Una primavera en el desierto

Marcelo Cantelmi

Fragmento

Prólogo

Por Rodolfo Terragno

Marcelo Cantelmi estudia en este libro los magmas económico-sociales de los cuales surgieron las lavas revolucionarias que se esparcieron durante 2011 en África septentrional.

La “Primavera Árabe” es juzgada, por comentaristas frívolos, como un producto de Facebook. Politólogos superficiales, a la vez, creen que fue el aleluya de un coro que clamaba, desesperado, por libertad.

El error más grave (pero demasiado difundido) es el que liga esa eclosión con las redes sociales.

Las rebeliones podrán propagarse de boca en boca o por SMS, pero nacen de subterráneos dramas sociales que, un día, entran en erupción. Los rebeldes se sirven de los modos de comunicación que haya disponibles, sean señales de humo o smart phones.

Espartaco no precisó telegramas. La toma de la Bastilla fue posible sin teléfonos. A Lenin le bastaba el correo (no electrónico) para incitar desde Finlandia. Ni Ben Bella ni Lumumba sublevaron por videoconferencia.

La rápida propagación de los alzamientos árabes se habría producido de todos modos. No eran indispensables los medios masivos e instantáneos de comunicación.

Es cierto: impresiona la simultaneidad de los estallidos. Se alzó El Cairo y dos días más tarde Saná, situada a dos mil kilómetros. Se rebeló Bahrein y a los tres días Trípoli.

No es, sin embargo, un fenómeno de la era digital.

A principios del siglo XIX, cuando no había modo de comunicarse a la distancia, las colonias hispanoamericanas se separaron, casi al unísono, de la metrópolis. En 1810 hubo, en sólo 152 días, siete alzamientos en ciudades diseminadas por el continente. El 22 de mayo se formó la Junta de Cartagena y, el mismo día, a 4.800 kilómetros, se alzó Buenos Aires. Entre el Grito de Dolores en México y la constitución de la Junta en Santiago de Chile, pasaron 48 horas. Ambas ciudades están tan alejadas entre sí que hoy los aviones tardan ocho horas y media en unirlas.

En el caso de la independencia hispanoamericana, la simultaneidad tuvo su origen en la ocupación napoleónica de España. La nación imperial quedó en manos de Pepe Botella, el hermano de Napoleón que suplantó a Fernando VII como “Rey de España e Indias”. Los pueblos de América sintieron entonces, todos casi al mismo tiempo, que debían llenar el vacío dejado por los Borbones y prepararse para impedir el eventual desembarco de fuerzas emisarias de Bonaparte. Ese afán conduciría a las gestas de San Martín y Bolívar, quienes —sin celulares— confluyeron en el Perú.

La convergencia es frecuente en la Historia. Causas comunes producen, en el momento oportuno, movimientos simultáneos en sitios distantes.

La “Primavera Árabe”, como este libro induce a comprender, tiene su origen en la gran crisis económica y en el Lejano Oriente. Cuando China irrumpió en el mercado del mundo, se agigantó la demanda global de alimentos y se dispararon sus precios.

El alza provocó siniestros en países como Egipto, “el mayor importador de trigo en la región”, o Libia, cuya infinita legión de pobres vive de arroz. Como recuerda Cantelmi, en menos de dos meses el precio del trigo se multiplicó por dos y el del arroz, por cinco.

En ese contexto, donde una minoritaria y obscena opulencia contrasta con la miseria mayoritaria, la extensión del hambre quebrantó la paciencia, liquidó el sometimiento y despabiló al rencor.

A la vez, Occidente les soltó la mano a los déspotas. Durante la Guerra Fría, cuidaba la estabilidad de las tiranías petroleras por temor a que las sucedieran tiranías prosoviéticas. Con el comunismo evaporado, procuró que los países del área afianzaran el capitalismo y tuvieran gobiernos previsibles. Saddam Hussein y Khadafi pasaron de aliados incómodos a monstruos intolerables. Los Estados Unidos y Europa se habían erigido en padrinos de la democracia y la aseguraron con bombas, sin las cuales Tahrir habría corrido la misma suerte que Tiananmen.

La rebeldía se convirtió entonces en una gesta patrocinada, durante la cual floreció el idealismo. La heroicidad de los alzados, el ametrallamiento del aire, el resplandor de los cócteles molotov, el regocijo del triunfo y el indigno fin de los soberbios fueron los ingredientes de ese romanticismo retrospectivo que caracteriza las revoluciones victoriosas.

El Cantelmi analítico deja paso, por tramos, al narrador eximio. Convierte la historia en literatura y —sin desfigurar la realidad— elige personajes, desmenuza sentimientos y utiliza el tempo, la intriga y las emociones como lo haría un novelista.

Se detiene, por ejemplo, a interpretar los diversos colores de El Cairo, escogidos por los egipcios para “derrotar al gris superlativo” de su entorno. O el monótono verde que tiñe todo lo bendecido por Alá. O el negro, que como ningún otro color “golpea y devora”, igual que la sumisión de las mujeres que lo portan. O el blanco somnoliento del polvo de piedra caliza, alfombra de beduinos.

El libro, sin embargo, no se agota en metáforas plausibles y adjetivos definitorios. Cantelmi extiende el análisis y llega a temer que la primavera se convierta en otoño.

Los sojuzgados, encendidos sus espíritus por una chispa eventual, pueden a veces unirse contra quienes los someten. En ocasiones, esa unión les da fuerzas ciclópeas, capaces de reducir a la indignidad, y hacerle pedir clemencia en vano, al “Jefe Supremo, Hermano Líder y Guía de la Revolución, Secretario General del Congreso General del Pueblo, Presidente del Consejo de Comando Revolucionario, Coronel Muammar Khadafi ”.

No obstante, la turba triunfante no tiene capacidad de administrar. Está preparada para obedecer, no para dirigir. Cuando la polvareda de las revueltas se asienta, el poder queda en manos de quienes están formados en la gestión. Burócratas de los regímenes caídos mutan y se transforman en funcionarios de la libertad; pero a veces siguen sirviendo, de forma piadosa, a los intereses que antes se imponían sin piedad.

Cantelmi teme que eso pase (o haya pasado) en algunos de los estados árabes que dejaron atrás el despotismo. No es un temor injustificado, pero su propio libro muestra que, no estando exentos de contrarrevoluciones, aquellos países ya nunca serán los mismos. Eso lo alienta a profetizar que el porvenir obedecerá más o menos fielmente al “mandato libertario”, pese a los sectores empeñados en declararlo nulo.

Es que el gatopardismo siempre tiene sus límites. En la obra de Lampedusa, Tancredo Falconeri susurra que “es mejor tener un rey, aunque sea Víctor Manuel de Saboya, que una república”. Su tío, don Fabrizio, piensa que esa acomodaticia resignación durará “uno o dos siglos”, al cabo de los cuales todo cambiará para peor. En la realidad, la Casa de Saboya cayó poco después de escrita la novela, cuando los italianos crearon por plebiscito la república.

El destino del norte de África no será una prórroga del júbilo, pero tampoco verá resucitar lo pretérito.

Este libro sirve para descifrar el pasado e intuir el futuro.

Cuesta escribirlo con énfasi

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