Índice
Portada
Lecturas del amor y del azar
Los de acá
Gambaro y el mar
Felizmente, Puig
Terrones de Tizón (1929-2012)
El juego de la vida de Cortázar
La palabra que inventó María Elena Walsh
Había otra vez, César Aira
Neuman y los monólogos
Hebe sabia y pícara
Copioso Copi
Sombras de Bianco
La invención de Bioy
Tiempo de Borges
Día del lector: el nacimiento de Borges
Echeverría: repudio y pertenencia
González Tuñón: poeta del fervor
Orozco y el sabor de las palabras
Las voces de Bellessi
Gallardo, extraña y sublime
Di Benedetto, histórico y personal
El futuro interior de Marcelo Cohen
Los varones de Arlt
Arlt en Flores
Guebel o últimas noticias del hombre y la mujer
El sol después de Heer
Jeanmaire y la actualidad a puerta cerrada
Las mezclas de Lamborghini
Zarpar con Valenzuela
Los de aquí
El “Yo” supremo de Roa Bastos
Margo Glantz y una literatura de onda
Las lenguas de Rivas
Felisberto y la felicidad
El ladrido de Vargas Llosa
Pesadillas de Volpi
Las venas abiertas de Guimarães Rosa
Doblemente, Fontaine
Mendoza: histórico y risueño
Los fuegos de Rulfo
Fonseca, el libertino brasileño
Social y tecno: Paz Soldán
Miedos imprecisos de Bryce Echenique
El año de Bolaño
El infierno líquido de Diamela Eltit
Los de allá
Oscuridad garantizada: Stephen King
Chen Cao, poeta y policía chino
El diario de Herzog
Pamuk te cambia la vida
Fantasía feroz de Kobo Abe
Cuando el cuerpo escribe (Daniel Pennac)
Romanticismo, política y moral en Benjamin Constant
Las vueltas de Galileo o Galileo está de vuelta
Los testigos xenófobos de Poe
Ballard y la “ciencia fricción”
Intercambio de parejas en Goethe
La mariposa de Nabokov
Agatha Christie o el argumento de la culpa
El padre africano de Le Clézio
El futuro según Vonnegut
Ruidos de Don DeLillo
Lo bello en Freud
De Conrad al Congo
Kant está bien
Calvino: esencial e invisible
Alicia en el país de las distintas
La infancia de Coetzee
Una novela engañosa de Roth
La enseñanza política de Watson y Holmes
Sciascia o la ficción de la mafia
Larsson y el policial del siglo XXI
Novela de Pahor terriblemente bella
Spiegelman, la historieta de la Historia
Melville, encantado
El mar en blanco de Melville
Con ayuda de Highsmith, King y Pennac
Alicia y el malestar de invierno
Juicios famosos a escritores geniales
Cómo y cuándo mentir, según Oscar Wilde
Los de más allá
Preguntas y fantasmas
Sangre invisible
Guía de las nubes
Las lenguas inventadas
Batman: el relato del siglo
Dedicatoria
Biografía
Otros títulos de la autora
Créditos
Grupo Santillana
Lecturas del amor y del azar
Uno de mis mayores incentivos a la hora de escribir es haber leído algo que me impulse a hacerlo. Es una rara sensación de acople entre el texto que voy leyendo y mis ansias de compartir el efecto de su lectura; como si pescara algo intrépido de lo humano que aparece en lo escrito, y quisiera atraparlo antes de que se funda nuevamente en la historia. Ésa es la gracia de los clásicos, o de los buenos libros. Lo nuevo que aparece cada vez que son leídos y el extraño modo que tienen de reacomodarse en la biblioteca. Porque no se trata sólo de la frase impresa, el texto estampado tiene algo de viviente. Baste con leer varias veces Pedro Páramo, para uno mismo devenir fantasma del cortejo de Rulfo. La interpelación al lector es súbita. Como decía Barthes, es el instante en que uno está leyendo y alguna frase lo lleva a levantar la cabeza. Un sentido se vislumbra, y nos constituimos ahí, humanos, seres de lenguaje, íntimamente comunicados.
Felisberto Hernández lo enuncia en su maravillosa “Explicación falsa de mis cuentos”: “En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico […] Debo esperar un tiempo ignorado; no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos”. La transformación exige de otros ojos; como la fotosíntesis requiere de la luz para la conversión de materia inorgánica en materia orgánica. El texto leído es una materia orgánica. Pero, ¿qué es lo vivo del texto? La relación del que escribe con aquello que cuenta, ese íntimo secreto que comparte con todos, su estilo. Un modo de estar en el mundo, de captar sus efervescencias. Como escribe Flannery O’Connor en Mystery and Manners, “el novelista empieza donde empieza la percepción humana. Para la mayoría de la gente es mucho más fácil expresar una idea abstracta que describir un objeto que está viendo realmente. Pero el mundo del novelista está lleno de materia. La novela es una forma de entrar en contacto, de tener una experiencia”.
La lectura sería una segunda vuelta por aquella experiencia que tuvo el autor en el momento de hallar la escritura. Flaubert se lo hace decir a un personaje, el amante joven de Madame Bovary: “¿No le ha ocurrido algunas veces tropezarse en un libro con alguna idea vaga que se ha tenido, como una imagen borrosa que nos viene de lejos, algo así como la exposición completa de nuestros sentimientos más sutiles?”. La empatía con un autor, o con su texto, proviene pues de un enlace vital.
El recorrido aquí propuesto se relaciona con una suerte de biblioteca ambulante, que se rige por “el juego del amor y del azar” —como pregona Marivaux—: el amor por algunos autores, el azar de ciertas publicaciones. Los textos provienen, en su mayoría, de mi columna del diario La Nación, titulada “Libros en agenda”, donde cada semana me zambullo en un libro en