Desde las cenizas

Claudia Amengual

Fragmento



Índice

Portada

Índice

Dedicatoria

Epígrafe

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

Biografía

Otros títulos de la autora

Legales

Grupo Santillana

A mamá y a Carlos.

En memoria de papá.

“...serán cenizas, mas tendrán sentido...”

Francisco de Quevedo

I

Al principio, fue el miedo.

***

A las nueve de la mañana, Diana encendió el primer cigarrillo y se buscó en el reflejo azul de la pantalla. Descubrió la punta roja de la brasita y más atrás sus ojos igualmente brillantes, como anhelando. Y ya no se vio más, porque entró en el universo virtual desplegado ante sí, una promesa de algo que podía ser o no, pero que le daba una razón para salir de la cama.

Diana sentía desde hacía tiempo que el miedo anestesiaba su voluntad. Se agazapaba en la penumbra de la razón, disfrazado de sensatez, como una araña que teje una tela de hilos imperceptibles y espera. Sabía que, al final, el miedo siempre mata; pero esta vez el aire estaba volviéndose irrespirable y la desesperación hizo que el miedo se transformara en un manotazo al vacío, hacia cualquier cosa mejor que aquella abulia en la que transcurrían los días.

Cuando llegó el segundo mensaje, se estremeció con una alegría que la arrancó de su cuerpo por unos minutos. Tiempo atrás había renunciado a la juventud y, con ella, al entusiasmo que ilumina una mañana cualquiera o hace nacer ganas de mirarse al espejo. Y así se convenció de que la madurez pasaba por dejarse marchitar sin dar pelea, como si el destino fuera nada más que una vejez que gotea anticipada en una piel todavía joven. Ahora, le daba una cierta vergüenza reconocerse en el desasosiego de esta mujer a la espera del mensaje de un desconocido. Sentía una corriente de emociones olvidadas lanzarse como rayos por sus venas y estallar en pulsos acelerados, ínfimos orgasmos deshechos en polvo de estrellas. Cada tanto, sin embargo, si era demasiado evidente que su cuerpo respondía como vigía de una posible felicidad, el sentido del propio ridículo se transformaba en antídoto contra aquel erotismo incipiente, y la paralizaba.

Cuando Nando trajo la computadora, Diana la había mirado con desconfianza, como se mira una bolsa de leche sin fecha de vencimiento. Se refería a ella como “la máquina”, casi siempre para quejarse porque ocupaba demasiado lugar en el cuarto. La habían puesto en un rincón junto a la ventana, sobre una mesita metálica que nada tenía que ver con la cama de roble tallado. A Diana tampoco le gustaba la luz blanca que Nando se había empecinado en instalar. Un día, sin aviso, su dormitorio empezó a parecerle un quirófano.

Tocó la tierra de la tuna y vio que todavía conservaba algo de humedad. En alguna revista había leído que las tunas absorben la radiación, y no dudó en comprar la más grande que encontró en el vivero. Parecía un pepino enorme cubierto de espinas y un botón rojo en la punta amenazaba con ser flor en cualquier momento. Sabía de sobra que una tuna en el dormitorio era un detalle hostil, pero se divertía con una dosis de crueldad cuando pensaba que la decoración de aquel cuarto le importaba cada vez menos. El pimpollo llevaba demasiado tiempo siendo promesa de flor y Diana empezaba a creer que se marchitaría sin haber abierto.

Si no hubiera sido por su hermana, jamás habría cedido a la tentación de prenderla. Pero Gabriela consiguió aquella beca en Lima y todo empezó a cambiar. Le dio la excusa para perderle respeto a “la máquina” odiosa, aquel pulpo metido en su cuarto, aunque desde hacía poco más de un mes ya no eran las noticias de Gabriela las que buscaba cada día. Estaba ansiosa. Vivía ansiosa. Abría su casilla esperando encontrar algo de lo que no estaba segura, algo que le diera vuelta las horas, que le removiera la rutina de un zarpazo. Algo como aquel mensaje que encontró un mes atrás y que tuvo el efecto de una dulzura recuperada en apenas unas torpes líneas. Tantos años de seguridad, tanto orden y ahora necesitaba de esa incertidumbre con la que empezaba cada día.

Fue sin querer. Gabriela insistió en que se comunicaran de ese modo y, aunque ella trató de mantenerse firme y hablar por teléfono, las facturas a fin de mes la dejaron sin opción. Un día, a escondidas y maldiciéndose, le man

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