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Renunciar a mi puesto en el museo no fue difícil. Las malas condiciones de trabajo y el salario irrisorio fueron razones suficientes para dejarlo sin remordimientos. Necesitaba inspiración, tiempo libre y estar sola con mis recuerdos. La editorial de la Universidad de La Plata me había propuesto hacer una historieta de paleontología ilustrada para niños. Tengo una cierta inclinación para los dibujos y el proyecto me entusiasmó. Los niños son amantes naturales de la paleontología, quizá porque ven en los fósiles la representación simbólica de sus padres. Pensé en Florentino Ameghino y en su hermano Carlos como protagonistas de un cómic con la estética del siglo xix, contando la historia de dos autodidactas fabulosos, los “locos de los huesos”, como fueron apodados. Me inspiraba la idea de trabajar con un mundo que empezaba a despertar en mí. Todo esto lo fui planeando mientras ayudaba a Tomy a morir. Sin pretensiones, cargué algunos bocetos en el baúl del auto para ir dándole forma al proyecto.
Ya en la ruta 3, a orillas del Quequén Salado, a pocos kilómetros de Bahía Blanca, me inundó una alegría que desde hacía tiempo me había abandonado. Quise parar para ver la tarde apacible en el río. Imaginé el período Cretáceo, una tierra aún deshabitada por humanos, Gliptodontes y Nesodones retozando al sol, ese mismo sol que hoy nos ilumina.
No pude evitar pensar en la razón secreta que motivó al joven Darwin de veintidós años a lanzarse a caballo por este mismo paisaje en el año 1832. ¿Qué habrían visto sus ojos en esa ocasión? ¿Qué olvidó de registrar en sus relatos? ¿Qué omitió y por qué razón?
Mi padre jamás entendió mi búsqueda. Con todo lo que le había tocado vivir, le parecía vergonzoso que su única hija admirara a un inglés. Lo único que encontraría en el sur siguiendo los pasos de Darwin serían grandes latifundios administrados por testaferros y lamentos de indios sacrificados. Sin embargo, tenía una visión crítica de mi viaje, sería una experiencia que me marcaría, que me vendría bien para que se me cayera la venda de los ojos. Su plan para mí era que abandonara la ciencia e instalara un pequeño comercio con la plata de la indemnización por invalidez que le había otorgado el Estado. Quería ahorrarme malestares. Según él, hay batallas que no valen la pena ser libradas. No quería que me pasara a mí lo que le había pasado a él, quería evitar que yo fuera detrás de quimeras, algo que sabía que no conducía a nada.
Por fortuna, como contrapeso estaba mi madre, alias la “Soñadora”, la que me llevaba a los museos y al cine. La que, viendo Jurassic Park, cuando yo todavía era una niña, dijo:
—Nena, así como los ves, existieron en la Argentina. Somos un gran cementerio de dinosaurios.
Esa frase quedó retumbando en mis oídos. A la salida del cine, la que les habla ya era otra persona. Ni siquiera el chocolate con churros fue capaz de distraerme del descubrimiento que terminaba de hacer: sería paleontóloga. Poco me interesó la ficción que en la película se establece entre los animales del Jurásico y la convivencia con el hombre. Por el contrario, Los Picapiedras siempre me parecieron una familia disfuncional, con el agravante de que hicieron creer a generaciones y generaciones que los dinosaurios y el hombre habían sido contemporáneos. Los prohibiría por sembrar ignorancia.
Me place saber que un tiempo se deposita sobre otro tiempo y lo cubre con olvido y tierra. Y, como sucede con los recuerdos, cavando volvemos a encontrarnos con lo que algún día tuvo vida.
Ese día, el del cine, cuando llegamos a casa, mi padre había sufrido una descompensación. Como si hubiera sabido que algo trascendente acabara de suceder y se empecinara en arruinarlo, dejando una huella de Argentinosaurio en el que fue el día más feliz de mi vida. Rompió todo lo que vio a su alrededor. Tuve que mudarme a lo de mi abuela y vivir allí por más de un mes, hasta que mamá pudo internarlo y poner la casa en condiciones para volver a habitarla. A partir del regreso de mi padre del sanatorio fueron cientos de platos, vidrios y aparatos destrozados de manera intempestiva a lo largo de los años. Quizá por eso anhelé lo perfecto, lo casi eterno, como el paisaje inalterado del Quequén Salado, donde esperan en sus orillas unos cuantos Phororhacos a que vaya a desenterrarlos.
3
Entre quimioterapia y quimioterapia, Tomás escribía nuestro “cuaderno de bitácora”. El cáncer de páncreas es muy doloroso porque el órgano se ubica en un lugar del cuerpo atestado de nervios. Es mortífero y su detección es prácticamente imposible antes de que el órgano esté seriamente afectado. Incluso han dejado de extirparlo, porque es mayor la sobrevida de quien enfrenta la enfermedad sin la intervención quirúrgica que la del que se la realiza. Como decimos los científicos, al menos hasta hoy.
El diario le sirvió como distracción y estímulo para soportar el tratamiento oncológico con dignidad, además de las salas de espera, las largas aplicaciones y la morfina. Tomás era inteligente e íntegro. Jamás albergó esperanzas de curación ni permitía que le habláramos en tiempo futuro, detalle que nos ahorró las patéticas escenas de simulación. Era frecuente verlo con la computadora, buscando información para anexar al cuaderno de tapa dura forrado de papel araña azul que pasaría a ser el Diario del viaje imaginario. Su madre me agradeció la inspiración que el diario otorgaba a la vida de Tomás. La condición sine qua non para que yo lo leyera era hacerlo luego de su muerte y empezar en la primera estación del viaje, Bahía Blanca. Tomás había querido asegurarse de que haría el viaje y lo logró: allí estaba yo, en un hotelucho del centro, expectante, luego de una jornada agotadora, lista para empezar a desentrañar los misterios del último capricho de mi amigo. Había esperado ese momento un año y tres meses.
Al instante de inaugurar la lectura del diario, mis oídos detectaron una canción espantosa, un lamento a ritmo de cumbia. Pensé que, con lo exquisito que era Tomy para la música, abrirlo en esas condiciones sería profanarlo. El dueño de un auto estacionado justo debajo de la ventana del hotel no tenía idea de estar arruinando un instante trascendente. Supuse que el hombre quería conquistar a alguien del vecindario, p