Grita

María Fernanda Ampuero

Fragmento

cap-9

I

Hoy

Para llegar al garaje hay que atravesar el parque. El parque está frente a la casa. Papá eligió esa casa por el parque. El parque es pequeño, se recorre en unos treinta o cuarenta pasos. Ahí jugábamos de niños.

Mamá sale conmigo y saca también a la perra. Le pregunto qué hace.

—Te acompaño al carro.

—¿Por?

—Hay un poco de hombres ahí en el parque.

—Y si nos quieren hacer algo, ¿tú qué vas a hacer?

—Dos gritos son más que un grito.

Mi mamá tiene casi setenta años. Yo, casi cuarenta y tres. El «poco de hombres» son seis chicos que no llegan a los veinte, llevan gorras, ropa deportiva y están sentados en el sube y baja. Hablan y ríen con una risa pajarraca, vulgar. Sus voces suben de tono cuando nos ven aparecer. Las voces se hinchan como los pechos. El aire se carga de las voces de hombres y del silencio de las mujeres. Son más. Saben que les tememos. Les tememos. Mientras atravesamos el parque no hablamos entre nosotras. El constante dicharacheo de mi mamá se cierra como un puño. El miedo hace su taxidermia. Una al lado de la otra sin hablarnos, sin tocarnos, sin mirarnos.

Mujeres que caminan frente a hombres: suyas.

Ando encogida, jorobada, parapetándome tras los libros del taller que estoy impartiendo: dantescas, escritoras latinoamericanas que bajan al infierno. Con la axila sujeto bien la cartera —aunque la cartera es lo de menos— y doy unos pasos apretaditos y frenéticos como si tuviera los tobillos atados entre sí. No corro, no puedo correr, pero no paro, no puedo parar.

En algún momento de mi vida aprendí que hay que agachar la cabeza al pasar frente a un grupo de hombres, que hay que adoptar la posición de un animal dócil, que no puedes hacer movimientos bruscos, que si corres ellos serán más rápidos, que lo que tienes que intentar alcanzar es la invisibilidad —no molestarlos, nunca molestarlos—, que tienes que demostrar respeto y nunca, nunca, nunca superioridad. Que la altanería los hombres te la hacen pagar.

—¿Qué, me tienes miedo, mamita? Si yo no muerdo, mi reina.

No importa quién seas, siempre eres menos frente a un grupo de hombres.

Estamos a mitad de camino. Yo imagino que se ponen de pie y se acercan, que dan una patada a la caniche de mi mamá, que es tan mansa con los desconocidos que en lugar de gruñir se despatarra. Imagino que nos atacan. A mi mamá la reducen, la tiran al suelo. La veo con la bata con flores bordadas que le regalé por Navidad subida hasta la cintura, veo su calzón color carne, de casi anciana, y su cara transformada por el terror. Imagino que le tapan la boca, que la perra gime, malherida y desesperada, que mientras tanto los otros me tiran contra la pared blanca donde una vez hubo una tienda de golosinas en la que yo compraba chupetes Bim Bam Bum y me sobajean los pechos,

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