La arquitectura del océano

Inés Garland

Fragmento

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El rayo verde

Papá y Ana, mi mejor amiga, llegan a Salinas al mediodía. Mamá y yo nos estamos sacudiendo la arena de los pies cuando el auto entra en el camino del costado de la casa y se estaciona mordiendo el pasto del jardín.

Cuidado con las hortensias, dice mamá, las puertas del auto se abren, y papá y Ana bajan del auto, con la palidez de la ciudad y el cansancio del viaje.

Pasaron la noche en Mendoza, en el mismo hotel en el que pasamos la noche nosotros, la familia, dos semanas antes. No tengo ni la edad ni la costumbre de pensar en los actos de los adultos, pero hace dos semanas papá manejó mil quinientos kilómetros para traernos a Salinas, a los dos días manejó mil quinientos kilómetros de vuelta a Buenos Aires, trabajó diez días, buscó a mi amiga, y ese mediodía acaba de manejar mil quinientos kilómetros de vuelta para empezar sus vacaciones.

Ese verano mamá está leyendo Los pilares de la tierra, un mamotreto de novela, de una saga familiar en el medioevo. Alguna vez dirá que por eso no se dio cuenta de nada. Es una excusa poco creíble. La culpa no la tiene la novela sino ese hábito suyo de ir por la vida rodeada de vapores, como si fuera por ahí entre gasas, una armadura frágil que a ella le parece efectiva y que, cuando fracasa, la convierte en una arpía. No es verdad que ella no vea lo que pasa, es que cuando empieza a pasar se va al cuarto a leer. La veo de espaldas, alejándose por el pasillo con la novela en la mano. Nos deja en el living, en el aire cargado de lo que pasa, de lo que ella dirá que nunca vio. Poco antes de que se pare para irse por el pasillo, papá agarró los pies de mi amiga Ana, los trajo hacia él hasta apoyarlos sobre sus piernas y los envolvió con las manos. Antes de eso, Ana dijo que ella es pisciana y que los piscianos tienen mucha sensibilidad en los pies. Durante el año hizo un curso de astrología y ahora nos dice cómo somos. A mí me gusta que ella me diga cómo soy. Porque yo no sé cómo soy.

A Ana el mar le da frío. A mis hermanas y a mí, los chilenos nos dicen “las focas”. Sería más halagador que nos dijeran las sirenas, pero el agua del Pacífico es helada y somos las únicas que se quedan en el agua tanto tiempo. Avanzamos hacia la rompiente con el cuerpo aterido, con cada brazada, cada zambullida debajo de la espuma, el cuerpo va entrando en calor. Cuando llegamos del otro lado miramos las olas hasta descubrir el punto exacto donde están por romper, donde se vuelven inevitables. Nos gritamos cuando una de las olas nos parece perfecta. Ésta. Ésta se acerca, se forma el borde maduro y es cuestión de nadar con brazadas poderosas y no abandonar. La fuerza de la ola nos toma, envuelve el cuerpo, lo baja desde la altura, nos volvemos parte de la espuma disparadas hacia la costa. Gritamos de felicidad.

Los chicos nos miran desde la orilla. Las focas somos jóvenes, con el cuerpo firme y lleno de sol. No sabemos que los chicos nos ven así, tenemos la inconsciencia de la juventud.

Cuando baja el sol y los cuerpos se visten y disimulan, todos se reúnen en nuestra casa. Papá se instala entre los jóvenes, joven entre los jóvenes —tiene cuarenta y dos años— y da cátedra sobre la vida. Le gusta este público cautivo, y está convencido de que los chicos vienen a escucharlo a él, aunque con el tiempo yo descubra que vienen a buscarnos a nosotras.

Dice: una mujer es virgen cada vez que decide acostarse con un hombre.

Los chicos son chilenos, católicos, apostólicos, romanos. Asienten como si supieran de qué está hablando y nos miran, miran a las hijas del hombre que acaba de hablar de la virginidad transformándose en el único adulto que les habla de sexo. Mi amiga Ana escucha. Su padre jamás habló de sexo. Su padre es un hombre distante que se peina con gomina y espera que ella se reciba de economista con honores como él.

Manuel llega una mañana cualquiera. Aparece en la playa con una camisola y sandalias jesuitas. Los empeines se le pusieron rosados por la caminata bajo el sol. Viene de Bariloche, donde me dijo que pasaría sus vacaciones. Yo no lo esperaba. Nadie lo esperaba. Tiene el pelo largo y está flaco porque en Bariloche se vuelve salvaje, se escapa del yugo familiar y anda todo el día en el bosque entre los arrayanes, duerme a la intemperie, come truchas que pesca desde la orilla y frutos del bosque, y su cuerpo se despierta de tal manera que se puso a extrañarme y a desearme con cada fibra de su ser.

La casa es grande, le damos un cuarto para él solo, a través del pasillo del que yo comparto con Ana.

Manuel no sabe barrenar. Me espera en la orilla y nos vamos a caminar por la playa. Allá lejos, al final de la arena larga, hay un promontorio de rocas blancas y lisas. Trepamos como cabras. El mar golpea contra las rocas y levanta espuma. Más hacia tierra, las rocas arman grandes superficies planas, calientes, polvorientas. Caminamos hasta donde no nos vea nadie, la curva de la playa queda detrás de nosotros y las casitas a los lejos, a nuestra espalda, se hacen lejanas. Pensamos que ni papá ni mamá ni los chicos católicos apostólicos y romanos pueden vernos cuando nos besamos. El cuerpo de Manuel tiene gusto a sal. La tela de su short de baño se pone tirante alrededor de su sexo y siento por primera vez su dureza. Los besos me dan vértigo. El sexo de Manuel se aprieta en el valle entre mis caderas, pero no baja a buscar el mío porque las monjas dicen y la familia de él dice. No nos atrevemos a sacarnos los trajes de baño. Se acuesta sobre mí y nos olvidamos de la roca debajo, mi cuerpo va hacia el suyo en caída libre, quiero salir de mí, mezclarme con él, mis caderas se van hacia delante, se mueven ajenas a cualquier voluntad. Hasta acabar. No entendemos lo que nos pasa. Nos miramos con un asombro absoluto. Toda la vida nos obligaron a rezar y a pedir perdón por nuestros pecados, y para los dos hay un pecado que es casi el peor de todos. Y queremos cometerlo, lo estamos cometiendo ya, pero las instrucciones no fueron específicas, las instrucciones hablaron de estar desnudos, de sangre entre mis piernas, de una vida que se iba a gestar en mi útero. Las instrucciones no hablaron de la locura que nos tira a uno contra el otro, y aunque papá diga que las mujeres son vírgenes cada vez que deciden acostarse con un hombre nuevo, yo no puedo hacerles oídos sordos a las monjas del colegio. Y además papá lo dijo mientras miraba a Ana y le acomodaba un mechón de pelo detrás de la oreja a la vista de todos. Menos de mamá que leía Los pilares de la tierra envuelta en sus gasas.

—Hay un telescopio en lo de Ferro —dice papá —. Me obligaron a mirar. Te vi con Manuel. Todos te vieron con Manuel.

Me resfrío. Pasan los días y yo voy perdiendo cada vez más el olfato. No puedo sentirle el gusto a la comida. Las excursiones a las rocas se suspenden. Una tela de araña nos encierra a todos: a Manuel y a mí, a papá, a Ana y mamá. Porque son más chicas, mis hermanas menores y sus primeros amores de verano, platónicos y livianos como plumerillos, no quedan atrapados en la tela.

Papá está tirado en la lona, apoyado sobre el codo. Detrás de él

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