El Horla (Flash Relatos)

Guy de Maupassant

Fragmento

cap-105

8 de mayo. ¡Qué espléndido día! Me he pasado toda la mañana tumbado en la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la abriga y le da sombra por completo. Me gusta este lugar, y me gusta vivir en él porque aquí tengo mis raíces, esas raíces profundas y delicadas que vinculan a una persona a la tierra en que han nacido y muerto sus antepasados, que la vinculan a lo que allí se piensa y se come, tanto a las costumbres como a los alimentos, a los giros locales, a las inflexiones de los campesinos, a los olores de la tierra, de las ciudades y del mismo aire.

Me gusta mi casa donde yo crecí. Desde mis ventanas, veo correr el Sena a lo largo de mi jardín, detrás de la carretera, casi por dentro de casa, el Sena grande y anchuroso, que va de Ruán a Le Havre, cubierto de barcos que pasan.

A la izquierda, al fondo, Ruán, la vasta ciudad de tejados azules, bajo la multitud puntiaguda de campanarios góticos. Estos son innumerables, anchos o estrechos, dominados por la aguja de hierro colado de la catedral, y llenos de campanas que suenan en el aire azul de las hermosas mañanas, haciendo llegar hasta mí su dulce y lejano tañido de hierro, su canto broncíneo que me trae la brisa, unas veces más fuerte y otras más debilitado, según que se desencadene o amaine.

¡Qué bonita mañana hacía!

Hacia las once, desfiló por delante de mi verja un largo tren de navíos, arrastrados por un remolcador, del tamaño de un bateau-mouche, que gruñía por el esfuerzo mientras vomitaba un denso humo.

Detrás de dos goletas inglesas, cuyo pabellón rojo ondeaba en el cielo, venía un magnífico buque de tres palos brasileño, todo blanco, admirablemente limpio y reluciente. Le hice un saludo, no sé por qué, de tanto como me gustó verlo.

12 de mayo. Desde hace unos días tengo unas décimas de fiebre; no me siento bien, o mejor dicho, me siento triste.

Pero ¿de dónde vienen estas influencias misteriosas que mudan nuestra felicidad en desaliento y nuestra confianza en desesperación? Se diría que el aire invisible está lleno de Potencias incognoscibles cuya misteriosa proximidad acusamos. Me despierto lleno de alegría, con ganas de cantar. ¿Por qué? Sigo el curso del agua; y de repente, tras un corto paseo, vuelvo afligido como si en casa me esperase una desgracia. ¿Por qué? ¿Acaso un escalofrío, al rozarme la piel, me ha alterado los nervios y entristecido el alma? ¿Acaso es la forma de las nubes, o el color de la luz, el color de las cosas, tan variable, que, al pasar a través de mis ojos, me ha turbado la mente? ¡Quién sabe! ¿Acaso todo cuanto nos rodea, todo cuanto vemos sin mirar, todo cuanto rozamos sin conocerlo, todo cuanto tocamos sin palparlo, todo cuanto encontramos sin distinguirlo, produce en nosotros, en nuestros órganos y en nuestras ideas, incluso en nuestro corazón, efectos inmediatos, sorprendentes e inexplicables?

¡Qué profundo el misterio de lo Invisible! No conseguimos verlo con nuestros pobres sentidos, con nuestros ojos que son incapaces de percibir lo demasiado pequeño, lo demasiado grande, lo demasiado próximo o lo demasiado lejano, los habitantes de una estrella, ni tampoco los de una gota de agua…, con nuestros oídos engañosos, pues nos transmiten las vibraciones del aire en notas sonoras. ¡Son como hadas que obran el milagro de trocar en ruido ese movimiento y mediante esta metamorfosis dan nacimiento a la música, que torna cantarina la muda agitación de la naturaleza…, con nuestro olfato, más débil que el del perro… con nuestro gusto, que apenas si puede discernir la edad de un vino!

¡Ah, si tuviéramos otros órganos que obrasen en nuestro favor otros milagros, cuántas cosas podríamos aún descubrir a nuestro alrededor!

16 de mayo. ¡Estoy sin duda enfermo! ¡Me sentía tan bien el mes pasado! ¡Tengo fiebre, una fiebre terrible, o mejor dicho, un enervamiento febril que aflige tanto mi alma como mi cuerpo! Tengo de forma permanente esa sensación espantosa de un peligro amenazador, esa percepción de una desgracia o de la muerte próximas, ese presentimiento que es sin duda efecto de un mal todavía desconocido, que germina en la sangre y en la carne.

18 de mayo. Acabo de ir a consultar a mi médico, pues no conseguía ya dormir. Me ha encontrado el pulso acelerado, las pupilas dilatadas, los nervios alterados, pero ningún síntoma preocupante. Tendré que tomar duchas y beber bromuro de potasio.

25 de mayo. ¡Ningún cambio! Mi estado es en verdad extraño. A medida que se acerca la noche, me invade una inquietud incomprensible, como si la noche escondiera para mí una amenaza terrible. Ceno deprisa, luego trato de leer; pero no comprendo las palabras; a duras penas si distingo las letras. Comienzo a pasear adelante y atrás por el salón, oprimido por un vago e invencible temor: el temor al sueño y a la cama.

Hacia las diez subo a mi cuarto. Apenas entrar, doy una doble vuelta de llave, y echo el pestillo; tengo miedo…, ¿de qué?… No temía nada hasta ahora…, abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho…, escucho…, ¿el qué?… ¿No es extraño que un simple malestar, quizá un trastorno circulatorio, la irritación de una fibra nerviosa, una ligera congestión, una mínima perturbación en el funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestro mecanismo vital, puedan transformar en melancólico al hombre más alegre, en cobarde al más valiente? Luego me meto en la cama y espero el sueño, como si esperase al verdugo. Lo espero y tiemblo por su llegada, me palpita el corazón y me tiemblan las piernas; y todo mi cuerpo se sobresalta entre el calor de las sábanas, hasta que de repente me caigo de sueño, como si cayera para ahogarme dentro de un pozo de agua estancada. No lo siento llegar, como antes, a ese pérfido sueño, oculto cerca de mí, que me espía, que va a cogerme de la cabeza, a cerrarme

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