Una cena perfecta

Rebecca Serle

Fragmento

19.30

19.30

—Llevamos una hora esperando.

Es lo que dice Audrey, con cierto retintín.

Lo primero que pienso no es que «Audrey Hepburn ha venido a mi cena de cumpleaños», sino que «Audrey Hepburn está molesta».

Lleva el pelo más largo que en la imagen mental que me había hecho de ella. Viste un traje pantalón, al parecer, pero como la mesa le oculta las piernas no podría asegurarlo. La blusa es negra, con el cuello color crema y tres botones redondos en la pechera. Hay un cárdigan colgado del respaldo de la silla.

Retrocedo un paso y los miro a todos. Están sentados a una mesa redonda situada en el centro del restaurante. Audrey mirando hacia la puerta, con el profesor Conrad a su derecha y Robert a su izquierda. Tobias está al otro lado de Robert, y entre él y Jessica queda el asiento libre que me corresponde.

—Hemos empezado sin ti, Sabrina —dice Conrad, alzando la copa. Toma vino tinto, como Jessica. Audrey, un escocés sin hielo; Tobias, cerveza; Robert, nada.

—¿Te sientas? —me pregunta Tobias con la voz un poco ronca. Seguramente sigue fumando.

—No lo sé —respondo.

Me sorprende ser capaz de articular palabra, porque esto es de locos. A lo mejor estoy soñando. A lo mejor es una especie de trastorno mental. Aprieto los párpados. Quizá cuando abra los ojos la única que habrá sentada a la mesa será Jessica, tal como yo esperaba. Me dan ganas de salir corriendo por la puerta o de ir al baño y echarme agua en la cara para saber si están o no realmente presentes o si estamos realmente todos juntos aquí.

—Por favor —dice con un dejo de desesperación.

«Por favor.» Fue lo que dijo antes de irse. «Por favor.» Eso no supuso ninguna diferencia entonces.

Pienso en ello porque no sé qué hacer, porque Conrad se sirve Merlot de la botella y porque no puedo hacer otra cosa que quedarme aquí de pie.

—Me estoy asustando —confieso—. ¿Qué está pasando aquí?

—Es tu cumpleaños —responde Audrey.

—Me encanta este restaurante —añade Conrad—. Sigue igualito que hace veinticinco años.

—Sabías que yo vendría —me dice Jessica—. Solo hemos hecho hueco para unos cuantos más.

Me pregunto qué habrá dicho cuando ha llegado. Si se ha llevado una sorpresa o se ha sentido encantada.

—Podríamos hablar, a lo mejor —dice Robert.

Tobias no dice nada. Ese ha sido siempre nuestro problema. Está más que dispuesto a dejar que el silencio hable por él. La frustración que siento teniéndolo cerca supera mi incredulidad por la situación. Me siento.

A nuestro alrededor el restaurante bulle de actividad. A los comensales no los afecta lo que está pasando. Un padre trata de calmar a un niño pequeño; un camarero llena copas de vino. El restaurante es pequeño, puede que haya doce mesas en total. Al lado de la puerta, macetas de hortensias rojas y una ristra de luces festivas suaves en la parte superior de la pared, pegadas al techo. Al fin y al cabo es diciembre.

—Necesito una copa —aseguro.

El profesor Conrad junta las manos de una palmada. Recuerdo que solía hacer eso antes de salir de clase o de pedir un trabajo importante. Es su manera de anticipar la acción.

—He venido de California para este dichoso evento, así que lo menos que podrías hacer es contarme qué haces ahora. Ni siquiera sé en qué te especializaste al final.

—¿Quieres que te ponga al corriente de mi vida? —le pregunto.

A mi lado, Jessica pone los ojos en blanco.

—Medios de comunicación —responde.

El profesor Conrad se lleva una mano al pecho con fingida consternación.

—Soy editora —le espeto, un poco a la defensiva—. Jessica, ¿qué pasa aquí?

Ella niega con la cabeza.

—Es tu cena.

Mi lista. Lo sabe, claro. Estaba conmigo cuando la hice. Se le ocurrió a ella. De las cinco personas, vivas o muertas, con las que te gustaría cenar.

—¿Esto no te parece una locura? —le pregunto.

Toma un sorbo de vino.

—Un poco. Pero cosas raras pasan todos los días. ¿No te lo digo siempre?

Cuando vivíamos juntas en aquel apartamento atestado de la calle Veintiuno ponía citas inspiradoras por todas partes. En el espejo del baño. En el mueble de Ikea para el televisor. Justo al lado de la puerta. «Preocuparse es desear lo que no quieres. El hombre propone y Dios dispone.»

—¿Estamos todos? —inquiere Robert.

—Espero que sí —dice Audrey, haciendo un gesto displicente con la mano.

Tomo un sorbo de vino y respiro hondo.

—Sí —respondo—. Estamos todos.

Me miran los cinco. Parecen expectantes, confiados. Como si yo fuera a decirles por qué están aquí.

Sin embargo, no puedo. Todavía no, en cualquier caso. Así que lo que hago es abrir el menú.

—¿Por qué no pedimos? —sugiero.

Y eso hacemos.

UNO

UNO

La primera vez que vi a Tobias fue en una exposición de arte en el muelle de Santa Mónica. Cuatro años más tarde nos presentamos formalmente en el metro que se había quedado parado bajo la calle Catorce, nuestra primera cita fue cruzando el puente de Brooklyn. Nuestra historia duró exactamente una década hasta el día que terminó. Pero, como suele decirse, es más fácil ver el comienzo de las cosas que el final.

Yo iba a la universidad. Cursaba segundo. Asistía a la clase de filosofía de Conrad. El curso incluía una excursión semanal que iban organizando por turnos los estudiantes. Uno nos llevó al cartel de Hollywood; otro, a una casa abandonada en Mulholland diseñada por un famoso arquitecto del que yo nunca había oído hablar. No sé bien cuál era el propósito de aquello, únicamente que a Conrad, como él mismo admitía, le gustaba salir del aula. «No es aquí donde se aprende», solía decir.

Para mi excursión elegí la exposición «Cenizas y nieve». Había oído hablar de ella a unos amigos que la habían visto el fin de semana anterior. En dos tiendas enormes levantadas en la playa, junto al muelle de Santa Mónica, el artista Gregory Colbert exponía su trabajo: hermosas fotografías de gran tamaño de seres humanos viviendo en harmonía con la naturaleza salvaje. Una valla pu

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