Encuentro con Munch

Sylvia Iparraguirre

Fragmento

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El viaje

La cena fue servida temprano, aunque temprano es una categoría relativa en un avión. Comí salmón con corazón de alcauciles; no comí postre, no me gustan las frambuesas cubiertas con un líquido rojo parecido a jarabe. Entre susurros educados, terminó el servicio. Primera clase. No todos los lugares están ocupados, hay espacio de sobra. Adelante, como una isla cromada y negra, un pequeño bar. Mi lugar es un cubículo privado; afortunadamente no tengo que hacerme cargo de ningún compañero de asiento, mi vecino más próximo está a dos metros de distancia. El espacio entre las personas es una prerrogativa del dinero y en esta clase, excepción hecha de mi caso, no es precisamente lo que falta. La azafata me entrega una almohada, una manta suave, medias. Me ofrece y acepto champagne. Es como un juego, por única vez, primera clase. Innecesario decir que me pagan el pasaje.

Escribo, pero el relato atrasa unos diez minutos, lo que va del suceso a su escritura. A lo largo del viaje, el tiempo transcurrido entre una cosa y otra podrá ser mayor; en la lectura parecerá que es inmediato. Se trata de un artificio: la ilusión de un encadenamiento causal, como si un hecho fuera consecuencia necesaria de algo anterior. Lo cierto es que voy relacionando las cosas y los recuerdos como vienen. Aclaraciones que hago o explicaciones que me doy en la necesidad de contar la verdad de mi viaje. Sin Corina esperándome en el aeropuerto de Oslo, sin su complicidad, el viaje se me vuelve por fin más íntimo y personal. Más solitario y propio.

Escribo como si hablara conmigo misma. O mejor, como si hablara en voz baja en el oído de alguien desconocido. Creo que esta última idea es la que más me gusta.

Entonces, ahora, Corina. ¿Por dónde empezar? Corina y su vida. Y la mía, entrelazadas, paralelas; amigas desde la infancia, nacidas en una ciudad de provincia. Voy a alguna escena que nos muestre: Semana Santa. Las dos con veinte años, después de visitar a nuestros padres volvemos a Buenos Aires en un tren atestado, tanto, que viajamos paradas casi todo el trayecto al acecho de un asiento. Se libera uno y ella lo consigue cruzando sin consideración por encima de los respaldos, con la lámpara en alto. Corina viaja con una lámpara de pie que le dejó su recién fallecida abuela; yo, con un atado considerable de ramas de eucaliptus. Elementos para decorar nuestros departamentos de estudiantes que compartimos ella con su hermano, yo con mis primas, a dos cuadras de distancia uno del otro. Algunos nos insultan; ella devuelve los insultos con placer. Nada le gusta más a Corina que un pleito. Las imágenes llegan en tropel; me doy cuenta de que podría barajar escenas durante toda la noche y en realidad me gusta hacerlo: Corina bailando y cantando en la ópera rock Hair; en una fiesta, durante la secundaria, haciendo gestos a espaldas del chico con el que yo bailo y con el que me voy a poner de novia esa noche; Corina dando materias en antropología, pero aprendiendo danza árabe; de mesera en una taberna griega (su primer viaje) empujando marineros borrachos a la hora de cerrar; su apariencia delicada en flagrante contraste con su temperamento y su lenguaje soez, desvergonzado, que dejaba a más de uno con la boca abierta en una época en que ese lenguaje no era habitual en una chica y causaba un pequeño escándalo; su manera concentrada de mirarme cuando hablábamos. Las dos en aquellos ruidosos y sucios trenes, con baños malolientes, que paraban en todas las estaciones, con pasillos donde en verano volaban los panaderos. Trenes que, lo pienso ahora, de algún modo sintetizaban nuestra historia. Pero sobre todo y a pesar de lo que creíamos, las dos bastante ingenuas, formales, lo que acentuaría nuestro encanto juvenil o lo esfumaría en una explosión de fastidio. Crédulas de una manera sonsa; a la manera de los que todavía no han vivido en las grandes ciudades y se sorprenden ante el cinismo urbano. En suma, dos aventadas que se creían divinas, como sintetizaría cortésmente A. Y éramos así, un poco aventadas, un poco tontas. Más bien inseguras. Años después, la realidad se vuelve lúgubre. En una madrugada del 76, desaparición y muerte de su gran amor, Manuel (parece que fue un error, según se dijo, no se detuvo a dar los documentos cuando se los pidieron), era rebelde y músico; había bajado a comprarle a Corina pastillas para la garganta. De algún modo sigue la vida y más adelante, una noche, las dos emocionadas y levemente borrachas en su despedida, cuando se iba a vivir a Italia con Max, su marido. Viaje lleno de incertidumbre, de salto al vacío, en el que sucederían traslados y mejoras; así miraba Corina esos años por venir. Lo enunciado hasta acá podría tal vez dar una idea, pero es una idea parcial, inexacta, injusta, de ella, de su vida. La cuestión ahora, el hecho fundamental era que Corina desde hacía dos años vivía en Oslo, hacia donde yo me dirigía en este avión, y estaba pasando por momentos difíciles.

Me distrae la azafata, que parece estar a mi entera disposición. Me alcanza protectores para los oídos (que pierdo de vista enseguida), me indica que pruebe mi luz personal; me señala el control remoto de mi pantalla individual. Diez minutos después abandono las maravillas que me corresponden para echar una mirada a mis compañeros de viaje. Dos hombres solos, de trajes grises, de cuarenta a cuarenta y cinco, cada uno en su cubículo; una pareja joven convencional, él, extrovertido, chistoso, habla todas las veces que puede con la azafata; una pareja anciana; una chica adolescente, de jeans ajustados, zapatillas, pelo largo y sola, y yo. Bastante anodinos todos, bastante comunes, salvo tal vez uno de los de traje, un rubio alto de pelo ondulado, inquieto, de mirada brillante y como a la expectativa. No sé por qué se me ocurre que es ruso (podría hacer un buen conde Vronsky), pero desconfío de mis corazonadas siempre intervenidas por los libros. Lo más probable es que sea de Barrio Norte o de Toay, en la provincia de La Pampa. Salvo yo en este momento, nadie mira a nadie, la indiferencia parece ser otra ley de la first class a la que me entrego plenamente. Corina, pienso de golpe e imagino la expresión de su cara cuando le cuente la increíble casualidad de este viaje que después de dos años de no vernos me lleva a Oslo, adonde ahora ella no está. Me quito los zapatos, me pongo las medias y me cubro con la manta extraordinariamente suave que hará más placentera la noche. Son las nueve y veinte en mi reloj, que sigue dando con fidelidad la hora de Buenos Aires. Atravesamos husos horarios, los gajos dentro de los cuales la hora vuelve atrás o va hacia adelante según la dirección del viaje. El lugar donde el tiempo empieza a comportarse de manera extraña. Mi destino es Bergen, Noruega, y un bautismo en el mar: voy a ser madrina de un barco. Me estiro en el confortable asiento-cama envuelta en suavidades como el gusano de seda en su capullo y cierro los ojos. Giran en mi cabeza imágenes de una botella estallando contra el casco de un barco. O rebotando intacta, cosa que también puede suceder. La complicidad de Corina en ese acto, que yo descontaba y que ahora sólo será su ausencia.

Desayuné y perdí otra vez los anteojos; caso recurrente cuando viajo

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