Antes de septiembre

Mario Escobar

Fragmento

1. El paraíso soviético

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El paraíso soviético

Stefan Neisser era el hombre más apuesto de Berlín. Había heredado la profesión de su padre, la albañilería, pero, a pesar de sus manos trabajadas y la piel reseca por el yeso y el cemento, siempre vestía trajes cruzados, corbatas de nudo pequeño y lustrosos zapatos de color negro. Con treinta y tres años aún conservaba el inocente rostro de un niño, con el pelo rizado, los rasgos suavizados y unos ojos verdes aceitunados que a veces parecían marrones. Su familia había sobrevivido al nazismo con la misma naturalidad como en la actualidad se enfrentaba al comunismo; los Neisser no suponían una amenaza, eran gente humilde que llevaban algo más de doscientos años levantando paredes, alicatando baños y solando salones de las vetustas mansiones de la zona noble de Pankow; para ellos el paso del tiempo y la política apenas significaban nada. Los edificios de Pankow habían sobrevivido sin sufrir apenas los bombardeos aliados y se encontraban ocupados por los llamados «moscovitas», comunistas alemanes que habían regresado de la Unión Soviética. También las mansiones de la lujosa zona de Karlshorst daban cobijo a los oficiales rusos de alta graduación.

Stefan había abandonado en 1950 la parte este de la ciudad, para irse a vivir a Kreuzberg y convertirse en conductor de tranvía. Ahora Stefan era padre de familia y acababa de casarse con Giselle, reconociendo a su hija en común Frida, por lo que esperaba que unas semanas más tarde las dos pudieran trasladarse a su apartamento en Berlín Occidental.

Desde el final de la guerra la vida había sido muy difícil. Sobrevivir a las bombas había supuesto casi un milagro, pero la llegada de los rusos había empeorado aún más las cosas. Violaciones, hambre, miseria y terror se habían constituido en parte de la cotidianidad en los primeros meses de ocupación. Por eso todos deseaban la llegada de los norteamericanos y a pesar de la división de la ciudad y la llegada de alimentos, las cosas cambiaron muy poco a poco. El padre de Stefan siempre comparaba el saqueo soviético con el saqueo de Roma de 1527, al parecer lo había leído en un periódico clandestino que se repartía por Berlín. Nunca habían sido conscientes de lo ricos y afortunados que eran hasta que les habían quitado hasta la más pequeña pertenencia. Bicicletas, gramófonos, radios y todo tipo de comida caía en manos de los soldados soviéticos, que recorrían las calles cargados de las pertenencias de los berlineses.

El hombre aún recordaba una canción que se popularizó al final de la guerra y que hablaba de los precios altos, las tiendas cerradas y el hambre desfilando por las calles. Los berlineses se hartaron de comer nabos, brezas, grelos y algunas alubias estofadas. Ya no había hambre, pero la tristeza parecía la segunda piel de los alemanes y todos deseaban marcharse al Oeste.

Mientras se aproximaba al edificio del registro no podía dejar de observar las profundas heridas que aún se veían en la parte Este de la ciudad. En el lado occidental muchos de los solares vacíos habían sido edificados y la prosperidad parecía invadirlo todo; en la parte soviética aún crecían las hierbas y los matorrales sobre los escombros de la guerra, intentando tapizar de vida aquel escenario de muerte y sufrimiento.

Stefan caminaba como hipnotizado mientras se dirigía al registro para comprobar cómo marchaba su solicitud de traslado; aquel mundo congelado en el tiempo pronto pasaría a formar parte de la historia. Miró la entrada del edificio y sintió un breve escalofrío. La burocracia de la RDA era casi tan retorcida y compleja como la de la Unión Soviética, pero con la rigurosidad alemana.

En la entrada Stefan enseñó su documentación y subió las escaleras del desvencijado edificio de dos en dos. Aún se veían en algunas paredes las marcas de los antiguos símbolos nazis, como unas heridas abiertas que no terminaban de curar por completo, pero la hoz y el martillo ocupaban ahora cada rincón de Alemania Oriental, recordándoles a cada momento que eran esclavos y pertenecían al Imperio soviético. En unos pocos días todo aquello quedaría atrás, cuando su esposa estuviera en Berlín Occidental ya no tendría que regresar más a aquella parte oscura de la ciudad. Echaría de menos a sus padres, que eran demasiado ancianos para ir a vivir con ellos y pertenecían al mundo que estaba desapareciendo; él formaba parte del futuro de una Alemania nueva y fuerte.

Al llegar a la primera planta observó la larguísima fila, pero aquello no le afectó lo más mínimo, la Alemania del Este era una interminable estancia en una sala de espera. Las personas que le precedían en la fila parecían tan aburridas y resignadas como él. Podía ver reflejado en sus caras la desidia de los que se sentían vigilados las veinticuatro horas del día. El régimen tenía dos confidentes por cada cien habitantes, muchos más de los que el nazismo había desplegado en toda su historia. Cuando le tocó el turno apenas quedaba media hora para que cerraran la oficina, los funcionarios parecían ansiosos por terminar su corta jornada y eran aún menos agradables de lo que solían ser el resto del día.

Stefan se aproximó con una sonrisa en los labios, lo que para muchos empleados públicos era un verdadero insulto, dejó los papeles en el mostrador de madera astillada y miró a los pequeños ojos azules del hombre. Sus lentes aumentaban ridículamente sus pupilas frías e inexpresivas. El funcionario miró el documento de mala gana, esperando encontrar alguna anomalía que le permitiera rechazar la solicitud y no tener que moverse de la silla. En la sala hacía un calor horrible a pesar de que a mediados de agosto el verano comenzaba a desfallecer. El hombre pasó los papeles con los dedos entumecidos, enfundados en unos guantes de lana a pesar de estar en plena canícula, y después caminó lentamente hasta el archivador.

—Su solicitud ha sido denegada —dijo el funcionario con un tono tan indiferente que Stefan no logró entenderle del todo.

—¿Denegada? —preguntó entre incrédulo y preocupado. Sus grandes ojos color aceituna parecían desprender chispas, pero intentó tranquilizarse.

—¡Denegada! No puede apelar; si quiere vivir con su esposa y su hija tendrá que ser en nuestra amada República Democrática de Alemania —comentó el hombre con una sonrisa maliciosa. Para muchos berlineses del Este el compartir la maldición del Gobierno comunista era el único consuelo que les quedaba. En los últimos meses miles de ciudadanos se habían escapado a Occidente y Alemania del Este había perdido en su corta historia a dos millones ochocientos mil habitantes, la mayoría profesionales y trabajadores cualificados.

—No puede ser, tengo todos los papeles en regla —reclamó Stefan, apretando los puños y mirando por primera vez de manera desafiante al burócrata. Siempre intentaba aplacar sus sentimientos y no perder el control, cualquier acción violenta o queja era respondida de manera contundente por la Stasi, la policía secreta

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