Guía (inútil) para madres primerizas 2

Paula Rodríguez
Ingrid Beck

Fragmento

Prólogo

—¿Y? ¿Ahora se viene la Guía (inútil) para padres primerizos, no?

A menos que decidiésemos hacer un libro como esos que llevan por título cosas tipo El pensamiento vivo de Carlos Menem y adentro tienen sus páginas en blanco, la idea de hacer un libro sobre padres primerizos se nos presentaba más como una posibilidad de vender humo al mejor estilo Caruso Lombardi que un aporte a la paternidad primera y, mucho menos, una ayuda a las arcas familiares. Es decir, se puede hacer libros sobre cualquier cosa, Carmen Barbieri y Ari Paluch son ejemplos de que hasta es posible lograr un bestseller. Pero una Guía para Padres Primerizos, por más inútil que se presente, sin dudas habría sido un curro. ¿Doscientas páginas sobre el papel del varón durante el primer año de su hijo? Una lista con las ideas marxistas de Mauricio Macri sería más verosímil.

Es así: el papel del varón durante el primer año de su bebé se reduce a hacer lo posible para no existir.

También puede hacer de chofer o asistente pañalero, lagro de dormir al sujeto… lo cual constituirá un dudoso orgullo que lo condenará a infinitos y vanos intentos por anestesiar al pequeño entre tres y cuatro veces al día y al menos dos veces en la noche hasta el momento en que ose preguntar por qué no tratás vos y reciba por respuesta ah, claro, el señor no da la teta, no lo lleva encima hasta para ir al baño, no le cambia los pañales chocolatosos cada cuatro horas, no interrumpe su carrera profesional durante dos años, no deformó su cuerpo durante nueve meses ni intenta recuperarlo en los doce siguientes a base de grasas saturadas, no pierde el pelo por la lactancia ni extraña menstruar, sin embargo está cansado de dormir al nene, ves que no se puede contar con vos para nada, dámelo y andá a seguir mirando Fútbol de Primera, ya vas a venir a reclamar “mimos”…

Podría decirse que durante el primer año del bebé, la principal actividad del padre es aguantar. Aguantar los trapos de la pareja, la familia y eso; aguantar que el bebé llore, defeque y eso y, fundamentalmente, aguantar a la madre del engendro, a esa desconocida que desde que parió al heredero se comunica mediante sonidos guturales, con el hijo, y ladridos, con él. Y aguantar, desde luego, sus propios deseos sexuales.

En este sentido, los abuelos que juegan dominó en las plazas hablan graciosamente de “cuarentena”. ¿Qué es la “cuarentena”? El tiempo que el flamante padre debe aprovechar para sublimar sus apetencias carnales trabajando el doble, de modo de juntar dinero suficiente como para pagar una niñera el día que su mujer recupere las ganas de volver a manosearlo con cierto entusiasmo. La “cuarentena” no dura cuarenta días sino dos, tres y, por qué no, hasta ocho veces más. ¿Un hombre debe soportar hasta un año sin mantener relaciones sexuales? Con su mujer, sí. Nadie dice que no pueda hacer lo suyo con el resto del mundo femenino. No estamos acá para hablar de moral ni de culpas. ¿Tan así es? No, puede ser peor. La “cuarentena” es el castigo divino, la prueba más cabal de que el placer y la perpetuación de la especie no tienen nada que ver.

¿Gozaste teniendo sexo con tu mujer? Pues bien, ahí tenés: entre el tercer mes de embarazo y el año y medio de tu hijo vas a tener que vivir de recuerdos, porque de sexo, ni hablar… aunque conviene rescatar las pequeñas ganancias de las grandes pérdidas, como le explicaba Manolito a Mafalda. Porque hay momentos en los que el pibe/piba es sólo del padre. En esos meses en que la madre primeriza intenta reinsertarse en su vida habitual, la mayoría de las veces sin reparar que lo que era habitual dejó de serlo para convertirse en otra habitualidad, entonces habrá horas, mañanas o tardes enteras en que sólo existirá la relación padre-hijo. Fantástico. Es cuando el padre descubre que empujar un Perego con un borrego adentro lo hace apetecible a las miradas femeninas. Aunque por convicción ideológica, miedo o porque sale caro, ni siquiera fantasea con un touch-andgo clandestino, el caso puede equivaler a la luz de un faro que nos ilumina frente a los ojos bien cerrados de la puérpera. ¡Ey, aquí estamos! ¡Ojo que nos tiran onda!

De modo que, más allá de la paciencia y alguna fantasía, poco hay para decir del padre durante el primer año de su bebé.

Durante los cuatro años siguientes, en cambio, el padre adquiere ciertas funciones extra: además de chofer, asistente pañalero y mamaderil, dique de curiosos y todo eso, el padre ocupa el lugar de reserva, algo así como el banco de suplentes: cuando la madre se cansó, ahí llega el padre. Para dormirlo, para vestirlo, para bañarlo, para cambiarlo… Algunas parejas negocian ciertas tareas: vos lo dormís, yo lo baño; vos le das de comer, yo lo cambio. Una negociación que, desde luego, será oportunamente usada en contra del padre, pero ése es otro tema; tampoco estamos acá para hablar de los conflictos de pareja ocasionados o detonados por la aparición de un bebé sino de la relación entre los padres y su heredero, a esta altura casi un ser humano… o mejor, un ser con derechos de humano y costumbres de mascota. Y para hablar de este libro, claro.

Habíamos llegado al punto en que el padre ocupa el banco de suplentes de la madre. Claro que no en el asiento del DT que todo lo decide sino en el del as en la manga, el mesías que entra a los veinticinco minutos del segundo tiempo para desnivelar cuando el rival ya está cansado. En el mejor de los casos. En el peor, será algo así como un utilero calificado, con voz pero sin voto. Como sea, deberá demostrar sus cualidades rápido y sin margen para el error. Porque su hora de entrar en la cancha coincide siempre con el momento en que la madre está agotada de intentar sin éxito domar al potrillo, y también con el momento en que ese potrillo está a punto de a) lograr su objetivo, o b) resignarse y darse por vencido al menos por esta vez. Como sea, ese papel que a partir de estos días comienza a jugar el padre será, con matices, el mismo que lo mantendrá entretenido, malhumorado y, en ocasiones, fugazmente feliz durante los siguientes veinte años o el tiempo que el chabón o la minita decidan independizarse. Y será, también, el motivo por el cual la criaturita lo odiará durante los próximos dieciocho años.

En menos palabras: la función del padre en los años que siguen a los primeros doce meses de vida será hacerse odiar por su hijo. Para que lo respete, para que no se parta la crisma contra el marco filoso de una persiana e, idealmente, para que no odie a su madre. Lo odiará porque compite con él en la posesión de la madre. Lo odiará porque es quien dice “No” con mayor frecuencia y a un volumen mucho más alto. Lo odiará porque sí, porque es sano odiar. No lo odiará siempre porque cuando juegue con él, cuando le compre eso que mamá le niega o cuando le enseñe a decir el abecedario eructando, lo querrá casi tanto como a la madre. Lo odiará, en suma, porque será el encargado no de establecer —porque de eso se ocupa la madre, eso sí que no se delega— pero sí de hacer cumplir los límites. Hasta que un día, sin saber cómo ni por qué, lo amará por lo mismo que durante años lo odió. Y nunca será tarde para tanto amor contenido. Es decir: valdrá la pena. Porque será el padre quien le explique al mocoso los temas fundamentales de la vida: el sexo, la amistad, la ley del offside y cómo estacionar a la izquierda.

Se pondrá más peluda l

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