Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Epílogo
Capítulo 1
Febrero 2012, Mendoza
Esperaba emocionarse al atravesar el paso interprovincial que daba la bienvenida a Mendoza; no obstante, nunca pensó que lo haría de la manera intensa que lo estaba haciendo. Escalofríos. Ella sabía de escalofríos, pero éstos eran muy diferentes; no le engarzaban el cuerpo con un ansia irrefrenable de huir. El coche seguía su camino y un nuevo cartel ahondó más esos estremecimientos que, desde hacía mucho tiempo, no sentía; éste anunciaba la entrada a San Carlos, ciudad cabecera del departamento al que pertenecía su pueblo.
Al detenerse en algunos semáforos que ordenaban la pequeña ciudad, que precedía unos quince kilómetros su pueblo, algunas personas la habían reconocido. Maylen saludó a todos con la mano extendida y una sonrisa en los labios. No eran vecinos ni conocidos, pero su nuevo trabajo tenía esos efectos colaterales.
El aire estaba lleno de aromas, y cada uno encerraba un recuerdo. El camino del cóndor, la ruta nacional cuarenta la devolvía a su tierra como una mano suave que suelta un cachorro. Nunca podría haber adivinado que se sentiría así; estaba emocionada hasta la médula y un poco más.
La radio que sonaba en el equipo de audio de su modesto auto azul anunció que superaban los treinta grados a las diez de la mañana, sin importarle la elevada temperatura, Maylen apagó el aire acondicionado del vehículo y bajó la ventanilla para llenarse del perfume de su tierra; el aire fresco que bajaba de la montaña arrastraba el aroma de la piedra mezclada con el de las nieves eternas; el perfume dulzón de las flores de los jarillales se combinaba armoniosamente con la áspera fragancia de las verdes hojas de vid y sus aterciopelados y maduros frutos, y no podía estar ausente el inconfundible aroma de los pinos que había por centenares, y las más diversas variedades dibujaban el contorno de la ruta; algunos de ellos alfombraban la banquina con sus finas agujas, otros regalaban sus gigantes frutos en forma de piñas; los más distinguidos exhibían orgullosos sus frutos: pequeños y cerrados. En ese erial todo se conjugaba para conquistar el lugar y darle una personalidad única en aroma y paisaje.
El calor y el polvo que entraban por la ventanilla