¿Lo leíste?

Silvia Hopenhayn

Fragmento

Índice

Índice

Portada

Lecturas del amor y del azar

Los de acá

Gambaro y el mar

Felizmente, Puig

Terrones de Tizón (1929-2012)

El juego de la vida de Cortázar

La palabra que inventó María Elena Walsh

Había otra vez, César Aira

Neuman y los monólogos

Hebe sabia y pícara

Copioso Copi

Sombras de Bianco

La invención de Bioy

Tiempo de Borges

Día del lector: el nacimiento de Borges

Echeverría: repudio y pertenencia

González Tuñón: poeta del fervor

Orozco y el sabor de las palabras

Las voces de Bellessi

Gallardo, extraña y sublime

Di Benedetto, histórico y personal

El futuro interior de Marcelo Cohen

Los varones de Arlt

Arlt en Flores

Guebel o últimas noticias del hombre y la mujer

El sol después de Heer

Jeanmaire y la actualidad a puerta cerrada

Las mezclas de Lamborghini

Zarpar con Valenzuela

Los de aquí

El “Yo” supremo de Roa Bastos

Margo Glantz y una literatura de onda

Las lenguas de Rivas

Felisberto y la felicidad

El ladrido de Vargas Llosa

Pesadillas de Volpi

Las venas abiertas de Guimarães Rosa

Doblemente, Fontaine

Mendoza: histórico y risueño

Los fuegos de Rulfo

Fonseca, el libertino brasileño

Social y tecno: Paz Soldán

Miedos imprecisos de Bryce Echenique

El año de Bolaño

El infierno líquido de Diamela Eltit

Los de allá

Oscuridad garantizada: Stephen King

Chen Cao, poeta y policía chino

El diario de Herzog

Pamuk te cambia la vida

Fantasía feroz de Kobo Abe

Cuando el cuerpo escribe (Daniel Pennac)

Romanticismo, política y moral en Benjamin Constant

Las vueltas de Galileo o Galileo está de vuelta

Los testigos xenófobos de Poe

Ballard y la “ciencia fricción”

Intercambio de parejas en Goethe

La mariposa de Nabokov

Agatha Christie o el argumento de la culpa

El padre africano de Le Clézio

El futuro según Vonnegut

Ruidos de Don DeLillo

Lo bello en Freud

De Conrad al Congo

Kant está bien

Calvino: esencial e invisible

Alicia en el país de las distintas

La infancia de Coetzee

Una novela engañosa de Roth

La enseñanza política de Watson y Holmes

Sciascia o la ficción de la mafia

Larsson y el policial del siglo XXI

Novela de Pahor terriblemente bella

Spiegelman, la historieta de la Historia

Melville, encantado

El mar en blanco de Melville

Con ayuda de Highsmith, King y Pennac

Alicia y el malestar de invierno

Juicios famosos a escritores geniales

Cómo y cuándo mentir, según Oscar Wilde

Los de más allá

Preguntas y fantasmas

Sangre invisible

Guía de las nubes

Las lenguas inventadas

Batman: el relato del siglo

Dedicatoria

Biografía

Otros títulos de la autora

Créditos

Grupo Santillana

Lecturas del amor y del azar

Lecturas del amor y del azar

Uno de mis mayores incentivos a la hora de escribir es haber leído algo que me impulse a hacerlo. Es una rara sensación de acople entre el texto que voy leyendo y mis ansias de compartir el efecto de su lectura; como si pescara algo intrépido de lo humano que aparece en lo escrito, y quisiera atraparlo antes de que se funda nuevamente en la historia. Ésa es la gracia de los clásicos, o de los buenos libros. Lo nuevo que aparece cada vez que son leídos y el extraño modo que tienen de reacomodarse en la biblioteca. Porque no se trata sólo de la frase impresa, el texto estampado tiene algo de viviente. Baste con leer varias veces Pedro Páramo, para uno mismo devenir fantasma del cortejo de Rulfo. La interpelación al lector es súbita. Como decía Barthes, es el instante en que uno está leyendo y alguna frase lo lleva a levantar la cabeza. Un sentido se vislumbra, y nos constituimos ahí, humanos, seres de lenguaje, íntimamente comunicados.

Felisberto Hernández lo enuncia en su maravillosa “Explicación falsa de mis cuentos”: “En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico […] Debo esperar un tiempo ignorado; no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos”. La transformación exige de otros ojos; como la fotosíntesis requiere de la luz para la conversión de materia inorgánica en materia orgánica. El texto leído es una materia orgánica. Pero, ¿qué es lo vivo del texto? La relación del que escribe con aquello que cuenta, ese íntimo secreto que comparte con todos, su estilo. Un modo de estar en el mundo, de captar sus efervescencias. Como escribe Flannery O’Connor en Mystery and Manners, “el novelista empieza donde empieza la percepción humana. Para la mayoría de la gente es mucho más fácil expresar una idea abstracta que describir un objeto que está viendo realmente. Pero el mundo del novelista está lleno de materia. La novela es una forma de entrar en contacto, de tener una experiencia”.

La lectura sería una segunda vuelta por aquella experiencia que tuvo el autor en el momento de hallar la escritura. Flaubert se lo hace decir a un personaje, el amante joven de Madame Bovary: “¿No le ha ocurrido algunas veces tropezarse en un libro con alguna idea vaga que se ha tenido, como una imagen borrosa que nos viene de lejos, algo así como la exposición completa de nuestros sentimientos más sutiles?”. La empatía con un autor, o con su texto, proviene pues de un enlace vital.

El recorrido aquí propuesto se relaciona con una suerte de biblioteca ambulante, que se rige por “el juego del amor y del azar” —como pregona Marivaux—: el amor por algunos autores, el azar de ciertas publicaciones. Los textos provienen, en su mayoría, de mi columna del diario La Nación, titulada “Libros en agenda”, donde cada semana me zambullo en un libro en

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