Maleficio (Flash Relatos)

Marguerite Yourcenar

Fragmento

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Un reloj despertador indicaba las once: eran las once de la noche. La cocina era casi espaciosa; en las paredes encaladas, la paulatina impregnación del humo de los guisos había formado esas manchas y rostreras, esos desconchones que son la huella de los años de uso, y se veían al lado de la puerta unas muescas regulares allí donde, año tras año, los niños se habían ido midiendo la talla. Los enseres estaban colocados sin ninguna simetría, pero en orden, es decir que los objetos más usuales se encontraban al alcance de la mano, en el estante inferior de la alacena, y se habían relegado a lo más alto aquellos que ya no servían o que estaban sólo de adorno.

Cuando Toussainte se fue a vivir allí, al quedarse viuda, el modo de alumbrarse era todavía el candil de aceite; ahora, una bombilla colgaba del techo con un papel atrapamoscas. Esa bombilla, un fogón de gas, el hule que cubría la mesa, un molinillo comprado en el bazar de los arrabales apenas si databan la escena, confiriéndole la nobleza de lo intemporal. Toussainte, sentada junto a la mesa, hablaba con una mujer que había llegado antes que las demás; mientras recogían los cacharros de la cena, la cotidiana banalidad de aquellos quehaceres prestaba a sus palabras un algo inquietante y extraño al integrarlas a esa mediocre realidad.

Fueron entrando algunas mujeres: las vecinas. Las que pasaban de los cuarenta años parecían viejas: unas flacas, encorvadas ya; otras, de una gordura que se desparramaba en sus ropas sin forma. Una más joven, con aspecto de cansancio, había traído a su hijito, por no tener con quien dejarlo. Según iban llegando, se producía ese intercambio de frases casi rituales, insignificantes cuanto indispensables, que difieren según el medio social, pero que traducen en todas partes la misma voluntad de cortesía o de hospitalidad. Una vez que las vecinas se hubieron sentado, Toussainte les ofreció café; pero todas lo rehusaron diciendo que era mejor esperar. Luego, una preguntó:

—Y ella, ¿no ha venido?

—No —confirmó Toussainte.

Dos jovencitas entraron luego: eran las hijas de Toussainte y con ellas entró en la escena una nota de modernidad: llevaban el pelo cortado y los labios pintados. La menor había trabajado algunos veranos de lencera en un gran hotel de Niza y sus expresiones de argot, aprendidas con los mozos y los ascensoristas, se engarzaban —más de una vez como contrasentidos— en su dialecto italiano.

Poco después resonó suavemente a lo largo del corredor un paso femenino, más ligero que el de las demás. Toussainte levantó la cabeza y dijo:

—Puede que sea ella.

No; no era otra que Algénare Nerci, una vecina joven. Algénare era hija de refugiados piamonteses; a su padre, un comunista, lo habían matado en una contienda; su madre había muerto poco después de llegar a Francia; su hermano, que era marmolista, se fue a probar suerte a París; la muchacha se había quedado sola. Empezó por ganarse la vida sirviendo, luego como costurera. Era una moza guapetona, de una belleza morena y dura que a nadie le llamaba la atención por ser muy común a su edad en aquel medio. Algénare se sentó en el reborde de la ventana, cerca de las otras dos jóvenes. Un violento mistral de noviembre hacía rechinar una hoja de la ventana mal sujeta. De pronto, una bocanada de aire penetró en la habitación. Con una mano, Algénare encajó bien la falleba y apoyó la cabeza en el postigo de madera. Así recostada, cerró los ojos. Ese viento salvaje del norte le recordaba cosas vagas, antiguas, en las que corrientemente no pensaba: la casa de su infancia, en un pueblo de la montaña, una abuela que hilaba con un huso, la ávida emoción que le producían las historias de brujería.

Unos minutos más tarde entró un hombre joven. En su fisonomía se veía la contradicción del pesar, la fatiga y el talante satisfecho de los hombres que gustan a las mujeres. Aparentaba tener unos veinticinco años. Fue a sentarse cerca de la mesa y Toussainte le hizo sitio con especial solicitud.

—¿Ha llegado ella?

Era la segunda vez que se inquiría así. Toussainte denegó con la cabeza. El joven prosiguió:

—Más vale que yo vaya a buscarla.

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