Gracias por volar conmigo

Fernando Peña

Fragmento

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Mi destino siempre estuvo signado por los viajes. Me concibieron en París, donde mis padres estaban de luna de miel. Paradójicamente en París también se divorciaron, al enterarse mi madre de que mi padre le era infiel... ¡en plena luna de miel! Soy un convencido de que uno ya siente cosas y puede escuchar ruidos en el vientre. Será por eso que siempre fui extremadamente sensible a los gritos de mamá.

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Mamá Malena y Papá Pepe.

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Las dos caras de una misma moneda. Mamá escribió en el revés de la foto: “First honeymoon in Paris. This is the whole photograph. I hit back. Like it? Match box. ¿Remember? Don’t try to hurt me. Don’t tramble over me ever ever”.

En el vuelo de regreso a Sudamérica, trataron de reconciliarse en Punta del Este. En esa época Punta del Este era un destino muy elegido por los recién casados para su luna de miel. No hubo caso, no se reconciliaron. Mi mamá era tan testaruda como yo y no lo pudo perdonar. Se enamoró del Uruguay y le pidió a mi padre que le alquilara una casa en Montevideo. Así fue: mamá se quedó sola viviendo en Carrasco para pensar qué quería hacer de su vida. Nunca más se fue y papá se volvió solo a Buenos Aires.

En el año 1962 su panza creció con mi carga en Carrasco, y yo nací finalmente el 31 de enero de 1963 a las 00:05: día incómodo, hora incómoda... inoportuno, como siempre.

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Yo cuando era inofensivo.

Cuando empecé a tener uso de razón, preguntaba por qué mi papá no estaba en casa y los de los demás chicos del colegio sí. Lo primero que me explicaban era que había una ciudad muy muy muy muy muy grande e iluminada llamada Buenos Aires que quedaba “ves allá donde termina el agüita, bueno, es ahí”. La explicación continuaba con mi mamá hablando sobre las bondades económicas de la ciudad de los buenos aires y con un señor de traje y zapatos brillosos que venía una vez por semana cuyo nombre era Pepe y de quien mi madre decía que era mi papá. Papá Pepe.

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Amor de padre, sólo para mí.

Papá Pepe venía a Montevideo los viernes a las siete u ocho de la noche y se iba los lunes a primera hora de la mañana. Yo ya iba a un colegio bilingüe, el British School de Montevideo; en esa época todavía hablaba mejor inglés que español. Con el motivo de la hora de partida de mi padre los lunes aprendí la frase “First thing in the morning”.

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Marzo de 1968, cinco años. Iba al colegio sin ganas. En el pupitre soñaba con ser lo que soy ahora.

Son muy borrosos e indefinidos los recuerdos que uno guarda de la niñez. Sin embargo, a través de sesiones de psicoanálisis, cuando empecé a hacer diván y a hablar semidormido, una vez pude recuperar el primer recuerdo que tengo de Papá Pepe. Más que un recuerdo, guardaba impregnado en mi memoria un olor extraño: una mezcla de corbata de seda, perfume, cuero lustrado, camisa de algodón, spray para el pelo, mucho tráfico y demás olores metropolitanos. Recordé también que en su momento toda esa mezcla de olores me llamaba la atención y que, cuando era muy chico, le había preguntado a papá: “Papá, ¿qué es ese olor que traés siempre?”. Y a mamá también: “¿Por qué papá tiene un olor que vos no tenés?”. Era ese olor el que me hacía advertir que papá había llegado a casa, los viernes, cuando yo regresaba del colegio. Mi buen olfato arruinaba siempre sus sorpresas.

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Foto de mi antigua casa en Carrasco sacada por mí cuando volví a Uruguay en 1995.

Vivíamos en la calle Santa Mónica y Daiman, en la ciudad de Carrasco, en un chalet californiano. En esa época no había casi polución, los olores eran muy claros y definidos. Cuando me daba cuenta de que papá había llegado, corría la puerta de vidrio (en esa época tampoco se usaban cerraduras) y gritaba como una maricona: “¡Está papá! ¡Hay olor a papá!”. Tendría seis años. Un año después me enteraría de que ese olor a papá era olor a avión.

Desde chico fui muy parlanchín y preguntador. Los pocos días en los que estaba con papá lo aturdía con preguntas sobre su viaje. ¿Por qué vuela el avión? ¿Cómo vuela? ¿Hace mucho ruido? El avión va muy rápido, papá, ¿de dónde te agarrás? ¿No se te vuelan los pelos? ¿Cómo pasa entre las nubes? ¿No choca? ¿Se moja cuando llueve? ¿Quién lo maneja? ¿Lo manejás vos? Y fue con esa última pregunta que comprendí que había otra gente trabajando en el avión y que mi papá no era tan importante ni poderoso: no manejaba el avión. Desde ese momento en adelante, cada vez que pasaba un avión[1] me paraba en el jardín mirando al cielo y le gritaba a nadie, a quien escuchara: “¡Ahí viene uno de poco ruido!”, y cuando venían los más grandes: “¡Ahí viene uno de jjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjj!”. Era como una especie de indiecito charrúa que avisaba y pronosticaba una invasión. También, con esta cabeza que tengo que no para de imaginarse cosas extramuros, me imaginaba qué estarían haciendo los “papás que manejaban ese gran pene” (creo que ahora varios entienden las razones de mi homosexualidad).

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Mamá y yo en la casa de Carrasco. Ella con nuevo look Lucille Ball morocha.

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En cuatro patas sobre el tronco.

Cada vez que Papá Pepe llegaba de ciudad gótica Buenos Aires con olor a avión traía Cabshas, algún alcohol para mi madre y algún juguete para mí. El primer regalo que me trajo fue un avión de Lufthansa a dínamo que mientras se frotaba contra el piso prendía sus luces. Fue ahí cuando sentí por primera vez que mi mamá me quería un poco, un día que gritó: “¡Dejá de jugar con ese avión y hablale un poco a tu madre!”. Yo no paraba de frotar ese fuselaje contra el piso. Iba a comer agarrado del fuselaje, iba al colegio agarrado del fuselaje, dormía agarrado del fuselaje. Como verás, mi acercamiento a los aviones fue casi pornográfico y estuvo cargado de condimentos variopintos muy extraños. ¿Cóm

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