Héroes, machos y patriotas

Pablo Alabarces

Fragmento

INTRODUCCIÓN

En la que se pasa de postular una variedad 

de puntos de vista a concluir que todo es una boludez.

Quiero jugar en el comienzo: este libro podría empezar de tres maneras distintas, hasta cierto punto mutuamente excluyentes, hasta cierto punto complementarias. Estas son las tres posibilidades del juego.

Primera posibilidad: Soy un futbolero perdido entre las posibilidades de una pelota: respiro, como, sueño fútbol. Sigo a mi equipo como local, añoro seguirlo como visitante —he hecho viajes insólitos—. Soy socio, pago la cuota —y las de mis hijos, a los que asocié cuando nacieron—, he tenido abono de platea, a la que descarté por su frialdad. Leo los diarios comenzando por la parte deportiva: por la parte futbolera, y luego leo el Olé on line. Soy de a los que cuatro canales deportivos las 24 horas les parecen poco; de los que pueden ver Granada-Almería como si allí estuviera el destino del mundo en juego. Los Mundiales me parecen una fiesta de los sentidos y de la inteligencia: los veo conectándome el cable coaxil intravenoso. He visto fútbol por la tele, pero también en los estadios: fui a la cancha en Argentina, Brasil, Colombia, México, Inglaterra, Francia, España. Detuve un paseo de vacaciones para ver jugar a una liga regional en Chiloé, en el sur de Chile; entrené con un equipo barrial en Eastbourne, en el sur de Inglaterra. Recuerdo formaciones, goles, incidentes, expulsados, aniversarios. Y, por supuesto, lo he jugado: probé en inferiores, fui goleador en la primaria, fui arquero menos vencido en mi barrio, fui marcador de punta en un par de equipos accidentales, armé mi propio equipo en la universidad, rodeándome de jóvenes que corrieran lo que ya no puedo correr. Dejé los ligamentos cruzados de ambas rodillas en el césped sintético. He probado todas las superficies: el césped, la tierra, el sintético la arena, las baldosas. Fui director técnico de equipos infantiles y juveniles, entre las primarias y las secundarias de mis hijos: apliqué sistemas tácticos audaces y conservadores, fui sucesivamente y al mismo tiempo menottista, bilardista y bielsista. Le pego con las dos, sé desviar una pelota con la mano cambiada. Nada de lo futbolístico me es ajeno. Creo que el fútbol me ha enseñado lo mejor que sé sobre los seres humanos.

Segunda posibilidad: No soporto el fútbol. Todos los días me pregunto si tanta información deportiva no podría ser reemplazada por buena literatura, si los cuatro canales deportivos no podrían dejar lugar a cuatro cadenas que programen cine sin publicidad durante las 24 horas. Soy hincha de un equipo como podría serlo de otro —y alguna vez me he cambiado—. Fui un patadura de chico, de joven y de grande, la más sólida muestra de coherencia de mi vida: jugué para no ser desterrado del mundo masculino, aunque pensara que era la mayor de las tonterías que organizaban ese mundo. Fui a la cancha lo suficiente como para comprobar que es incómoda, agresiva, molesta, peligrosa: que se ve poco y mal, que se come y se bebe peor, que está abarrotada de sujetos alienados capaces de cambiar radicalmente su opinión sobre el mejor jugador con di­ferencia de cinco segundos. Cada vez que veo un partido por televisión, discuto sobre si es peor la calidad del juego o la de los comentaristas deportivos, uno de los más grandes errores del plan divino, si hay algo así. Mis hijos me reprochan mi amargura, mi frialdad, mi indiferencia. Juego al tenis, que preserva mis rodillas de males mayores: jugué al rugby, un deporte incomparablemente más bello; me encantan el básquet y el vóley, el handball y hasta el golf, si me apuran. Creo que el fanatismo futbolístico hace peores a las personas, y que el fútbol no puede enseñarnos nada sino los vericuetos de la mediocridad, la manipulación y la corrupción. Creo que el fútbol le puede enseñar poco a nadie, salvo al optimista de Camus, que alguna vez tuvo la mala ocurrencia de afirmar que todo lo que sabía lo había aprendido en una cancha, y convenció a todos los que no se molestaron en leer, además, a Borges.

Tercera posibilidad: Pero, en realidad, prefiero pensar como una mujer. Eso me ha permitido ver ese mundo exasperadamente masculino con bastante distancia y objetividad, si es que existe algo así. Quisiera haberlo jugado como mujer, porque me parece un bello juego: pero no pude comprobarlo, porque jugar al fútbol es una prohibición radical para las mujeres —a veces pienso que los hombres prohíben más el fútbol que el aborto—. No me interesa la belleza del deportista —los tenistas y los voleibolistas son mucho más bellos—, sino la del juego, la sinfonía de once tipos desplegados en un campo, donde es más importante lo que pasa lejos de la pelota que lo que está con ella. Por eso recuerdo el cuarto gol de Brasil a Italia en 1970, con Carlos Alberto entrando desde un increíble fuera de cuadro —a la derecha de su pantalla, señora—; por eso odio a las transmisiones televisivas que exageran los planos detalle y ocultan la dinámica maravillosa del resto del campo. Leo la prensa deportiva para comprobar que, si el mundo está administrado por hombres, estamos en pésimas manos: creo que una difusión inteligente de los discursos masculinos sobre el fútbol podría demostrarles a las mujeres que el triunfo está al alcance de la mano, que seres tan primarios no pueden dominarlas. Como mujer, puedo verlos como si fuera una científica, porque están ahí en su plenitud, porque se revelan en todo su esquematismo y su grosería, en su machismo y su soberbia, en su ignorancia y su dependencia absoluta de la propia sexualidad: ver, oír o leer fútbol demuestra que los hombres están organizados por su pito. A veces, cuando se olvidan de eso, los envidio: pero porque envidio la belleza del juego, insisto, porque creo que Brasil-Francia en 1986 fue una obra de arte inolvidable. No envidio, como ellos creen, su capacidad de fanatismo: es el momento en que más primarios se ponen, creyendo que se ponen sentimentales. Cada vez que dicen cosas tales como “nena, ni lo entendés ni lo jugaste ni lo podés sentir porque no sos hombre”, compruebo que la frasecita esa de Camus era un chiste tan sutil que no hubo tipo que la entendiera: o que era una ironía monumental. Tener un hijo sigue siendo más maravilloso que una vuelta olímpica: giles, ustedes se lo perdieron.

Casi todo es verdad —no todo—. Incluso en desplazamientos que resultan imposibles físicamente, pero no intelectualmente: el cambio de género (de punto de vista de género) es una posibilidad del pensamiento que los hombres deberíamos asumir más a menudo. Analizar el mundo del fútbol no puede reducirse a una sola de esas posibilidades, porque solo contribuye a empobrecerlo: y para eso alcanza con la mayoría de sus actores —la mayoría de los dirigentes deportivos, entrenadores, futbolistas, intermediarios, árbitros, periodistas, hinchas fanáticos, publicistas— que hacen de la cortedad de miras y de la repetición de lugares comunes una práctica insobornable e invariable. Con unas cuantas excepciones, claro que sí, que espero recuperar en este libro.

Pero, para solo detenerme

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos