Omnipresencia del miedo

Jean Delumeau

Fragmento

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1. «MAR VARIABLE DONDE TODO TEMOR ABUNDA»

(Marot, Complainte, I)

 

En la Europa de principios de los tiempos modernos, el miedo, camuflado o manifiesto, está presente en todas partes. Así ocurre en toda civilización mal armada técnicamente para responder a las múltiples agresiones de un entorno amenazador. Pero en el universo de antaño hay un espacio donde el historiador está seguro de encontrarlo sin ninguna máscara. Ese espacio es el mar. Para algunos, muy audaces —los descubridores del Renacimiento y sus epígonos—, el mar ha sido provocación. Pero, para la mayoría, ha quedado durante mucho tiempo como disuasión y es por excelencia el lugar del miedo. Desde la Antigüedad al siglo XIX, desde Bretaña a Rusia, hay una legión de proverbios que aconsejan no arriesgarse en el mar. Los latinos decían: «Elogiad el mar, pero seguid en la orilla». Un dicho ruso aconseja: «Elogia el mar, sentado en la estufa». Erasmo le hace decir a un personaje del coloquio Naufragium: «¡Qué locura confiarse al mar!». Incluso en la marítima Holanda corría la sentencia: «Más vale estar en la landa en un viejo carruaje que en el mar en un navío nuevo».[1] Reflejo de defensa de una civilización esencialmente terrestre que confirmaba la experiencia de los que, a pesar de todo, se arriesgaban lejos de las orillas: la fórmula de Sancho Panza —según la cual, quien quiera aprender a rezar debe hacerse a la mar— se encuentra con múltiples variantes de un extremo a otro de Europa, matizada a veces de humor, como en Dinamarca, donde se precisaba: «Quien no sabe rezar debe ir al mar; y quien no sabe dormir, a la iglesia debe ir».[2] Los males aportados por la inmensidad líquida son innumerables: la Peste Negra, por supuesto, pero también las invasiones normandas y sarracenas, más tarde los raids de los berberiscos. Las leyendas —la de la villa de Ys o la de los órganos tragados de Wenduine, a los que a veces se oye tocar el Dies irae— han evocado hace mucho tiempo sus avanzadas furiosas.[3] Elemento hostil, el mar está bordeado de arrecifes inhumanos o de pantanos insalubres y lanza sobre las costas un viento que impide todo tipo de cultivo. Pero también es peligroso cuando yace inmóvil sin que el menor soplo lo rice. Un mar tranquilo, «espeso como una laguna», puede significar la muerte para los marineros detenidos en alta mar, víctimas de un «hambre áspera» y de una «ardiente sed». El océano ha desvalorizado hace mucho tiempo al hombre, que se sentía pequeño y frágil ante él y sobre él: razón por la cual las gentes de mar eran comparables a los habitantes de las montañas y a los hombres del desierto. Porque, hasta un período reciente, las olas daban miedo a todos y sobre todo a los rurales, que se esforzaban por no mirarlas cuando el azar las llevaba a su lado. Después de la guerra greco-turca de 1920-1922, los campesinos expulsados de Asia Menor fueron instalados en la península de Sunion. Construyeron sus casas con un muro ciego del lado del mar. ¿A causa del viento? Tal vez. Más aún, sin duda, para no ver durante todo el día la constante amenaza de las olas.

 

 

Al salir de la Edad Media, el hombre de Occidente sigue estando prevenido contra el mar no solamente por la sabiduría de los proverbios, sino también por dos advertencias paralelas: una, expresada por el discurso poético; la otra, por los relatos de viajes, especialmente de los peregrinos a Jerusalén. Desde Homero y Virgilio hasta la Francíada y Os Lusiadas, no hay epopeya sin tempestad, ocupando esta también buen espacio en las novelas medievales (Brut, Rou, Tristán, etcétera) y separando en el último momento a Isolda de su bienamado.[4] «¿Hay tema más trivial —observaba G. Bachelard— que el de la cólera del océano? Un mar tranquilo se ve dominado de pronto por una cólera repentina. Gruñe y ruge. Recibe todas las metáforas de la furia, todos los símbolos animales del furor y de la rabia… Es que la psicología de la cólera es en el fondo una de las más ricas y de las más matizadas… La cantidad de estados psicológicos que se proyectan es mucho mayor en la cólera que en el amor. Las metáforas del mar favorable y bueno serán, por tanto, menos numerosas que las del mar malo.»[5] No obstante, la tempestad no es solo tema literario e imagen de las violencias humanas. Es también y ante todo un hecho de experiencia que relatan todas las crónicas de la navegación hacia Tierra Santa. En 1216, el obispo Jacques de Vitry se dirige a San Juan de Acre. Pero en alta mar, junto a Cerdeña, los vientos y las corrientes dirigen un navío hacia el suyo. El choque parece inevitable. Todo el mundo grita, se confiesa apresuradamente con lágrimas de arrepentimiento. Pero «Dios tuvo piedad de nuestra aflicción».[6] En 1254 Luis IX vuelve de Siria a Francia con la reina, Joinville y los supervivientes de la 7.ª cruzada. El huracán sorprende a los viajeros a la vista de Chipre. Los vientos son «tan fuertes y tan horribles», el peligro de naufragio tan evidente, que la reina implora a san Nicolás y le promete una nave de plata de cinco marcos. Pronto es escuchada. «San Nicolás —dice ella— nos ha librado de este peligro, porque el viento decayó»:[7]

 

En 1395, el barón de Anglure vuelve de Jerusalén. Está todavía cerca de las costas de Chipre cuando «repentinamente» surge «una grande y horrible situación» que dura cuatro días. «Y en verdad que ninguno de ellos puso otro semblante sino el de quien ve de sobra ante él que tiene que morir […] Y saber que oímos jurar a muchos que en muchas ocasiones habían corrido varias y diversas fortunas en el mar, por la condenación de sus almas, que nunca en ninguna otra fortuna que hubieran tenido habían sentido tan gran pavor de estar en peligro como en esta ocasión.»[8]

 

En 1494, el canónigo milanés Casola realiza, también él, el viaje de Tierra Santa y se encuentra con la tempestad, tanto a la ida como a la vuelta. La última estalla en alta mar frente a Zante. El viento sopla de todas partes y los marineros, habiendo recogido velas, no pueden hacer otra cosa que esperar. «La noche siguiente —relata Casola—, el mar estaba tan agitado que todos habían abandonado la esperanza de sobrevivir: lo repito, todos.»[9] Por eso, si un navío llega por fin a puerto, nadie se queda a bordo. «Cuando un hombre —escribe fray Félix Fabri, que fue a Oriente en 1480— ha soportado varios días en medio de la tempestad, ha estado a punto de perecer por falta de alimento y llega a buen puerto, preferirá arriesgarse a cinco saltos [de la galera a una barca que le conducirá a tierra] antes que permanecer a bordo.»[10]

Literatura de ficción y crónicas presentan la misma visión estereotipada de la tempestad en el mar. Esta se alza brutalmente y cae de pronto. Va acompañada de tinieblas: «El océano se turba, el aire se espesa». Los vientos soplan en todas direcciones. Relámpagos y truenos se desencadenan.

Cuenta Rabelais en el Cuarto libro (capítulo XVII

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