El universo cuántico

Brian Cox

Fragmento

cap-1

1

Aquí pasa algo raro

Cuántico. La palabra es al mismo tiempo evocadora, desconcertante y fascinante. Dependiendo de cuál sea su punto de vista, es la constatación del profundo éxito de la ciencia o un símbolo del limitado alcance de la intuición humana en nuestra lucha con la innegable extrañeza del dominio subatómico. Para un físico, la mecánica cuántica es uno de los tres grandes pilares en los que se basa nuestra comprensión del mundo natural, junto con las teorías especial y general de la relatividad de Einstein. Las teorías de Einstein abordan la naturaleza del espacio y del tiempo, y la fuerza de la gravedad. La mecánica cuántica aborda todo lo demás, y podría decirse que no importa en absoluto si es evocadora, desconcertante o fascinante: es simplemente una teoría física que describe cómo se comportan las cosas. Según esta pragmática vara de medir, su precisión y su capacidad explicativa son deslumbrantes. Existe una prueba de la electrodinámica cuántica, la más antigua y mejor comprendida de las teorías cuánticas modernas, que consiste en medir el comportamiento de un electrón en las proximidades de un imán. Durante años, armados de lápiz, papel y ordenadores, los físicos teóricos trabajaron intensamente para predecir el resultado de los experimentos. Los físicos experimentales construyeron y llevaron a cabo delicados experimentos para dilucidar los detalles más menudos de la naturaleza. Ambos bandos obtuvieron de forma independiente resultados de una gran precisión, equivalentes a medir la distancia entre Manchester y Nueva York con un margen de error de unos pocos centímetros. Sorprendentemente, el número al que llegaron los experimentalistas concordaba de manera precisa con el que habían calculado los teóricos: mediciones y cálculos estaban en perfecto acuerdo.

Esto es algo impresionante, pero también extravagante, y si el único objetivo de la teoría cuántica fuese trazar un mapa de lo diminuto, sería razonable preguntarse a qué viene tanto lío. La ciencia, como es evidente, no tiene necesariamente por qué ser útil, aunque muchos de los cambios tecnológicos y sociales que han revolucionado nuestras vidas tienen su origen en la investigación fundamental que llevan a cabo los exploradores de nuestros días, cuya única motivación es llegar a comprender mejor el mundo que los rodea. Estas exploraciones movidas por la curiosidad a través de todas las disciplinas científicas han dado lugar a un aumento de la esperanza de vida, a los viajes aéreos intercontinentales y a las telecomunicaciones modernas, nos han permitido liberarnos de las penurias de la agricultura de subsistencia y nos han ofrecido una visión integradora e inspiradora, y toda una lección de humildad sobre el lugar que ocupamos en el infinito mar de estrellas. Pero, en cierto sentido, esto no son más que subproductos. Exploramos porque somos curiosos, no porque tratemos de construir grandiosas representaciones de la realidad o mejores artilugios.

La teoría cuántica quizá constituya el mejor ejemplo de cómo lo infinitamente extravagante acaba siendo profundamente útil. Extravagante, porque describe un mundo en el que una partícula puede realmente estar en varios lugares al mismo tiempo, y se mueve de un sitio a otro explorando de manera simultánea el universo entero. Y útil, porque entender el comportamiento de los componentes más pequeños del universo es la base sobre la que se erige nuestra comprensión de todo lo demás. Esta afirmación raya en la arrogancia, porque el mundo está repleto de fenómenos diversos y complejos. Pero, a pesar de esta complejidad, hemos descubierto que todas las cosas están construidas a partir de un puñado de diminutas partículas que se comportan según las reglas de la teoría cuántica. Tales reglas son tan sencillas que se pueden resumir en unas pocas líneas. Y el hecho de que no sea necesaria una biblioteca entera para explicar la naturaleza esencial de las cosas es uno de los mayores misterios.

Aparentemente, cuanto más entendemos sobre la naturaleza fundamental del mundo, más simple parece. A su debido tiempo explicaremos cuáles son estas reglas básicas y cómo los minúsculos componentes se alían para formar el mundo. Pero, para evitar que nos deslumbre la simplicidad fundamental del universo, conviene dejar clara una cosa: aunque las reglas básicas del juego son sencillas, no siempre es fácil calcular sus consecuencias. Nuestra experiencia cotidiana del mundo está marcada por las relaciones entre enormes conjuntos de billones de átomos, y tratar de derivar el comportamiento de las plantas y las personas a partir de los principios fundamentales sería una locura. Reconocerlo no resta importancia al hecho de que en la base de todos los fenómenos se encuentra la mecánica cuántica de partículas diminutas.

Piense en el mundo que tiene a su alrededor. Tiene en sus manos un libro hecho de papel, fabricado a su vez a partir de la pulpa machacada de un árbol.1 Los árboles son máquinas capaces de tomar un suministro de átomos y moléculas, descomponerlos, y reordenarlos para crear colonias cooperativas compuestas por muchos billones de partes individuales. Para hacerlo, utilizan una molécula llamada clorofila, compuesta por más de cien átomos de carbono, hidrógeno y oxígeno retorcidos en una intrincada forma, salpicada aquí y allá con unos pocos átomos de magnesio y nitrógeno. Este conjunto de partículas es capaz de capturar la luz que ha atravesado los 150 millones de kilómetros que nos separan de nuestra estrella, un horno nuclear cuyo volumen es un millón de veces mayor que el de la Tierra, y transferir esa energía al corazón de las células, donde se emplea en fabricar moléculas a partir de dióxido de carbono y agua, en un proceso en el cual se emite oxígeno, tan importante para la vida. Son estas cadenas moleculares las que forman la superestructura de los árboles y de todos los seres vivos, y también del papel de su libro. Puede leer el libro y entender las palabras que contiene porque posee ojos capaces de convertir la luz que reflejan las páginas en impulsos eléctricos que se interpretan en el cerebro, la estructura más compleja de la que tenemos constancia en el universo. Hemos descubierto que todas estas cosas no son más que conjuntos de átomos, y que la gran variedad de átomos que existen están compuestos únicamente por tres partículas: electrones, protones y neutrones. También hemos descubierto que los protones y los neutrones están a su vez formados por entidades más pequeñas llamadas quarks, y hasta ahí llega nuestro conocimiento, al menos hasta donde sabemos a día de hoy. En la base de todo esto se encuentra la teoría cuántica.

La representación que nos ofrece la física moderna del universo que habitamos es, por lo tanto, una imagen de simplicidad subyacente: fenómenos elegantes que escapan a nuestra mirada, y de los que emerge la diversidad del mundo macroscópico. Este es quizá el culmen de la ciencia moderna: la reducción de la tremenda complejidad del mundo, incluidos los seres humanos, a una descripción del comportamiento de apenas un puñado de minúsculas partículas subatómicas y de las cuatro fuerzas que actúan entre ellas. Las mejores descripciones con que contamos de tres de estas fuerzas, las fuerzas nucleares fuerte y débil que operan en las profundidades del núcleo atómico, y la fuerza electromagnética que mantiene unidos los átomos y las moléculas, nos las proporciona la mecánica cuántica. Ú

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