Tres genias en la magnolia

Antonio Dal Masetto

Fragmento

Índice
  • Tres genias en la magnolia
  • Portadilla
  • Portada
  • Legales
  • Dedicatoria
  • Capítulo 1
  • Capítulo 2
  • Capítulo 3
  • Capítulo 4
  • Capítulo 5
  • Capítulo 6
  • Capítulo 7
  • Capítulo 8
  • Capítulo 9
  • Capítulo 10
  • Capítulo 11
  • Capítulo 12
  • Capítulo 13
  • Capítulo 14
  • Capítulo 15
  • Capítulo 16
  • Capítulo 17
  • Capítulo 18
  • Capítulo 19
  • Capítulo 20
  • Capítulo 21
  • Capítulo 22
  • Capítulo 23
  • Capítulo 24
  • Capítulo 25
  • Capítulo 26
  • Capítulo 27
  • Capítulo 28
  • Capítulo 29
  • Capítulo 30
  • Capítulo 31
  • Capítulo 32
  • Capítulo 33
  • Capítulo 34
  • Capítulo 35
  • Capítulo 36
  • Capítulo 37
  • Capítulo 38
  • Capítulo 39
  • Capítulo 40
049 RHM_Tres genias en la magnolia-4.xhtml

Agradezco

a Daniela

a Oscar

por la hospitalidad

049 RHM_Tres genias en la magnolia-5.xhtml

Capítulo 1

Las llamaban las tres mosqueteras porque andaban siempre juntas. Juntas en la escuela, juntas en los cumpleaños, juntas en el cine, juntas en los carnavales, juntas en los juegos de la plaza, juntas patinando en las calles asfal-tadas, juntas haciendo compras en el mercado, juntas corriendo en bicicleta. En fin, las tres mosqueteras. Sus nombres: Leticia, Valeria y Carolina. Las tres tenían once años. Cuando algo les salía bien y estaban satisfechas se calificaban a sí mismas de genias.

—Silencio absoluto que va a tomar la palabra la super-genia Carolina —anunciaba Carolina.

—Abran paso que acá llega la supergenia Valeria —advertía Valeria.

—En este preciso momento, ante ustedes, la supergenia Leticia —proclamaba Leticia.

Caro tenía vocación de artista. Concurría a un taller de dibujo y pintura. Estudiaba piano. Llenaba cuadernos con historias que inventaba todo el tiempo. Quería ser una pintora famosa. Quería ser concertista y compositora. Quería colmar la vida de la gente de música y de colores y de relatos fantásticos.

La aspiración de Vale era ser una gran médica, recorrer los países pobres del planeta y salvar vidas y aliviar el dolor del mundo, sobre todo de los niños. Leía biografías de los médicos famosos de la historia de la humanidad.

En cuanto a Leti, desde muy pequeña, siempre que le preguntaban qué deseaba ser cuando fuera grande, contestaba:

—Un pájaro.

El rastro rosado de una cicatriz le cruzaba la sien derecha: consecuencia del arañazo de un gato. Cuando Leti contaba cinco años de edad su gato había atrapado un pájaro en el jardín de la casa. Lo tenía en la boca. Ella trató de que lo soltara, sin conseguirlo. Entonces tomó al gato por la cabeza con ambas manos y le clavó los dientes. El gato mordía el pájaro, ella mordía el gato. Ahí vino el zarpazo. Desde entonces había seguido con su cruzada en favor de los pájaros. Si veía uno enjaulado, no importaba dónde fuese y de quién fuese, se desesperaba y no descansaba hasta encontrar la forma de liberarlo. Y seguía repitiendo que su aspiración era ser pájaro.

El ciclo escolar acababa de terminar y ahora las genias se juntaban mañana y tarde, y se iban a dar vueltas por las calles del barrio. El barrio se llamaba Los Aromos. Estaba dividido en Los Aromos Este y Los Aromos Oeste, aunque no existía una frontera precisa. La zona este era una franja de construcciones más o menos reciente, casas con ciertas pretensiones, en general de planta baja y primer piso, grandes ventanales, balcones, jardincitos cuidados al frente. De ese lado vivían las genias. Pero el auténtico y viejo Los Aromos era el de la zona oeste, muchísimo más extenso que el de la zona este. Era allá donde se desarrollaba toda la actividad social y comercial. Allá estaban el mercado, los negocios de ropa, las peluquerías, las farmacias, los bares, las dos escuelas, la plaza, la biblioteca, el cine, la comisaría, la iglesia, el club, los talleres. A medida que se desgranaba hacia el oeste el barrio se iba volviendo más humilde, y llegando cerca del arroyo se diluía en unos descampados sin vegetación con unas últimas miserables viviendas aisladas.

A la altura del sector que se podría definir como centro comercial —y casi marcando un punto de referencia para la imaginaria línea divisoria de este y oeste— estaba la casona estilo colonial, con el gran parque que ocupaba unas cuatro manzanas y que intrigaba mucho a las genias. Al parque lo rodeaba un muro alto y hubiesen querido trepar alguna vez para espiar hacia adentro. El matrimonio que vivía en aquella casona eran los pudientes del barrio, gastaban apellidos ilustres y se los miraba con respeto. Al tipo le decían el Coronel. Era un hombre bajo y algo encorvado, que rengueaba y usaba un bastón con mango de plata. Se comentaba que la renguera era consecuencia de una herida recibida en batalla. Aunque lo cierto es que nunca se supo y nadie hubiese podido decir, por más que se analizaran los acontecimientos de los últimos veinte, treinta o cuarenta años, en qué batalla pudo haber participado el Coronel. Las nenas lo conocían bastante porque en las fechas patrias era el invitado especial para pronunciar los discursos en el colegio. Las suyas eran unas disertacio

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos