada: como si hubiera un secreto entre las dos. Pero la verdad es que no sólo ignoraba que Aquiles hubiese sufrido alguna vez un percance con una tortuga: tampoco tenía una idea muy precisa de qué quería decir “paradoja”. ¿Podía considerarse una mentira? No del todo. Tenía la impresión de que alguna vez había leído algo sobre Aquiles y una tortuga y si lo había leído lo iba a volver a encontrar, siempre ocurre. Además, “paradoja” no era una palabra nueva, sólo que la había dejado pasar de largo. A veces una permite que una palabra pase de largo. Pero un día, por algún motivo, le presta atención y entonces, sin ninguna duda, termina sabiendo qué significa. O sea que, en rigor, no mintió con lo de “paradoja”, sólo se adelantó un poco a los acontecimientos. Ni siquiera tuvo que pedirle perdón a Dios por su falsedad —él no se engaña con esa idiotez de que es pecado mentir como dice la canción, coincide con ella en que hay mentiras y mentiras—. En este caso, debe tener bien claro que ella podría haber conocido no sólo el significado de “paradoja”, también la paradoja de Aquiles y la tortuga: sabe que ella conoce cosas más difíciles que ésa. Y ahora hasta puede comprobar que en la cabeza de ella algo se puso alerta desde que la profesora dijo lo que dijo, cosa de descubrir lo antes posible el significado de “paradoja” y no quedar en falta. Y sin la ayuda del diccionario. Odia los diccionarios, siempre definen algo distinto de lo que las palabras quieren decir. ¡Las palabras quieren decir! Qué frase maravillosa, recién ahora se da cuenta: quieren decir, se desviven por decir algo, van, vienen, te rondan y un buen día descubrís para siempre qué te querían decir. Ahí está el caso de “paradoja”: sin siquiera proponérselo, ella acaba de descubrir qué le quería decir y ahora ya lo sabe para siempre. El domingo es un día paradojal, piensa. Y se siente tan contenta consigo misma que el verdadero motivo de su preocupación se le ha vuelto apenas un malestar leve, difuso, a punto de borrarse del todo y dejar que se vuelva a dormir.
Una claridad lechosa desdibuja ahora la oscuridad. ¿Se durmió? Siente una inquietud de naturaleza aún incierta. Va hacia atrás y descubre el motivo: sospecha que Dios, esta vez, no la va a ayudar, no puede haberle caído bien lo que le pidió hace un rato. En general, ella formula sus pedidos de modo que él quede en libertad de decidir sus propios caminos. Al fin y al cabo es Dios, no un mago, siempre termina ayudándola pero a su manera. Lo de la eximición, un buen ejemplo. Ella, desde mucho antes de empezar la secundaria, pidiéndole cada noche no quedarse nunca en ninguna materia. No era un beneficio inmerecido —nunca le habría pedido algo que, de algún modo, no le correspondiera—; ni siquiera lo pretendía por un interés personal. El problema era su madre que, vanidosa como era, le contaba a cualquiera que se le cruzase que Lucía Nunca Se Quedó En Ninguna Materia Y Eso Que Ni Siquiera Se La Ve Estudiar, y lo decía como si fuera una hazaña. No era una hazaña, cosas como ésa su hermana y ella podían obtenerlas sin siquiera mover un dedo. Sólo que, para que quedara demostrado, ella misma debía eximirse todos los años en todas las materias, asunto que, cuando la secundaria aún estaba lejos, le había parecido lo más fácil