Los hechos del Rey Arturo y sus nobles caballeros

John Steinbeck

Fragmento

INTRODUCCIÓN

Hay muchas personas que olvidan, cuando crecen, lo mucho que les costó aprender a leer. Quizá se trate del mayor esfuerzo emprendido por un ser humano, y debe afrontarlo cuando niño. Un adulto rara vez sale triunfante de esa empresa, la de reducir la experiencia a un orbe de símbolos. Los seres humanos han existido durante mil millares de años, y sólo han aprendido esta artimaña —este prodigio— en los diez últimos millares de los mil millares.

No sé hasta qué punto mi experiencia es común a todos, pero en mis hijos he observado el pasmado tormento del aprendizaje de la lectura. Ellos, al menos, comparten mi experiencia.

Recuerdo que las palabras —manuscritas o impresas— eran demonios, y los libros, que tanto me torturaban, mis enemigos.

Cierta literatura impregnaba la atmósfera que respiré. Absorbí la Biblia por los poros. Mis tíos sudaban Shakespeare, y el Pilgrim’s Progress de Bunyan vino mezclado con la leche de mi madre. Pero esas cosas me entraron por los oídos. Eran sonidos, ritmos, imágenes. Los libros eran demonios impresos, las pinzas y las empulgueras de un suplicio ultrajante. Hasta que ocurrió que una tía, con fatua ignorancia de mis rencores, me regaló un libro. Contemplé con odio la impresión en negro, y luego las páginas paulatinamente se abrieron y me permitieron la entrada. El prodigio ocurrió. La Biblia, Shakespeare y el Pilgrim’s Progress eran patrimonio común. Pero este libro era mío. Era un ejemplar ilustrado de la Morte d’Arthur de Thomas Malory según la edición de Caxton. Adoré la anticuada ortografía de las palabras, y también las palabras en desuso. Es posible que haya sido este libro el que inspiró mi fervoroso amor por la lengua inglesa. Descubrir paradojas me deleitaba: que cleave significa tanto unir como separar; que host alude tanto a un enemigo cuanto a un amigo hospitalario; que king (‘rey’) y gens (‘pueblo’) proceden de la misma raíz. Por un tiempo, gocé de una lengua secreta: yclept y hyght para decir ‘llamado’, wist para ‘conocer’, accord para decir ‘paz’, entente para decir ‘propósito’, y fyaunce para decir ‘promesa’. Moviendo los labios, pronunciaba la letra llamada thorn, como una “p” a la cual se parece, y no como una “th”. Pero en mi pueblo, la primera palabra de Ye Olde Pye Shoppe (‘La vieja pastelería’) se pronunciaba yee [ji:], así que supongo que mis mayores no estaban mucho mejor que yo. Fue sólo mucho más tarde cuando descubrí que la “y” sustituía a la thorn perdida.1 Pero al margen de que fueran gloriosas y secretas —And when the chylde is borne lete it be delyvered to me at yonder privy posterne uncrystened—,2 yo, curiosamente, conocía las palabras de tanto susurrármelas a mí mismo. La misma extrañeza del lenguaje bastaba para hechizarme y sumirme en una escenografía antigua.

Y esa escenografía enmarcaba todos los vicios que hubo siempre, además del coraje, la tristeza y la frustración, y sobre todo el heroísmo, acaso la única cualidad humana forjada por Occidente. Creo que mi percepción del bien y del mal, mi sentimiento de noblesse oblige, y todas mis reflexiones contra los opresores y a favor de los oprimidos provinieron de este libro secreto. Este libro no ultrajaba mi sensibilidad como casi todos los libros infantiles. No me asombraba que Uther Pendragon codiciara a la mujer de su vasallo y la tomara mediante engaños. No me asustaba descubrir que había caballeros malignos además de caballeros nobles. También en mi pueblo había hombres que lucían los hábitos de la virtud pero cuya maldad me era conocida. En medio del dolor, la pesadumbre o el desconcierto, yo volvía a mi libro mágico. Los niños son violentos y crueles, y también bondadosos; yo era todas estas cosas y todas estas cosas estaban en el libro secreto. Si yo no sabía escoger mi senda en la encrucijada del amor y la lealtad, tampoco Lanzarote sabía hacerlo. Podía comprender la vileza de Mordred porque también él estaba en mí; y también había en mí algo de Galahad, aunque quizá no lo bastante. Pese a todo, también estaba en mí la apetencia del Grial, hondamente arraigada, y quizás aún lo esté.

Más tarde, como el hechizo perduró, acudí a las fuentes: al Libro negro de Caermarthen, al “Mabinogion y otros cuentos galeses” del Libro rojo de Hergest, al De Excidio Britanniae de Gildas, a la Giraldus Cambrensis Historia Britonum, y a muchos de los Freensshe books, los “libros franceses” de que habla Malory. Y con las fuentes, leí los sondeos y tanteos de los especialistas —Chambers, Sommer, Gollancz, Saintsbury—, pero siempre volvía a Malory, o quizá debería decir al Malory de Caxton, puesto que ése era el único Malory que había hasta hace más de treinta años, cuando se anunció que un manuscrito desconocido de Malory se había descubierto en la Biblioteca del Winchester College. El descubrimiento me exaltó, pero como yo no era un especialista sino apenas un entusiasta, no tuve la oportunidad ni la cualificación para examinar el hallazgo hasta 1947, cuando Eugène Vinaver, profesor de Lengua y Literatura Francesas de la Universidad de Manchester, dio a conocer una edición en tres volúmenes de las obras de sir Thomas Malory hecha por la Universidad de Oxford, tomando el manuscrito Winchester. Ningún hombre podía ser más apto para esa tarea que el profesor Vinaver, con su gran conocimiento no sólo de los “libros franceses” sino también de las fuentes galesas, irlandesas, escocesas, bretonas e inglesas. Aportó a su obra, además del enfoque erudito, ese matiz de gozo y maravilla tan infrecuente en la metodología del académico.

Durante mucho tiempo quise verter a la lengua moderna las historias del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda. Esas historias perduran hasta en aquellos que no las leyeron. Y es posible que hoy día nos impacienten las viejas palabras y los solemnes ritmos de Malory. No todos comparten mi inicial y persistente fascinación por esas cosas. Quise verterlas a la lengua llana de hoy para mis jóvenes hijos, y para otros hijos no tan jóvenes, verter el significado de esas historias tal como fueron escritas, sin excluir ni añadir nada quizá para competir con las distorsiones del cine y la historia, que constituyen la única fuente accesible para esos muchachos y para otros que se impacientan con la escritura de Malory y con el uso de palabras arcaicas. Si puedo hacerlo y a la vez preservar la maravilla y la magia, me daré por contento y satisfecho. No tengo la menor intención de reescribir a Malory, ni de reducirlo, transmutarlo, atenuarlo o sentimentalizarlo. Creo que las historias tienen la suficiente grandeza como para sobrevivir a mi intromisión, que en el mejor de los casos hará el texto más accesible para mayor número de lectores, y en el peor de los casos no puede perjudicar a Malory en exceso. Después de tanto tiempo, hoy renuncio al Caxton de mi primer amor por el Winchester, que me parece más consustanciado con Malory. Mi gratitud al profesor Eugène Vinaver por hacer asequible el manuscrito Winchester.

Por mi parte, sólo me rest

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