El científico rebelde

Freeman Dyson

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Benjamin Franklin combinaba mejor que nadie las cualidades de un gran científico y un rebelde consumado. Como científico, a pesar de carecer de educación formal y de bienes de fortuna, venció a los aristócratas eruditos de Europa en su propio campo. Esta victoria le animó a creer que él y sus paisanos de las colonias americanas, a pesar de no estar muy formados en estrategia militar o en política internacional, podían derrotar a los aristócratas europeos en la guerra y la diplomacia. Los triunfos de Franklin como rebelde se derivan del hecho de que su rebelión no fue impulsiva, sino algo pensado meticulosamente a lo largo de muchos años. Durante la mayor parte de su larga vida fue un leal súbdito del monarca británico. Vivió durante muchos años en Londres como representante de la Commonwealth por Pensilvania para las negociaciones con el gobierno británico, calibrando tranquilamente a sus futuros enemigos.

Mientras estuvo en Londres, Franklin fue miembro activo de la Society for the Encouragemente of Arts, Manufactures and Commerce («Sociedad para el Fomento de las Artes, la Industria y el Comercio»), que en la actualidad aún sigue floreciendo. Esta asociación fomentaba las invenciones y la producción industrial, ofreciendo subvenciones y premios a inventores y empresarios. A los premios podían optar normalmente todos los súbditos del rey procedentes de Inglaterra o de las colonias norteamericanas, pero a menudo estas recompensas estaban destinadas a subvencionar las empresas coloniales que la asociación considerara deseables. Cuando Franklin entró en ella por primera vez, en 1755, apoyaba con entusiasmo sus esfuerzos por fomentar la invención, viéndolos como complementarios de los esfuerzos que hacía su propia Philosophical Society en el continente americano. Sin embargo, a medida que pasaban los años, su actitud se volvió más crítica. Nunca manifestó abiertamente desacuerdo alguno con la asociación y siguió siendo miembro de ella y manteniendo una buena relación durante toda la guerra de Independencia y posteriormente hasta su muerte, pero en privado anotó al margen de un libro sus auténticas opiniones con respecto al sistema de premios y subsidios que ofrecía la sociedad:

Lo que llamáis subsidios concedidos por el Parlamento y la Sociedad no son más que incentivos que se nos ofrecen para inducirnos a abandonar cargos que son más beneficiosos y embarcarnos en otros que serían menos ventajosos sin vuestro subsidio; abandonar un negocio beneficioso para nosotros y entrar en otro que será beneficioso para vosotros; este es el auténtico espíritu de todas vuestras subvenciones.

Escribió estas palabras en 1770, cinco años antes del estallido de la guerra que acabaría con el gobierno británico en las trece colonias.

Franklin se convirtió en un rebelde solo cuando juzgó que había llegado el momento oportuno y que el coste sería asumible. Como rebelde siguió siendo un conservador que no pretendía destruir, sino mantener en la medida de lo posible el orden social establecido. Cuando fue diplomático en París, encajaba perfectamente en el orden establecido de la Francia prerrevolucionaria. No habría encajado tan bien diez años después, en la Francia de Danton y Robespierre. La rebelión que Franklin encarnaba era una rebelión prudente, guiada por la razón y el cálculo más que por la pasión y el odio.

A pesar de su título, este libro en su mayor parte no habla de científicos rebeldes. Es un conjunto de reseñas de libros, prólogos y ensayos sobre diversos temas. La mayoría de ellos se publicaron en The New York Review of Books. Estoy agradecido a esta publicación por invitarme a recopilarlos en un libro y por permitirme añadir otros escritos que se publicaron en otros medios. Las notas bibliográficas que aparecen al final explican dónde se publicó cada texto y cómo se originó. La colección está dividida en cuatro partes según la materia a que se haga referencia, y se muestra ordenada cronológicamente dentro de cada una de ellas. La primera parte trata de cuestiones políticas surgidas de la ciencia y la tecnología. La segunda parte se ocupa de problemas relacionados con la guerra y la paz. La tercera parte se refiere a la historia de la ciencia y la cuarta parte a reflexiones personales y filosóficas. El hecho de que en cada parte aparezca al menos un científico rebelde se debe más a la casualidad que a un plan premeditado. Sin embargo, hay textos sobre científicos tales como John Cockcroft y Ernest Walton (capítulo 21), que estuvieron lejos de ser rebeldes, y también otros, como el artículo sobre Armagedón de Max Hastings (capítulo 13), que se refieren más a militares que a científicos.

Uno de los aspectos placenteros de escribir para The New York Review es el hecho de que publica críticas largas. Le piden al crítico que escriba unas cuatro mil palabras, lo que significa que la reseña puede ser un ensayo sobre el tema en cuestión, en vez de una simple valoración del libro. Las reseñas cortas que se incluyen en este libro fueron publicadas en otros periódicos. Si este libro fuera un bocadillo, el jamón sería la serie de doce reseñas largas de The New York Review, la mayoría de ellas incluidas en la tercera parte. Hay otras cuatro reseñas suculentas que no se publicaron en The New York Review. Una de ellas es la conferencia Bernal* (capítulo 24), que Carl Sagan publicó caprichosamente como un apéndice de las actas de una conferencia sobre la comunicación con una inteligencia extraterrestre. Las otras tres (capítulos 8, 9 y 10) son capítulos de mi libro Weapons and Hope, que actualmente está agotado. El hundimiento de la Unión Soviética hizo que una gran parte de este libro quedara obsoleta, pero puede valer la pena conservar estos tres capítulos históricos.

El ensayo titulado «Cuando el científico es un rebelde», con el que empieza esta recopilación, surgió a partir de una conferencia pronunciada en un encuentro de científicos y filósofos que tuvo lugar en Cambridge, Inglaterra, en noviembre de 1992. La conferencia fue dedicada a la memoria de lord James de Rusholme, que había fallecido seis meses antes, a los ochenta y tres años de edad, tras una larga vida llena de honores, después de haberse elevado hasta la cima de la élite de los docentes británicos. Las notas necrológicas que se publicaron en los periódicos después de su muerte le retrataban como un organizador y administrador capaz que presidió la fundación de la Universidad de York y prestó allí sus servicios como vicerrector durante los once primeros años de su existencia, desde 1962 hasta 1973. Decían que tenía ideas conservadoras, que creía en una erudición pasada de moda y en el rigor académico, que había luchado por convertir la Universidad de York en una comunidad de eruditos y un centro intelectual al nivel de Oxford. Se afirmaba que dijo: «Jude el Oscuro ya no tiene que mirar con desesperación las torres y agujas de una universidad inaccesible, siempre que haya aprobado tres buenos niveles A, pueda cumplir uno de los múltiples requis

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