A punta de pistola

David Rieff

Fragmento

Agradecimientos

En un año que ha sido difícil en muchos aspectos, me doy cuenta de que en mi vida profesional he sido más afortunado de lo que cualquiera merece ser. Aunque no empecé con ninguna de las dos, durante casi toda mi carrera Simon & Schuster ha publicado mis trabajos y la Agencia Wylie me ha representado. Nunca las dejaría voluntariamente ni a una ni a otra. Ahora bien, a estas alturas, las personas a quienes quiero expresar particularmente mi agradecimiento, Alice Mayhew y Rober Labrie de S&S, y Andrew Wylie, Sarah Chalfant y Tracy Bohan de Wylie, ya son mucho más que colegas. Sin embargo, lo que tengo que decir sobre ellos como amigos es demasiado personal para manifestarlo aquí. Por lo tanto, les doy gracias como colegas, mentores, críticos y suministradores de sabios consejos y de ayuda cuando ha sido necesario, aunque soy completamente consciente de que este agradecimiento es una recompensa escasa por todo lo que han hecho por mí. No me habría atrevido a convertirme en escritor sin la fe infatigable de Andrew Wylie en mi trabajo; no habría escrito los libros que he escrito sin Alice Mayhew.

Un libro que reúne varios trabajos es un artefacto extraño. A diferencia de un libro «normal», es producto de muchas manos editoras. También en este caso doy gracias por la buena suerte que ha supuesto trabajar con Leon Wieseltier de The New Republic, el difunto James Chace de The World Policy Journal cuando yo era subdirector de la publicación, Steve Wasserman de Los Angeles Times Book Review, y, en tiempos más recientes, Monika Bauerlein de Mother Jones, David Goodhart y Alex Linklater de Prospect y Enrique Krauze y Julio Trujillo de Letras Libres. Quienes los conocen tal vez distingan en estos artículos su mano, que ha servido para mejorarlos. Sin embargo, el núcleo de este libro es mi trabajo periodístico referente a Irak, sobre todo el que he desarrollado durante los dos últimos años para The New York Times Magazine. He sido durante tanto tiempo escritor free lance que ha resultado extraño hallar un hogar después de todos estos años. Sin embargo, en el Magazine he llegado a sentirme como en casa. Por eso, por sus numerosas muestras de amabilidad, por su inteligencia y por su amistad, querría expresar mi gratitud al director del Magazine, Gerry Marzorati, y a mi responsable directo, Paul Tough.

Finalmente, quiero referirme en particular a mi ayudante, Claire Lundberg, sin la cual este libro nunca se habría publicado. Estoy en deuda con ella para siempre.

Hay un juego de salón inglés en el que se pide a los participantes que piensen en la frase que es menos probable que pronuncien. Una vez, hace mucho tiempo, llegué a la conclusión de que la mía debe ser: «No tengo opinión sobre eso». Ninguna página de agradecimientos está completa sin la asunción ritual de la culpa de todos los errores y la exención de los amigos de toda responsabilidad por las opiniones expresadas en la obra en cuestión. Evidentemente, reconozco que en mi caso ese descargo es probablemente innecesario, pero a pesar de todo lo presento, aunque solo sea para guardar las formas.

Prólogo

Cualesquiera que sean mis limitaciones y defectos como escritor, a lo largo de toda mi carrera me ha parecido que, por lo menos, sabía lo que pensaba. A punta de pistola señala el final de esa pretensión. Este es un libro concebido más a partir del temor que de la esperanza y profundamente marcado por mi propia revisión de muchas de las posiciones que había adoptado durante la década de 1990 a favor de lo que de modo un tanto equívoco denominamos «intervenciones humanitarias» (probablemente «intervenciones por los derechos humanos» sería un término más preciso). Lo que me hizo cambiar de opinión no fue el pesar por una intervención concreta. Nada de eso: todavía creo que en ocasiones no hay alternativa a la intervención militar desde el exterior para poner fin a la masacre; y, por citar solo los dos ejemplos más obvios, aún sostengo que la OTAN hizo bien en intervenir en Bosnia, aunque fuera tardíamente, del mismo modo que sigo lamentando que ninguna potencia exterior interviniera para detener el genocidio ruandés de 1994. Sin embargo, he llegado a la convicción de que las premisas morales del intervencionismo han cambiado radicalmente en la década transcurrida entre el fin de la guerra de Bosnia en 1995 y la caída de Bagdad en 2003, y ello, con franqueza, me aterra.

Lo que ha cambiado, según creo, es que hemos pasado de considerar tales intervenciones como respuestas excepcionales, que solo había que emprender en las circunstancias más extraordinarias (una vez más, acude a la mente Ruanda; debo añadir que, para mí, Bosnia no fue una cuestión humanitaria sino política), a contemplarlas como una respuesta fundamental —aunque no, claro está, la preferible— no solo a las matanzas en masa, sino también a los regímenes opresivos del mundo entero. Ya a principios de la década de 1990, algunos juristas internacionales habían empezado a hablar de «una norma incipiente de intervención humanitaria». Al inicio del nuevo siglo, esa concepción ya se estaba ampliando en una medida extraordinaria. Tal vez no podía ser de otro modo, especialmente cuando las Naciones Unidas se habían revelado incapaces de actuar como la principal institución para la paz y la seguridad que sus fundadores habían imaginado que llegarían a ser. Sin embargo, ante ese dilema, la respuesta que pareció atraer a muchos intervencionistas progresistas (entre los cuales, repito, una vez me conté) fue abogar por la ampliación radical del alcance, por no hablar de la base legal, del intervencionismo.

La versión más extrema de ello ha sido el concepto de Alianza de Democracias defendido por antiguos responsables gubernamentales estadounidenses como Morton Halperin e Ivo Daalder, así como por George Soros. Daalder ha llegado incluso hasta el punto de insistir en que «la aceptación de la "responsabilidad de proteger" [la doctrina que compromete a los estados a intervenir cuando un país determinado no protege a su pueblo o comete graves crímenes contra él] abre la posibilidad de una nueva evaluación más genérica de cuándo hay que intervenir». De nuevo, el punto clave para mí es que lo que se proponía no era el empleo excepcional de la fuerza militar para detener las matanzas en masa, sino más bien la tesis de que, con el fin de atajar dichas masacres —que, en su inmensa mayoría, eran llevadas a cabo por gobiernos no democráticos o por estados denominados «fallidos»—, era necesario «democratizar» esos estados, por la fuerza si era preciso. Esa es, desde

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