Vivir bien en la ciudad

Gabriela Cerruti

Fragmento

Prólogo

La autora de este libro no necesita presentación, y justamente por eso me atrevo a escribir estas líneas. También es cierto que nos tiene habituados a su buena pluma y, lo que es más importante, a su pensamiento y a su absoluta sinceridad, que es otra virtud que la adorna, por cierto no de menor importancia.

Además de no ser la tarea del presentador, sería imposible resumir este libro, porque las ideas vuelan, casi a borbotones, desde la imagen de una Buenos Aires entre pasado nostálgico y crítica del presente, hasta el buen vivir, pasando por los miedos, la ciudad amurallada, los medios, las incertidumbres del presente, la crisis de 2001, los atentados terroristas, los problemas de la mujer en nuestra sociedad, el consumismo y otras cosas más que sería largo enumerar.

Quizás hay un dejo de visión un tanto apocalíptica de Buenos Aires, sobre el que no disiento, pero estimo que es un aspecto en el que se insiste demasiado en lo local, cuando en este mundo comunicado y globalizado, nuestra ciudad vive las consecuencias de tendencias y fenómenos mundiales, tal vez con menor intensidad que muchas otras.

Somos la capital de un país del sur, en un mundo en que la mitad de nuestra especie la pasa muy mal y no solo en los países eufemísticamente llamados en vías de desarrollo, sino en las periferias de las ciudades del denominado mundo civilizado. Al mismo tiempo, hay unos pocos que la pasan demasiado bien: unas sesenta personas son dueñas del equivalente a lo que poseen tres mil millones de habitantes del planeta.

Aunque los medios lo disimulen y nos llenen de noticias de otras dimensiones y nos oculten los verdaderos peligros de nuestra vida contemporánea, el inconsciente trabaja y todos sabemos que cada día mueren 24.000 niños cuyas vidas podrían ser salvadas. Ningún ser humano debería ser completamente feliz sabiendo esto, por mucho que practique el negacionismo frente a los crímenes contra la humanidad del presente. Este malestar es inevitable en el mundo que nos toca vivir, cualquiera sea la ubicación geográfica en que nos hallemos.

El consumo y las mil distracciones de la vida cotidiana no pueden borrar del todo esta realidad. Tampoco consigue su objetivo el negacionismo frente a la cada día más clara destrucción de nuestro hábitat terrestre y único.

Los miedos tampoco son algo nuevo: se han manipulado a lo largo de toda la historia humana, se inventaron unos, se magnificaron otros, y lo peor es que se minimizaron y ocultaron verdaderos riesgos que se concretaron en catástrofes.

Los medios tienen un papel fundamental y determinante en la manipulación de los miedos. Es verificable que la población de nuestra ciudad es altamente vulnerable a esa manipulación. La fiesta irresponsable que culminó en la crisis de 2001 fue festejada con fuegos de artificio de todos colores por los medios, y la población no cobró conciencia del remate que se estaba llevando a cabo hasta la crisis; nuestra complicación en problemas lejanos y extraños también fue celebrada por los medios, y la población estaba encantada con la publicidad mediática, habiendo cobrado conciencia cuando se la vinculó con los terribles actos terroristas sufridos; la indiferencia frente a las muertes de tránsito, los homicidios intrafamiliares y entre conocidos, y la alarma y el pánico ante los homicidios de la inseguridad no son más que otra muestra de clara manipulación mediática o, dicho más sociológicamente, de creación mediática de realidad. ¿Quién motoriza la demanda por la mal llamada baja de la edad de imputablidad?

Pero tampoco esto es nuestro, sino la expresión de fenómenos mundiales: los medios concentrados, en todo el mundo, pertenecen al universo de grandes corporaciones que manejan el poder financiero y compiten con los Estados, los corrompen y dominan cuando logran imponer sus Pétain de esta época.

Nuestra ciudad tuvo el raro privilegio se ser bombardeada desde el aire, pero casi nadie lo recuerda, porque los muertos no hablan. Los vínculos comunitarios no se han destruido solo por la dictadura ni tampoco porque la ciudad creció caóticamente, tan desordenadamente como nació y se desarrolló.

Para alcanzar el buen vivir que postula Gabriela con toda razón, creo que los porteños debemos apagar el televisor con mayor frecuencia. Está en nosotros reflexionar, reconstruir la comunidad en forma de lazos horizontales. La política puede ayudar, pero si queda prisionera de los medios y de una opinión pública manipulable, poco puede hacer.

Estamos en un mundo muy dinámico y complejo, sin muchas claves para su comprensión. De alguna manera, Gabriela nos dice que contribuir al buen vivir es un deber. Lo es, en efecto, no sé si tanto un deber jurídico, pero sin duda un deber ético, que deriva de nuestra condición de privilegiados.

¿De qué privilegio gozamos?, me preguntarán. Ante todo, no nos abortaron, tampoco hemos muerto por enfermedades infantiles curables, nos alimentaron con suficientes proteínas, aprendimos a leer y a escribir, algunos logramos ir a la universidad, no nos han matado las dictaduras ni tampoco los terremotos; todo esto, en Latinoamérica es un privilegio.

Y vivimos en una ciudad que no es —ni nunca fue— europea, que tiene cinturón de pobreza, pero en la que aún tenemos hospital público, escuela pública, universidad gratuita, bajos índices de violencia, altos niveles de consumo, más espectáculos artísticos que algunas del llamado primer mundo, escaso y casi nulo analfabetismo, y podría seguir: somos privilegiados.

Pero los privilegios deben usarse para hacer en beneficio de los no privilegiados lo que estos no pueden hacer. ¿Lo hemos hecho? Decididamente, creo que no. Como la autora señala en el texto, hubo quienes a lo largo de los años prefirieron olvidarse de su origen humilde e identificarse con las clases altas, discriminando a los que habían quedado apenas un escalón más abajo, aun cuando eso resultase ridículo en términos económicos y de ingresos. Esto es buena parte del problema de nuestra ciudad.

Buenos Aires no es la ciudad perfecta ni mucho menos: tiene todas las deficiencias que Gabriela señala y quizás hasta algunas más. Pero superarlas es nuestra tarea de porteños, y solo lo haremos en la medida en que, mirando y reflexionando sobre nuestra aldea, podamos comprender los problemas universales.

Solo de este modo recrearemos los vínculos horizontales, comunitarios, que tan acertadamente Gabriela demanda.

E. RAÚL ZAFFARONI

Profesor Emérito de la UBA

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