Ojos de caballo

Henry Trujillo

Fragmento



Índice

Portada

Índice

Capítulo I

1

2

3

4

5

6

7

Capítulo II

1

Capítulo III

1

2

3

4

5

6

7

Capítulo IV

1

2

Capítulo V

1

2

3

4

5

6

7

Capítulo VI

1

Capítulo VII

1

2

3

4

5

6

7

Capítulo VIII

1

Capítulo IX

1

2

3

4

5

Capítulo X

1

2

3

Capítulo XI

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

Capítulo XII

1

Capítulo XIII

1

2

3

4

5

6

Epílogo

Biografia

Legales

Grupo Santillana

Capítulo I

1

Camino al norte por la ruta dos, antes de llegar al río Negro, la ciudad se tiende como una lagartija bajo el sol de enero. Todo está quieto. Solamente las chicharras interrumpen el silencio de la siesta. En las calles desiertas no se ve más que algún que otro perro boqueando bajo la sombra exigua de los árboles. La luz reverbera sobre el hormigón candente y el aire mismo parece un caldo de plomo. Nada se mueve.

El bar de Haller es un agujero oscuro en una esquina, después de la cual la ciudad se vuelve pobre. Las calles de hormigón dejan paso a las de asfalto, las de asfalto a las de balastro, y el agua jabonosa de los desagües comienza a correr libre entre las piedras y los yuyos que crecen en las veredas. El bar de Haller no es más que una casa vieja, de lejos más parecida a un montón de ladrillos que alguien hubiera abandonado a la voluntad de Dios. Dentro, a falta de revoque, las paredes son tapizadas por las telarañas. Arriba, un cielo raso de bolsas de arpillera muestra, de tanta mugre que tiene, que no ha sido cambiado desde que Haller compró el edificio, nadie recuerda cuándo. Abajo, las baldosas agrietadas guardan marcas violentas y manchones de barro seco.

Entrando por la puerta de la esquina, lo primero que se ve es un largo mostrador de madera. Entre el mostrador y la puerta hay cuatro mesas, una docena de sillas y un cuarteto de viejos jugando al truco. Detrás del mostrador, una veintena de botellas mezcladas con amarillentos recortes de diarios se amontonan en los estantes. Entre los estantes y el mostrador está Haller. Ha estado allí desde que tengo memoria, y seguramente seguirá allí el día que la pierda.

2

La tarde del tres de enero de 1980 un Plymouth azul y blanco se detuvo en la esquina del bar de Haller. Nadie giró la cabeza para mirarlo, porque el desvencijado carromato ya formaba parte del paisaje, tanto como las calles rojas o las casas despintadas. Tampoco se volvieron para ver al hombre que bajó del coche y se detuvo en la entrada, las manos en la cintura, los ojos todavía encandilados por el resplandor de la tarde, tratando de descubrir quiénes estaban dentro. Pese a casi tocar los cincuenta años, mostraba una vigorosa y tal vez desafiante expresión en el rostro rubicundo pero curtido por el sol. Era bajo, ancho de espaldas y de generosa barriga, criada a fuerza de mucha cerveza y mucha carne bien adobada.

Tras concluir su inspección, el hombre saludó sin dirigirse a nadie en particular. Algunas voces aisladas le contestaron, pero el recién llegado no pareció escucharlas. Se acercó al mostrador. Su mirada se entretuvo un segundo en el ocupante de la única mesa que había a la derecha de la puerta, una mesa casi escondida en el extremo del mostrador, donde un viejo pequeño y rechoncho, de calva brillante en la penumbra, levantaba un vaso vacío en su dirección.

El hombre del Plymouth respondió con una mueca

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