El espejo agrietado

Katherine Anne Porter

Fragmento

El espejo agrietado

Dennis oyó a Rosaleen hablando en la cocina y una voz de hombre respondiéndole. Se sentó con las manos entre las rodillas y pensó por centésima vez que, en ocasiones, la voz de Rosaleen le hacía muy buena compañía, pero otros días deseaba que no fuera tan parlanchina. Poco a poco, los años van acabando con un hombre; en este mundo no tenía sentido alguno repetir las mismas cosas continuamente. Incluso pensar lo mismo llegaba a ser agotador al cabo de un tiempo. Pero como siempre, Rosaleen rebosaba de conversación. Si no hablaba con él, lo hacía con cualquiera que pasara y se detuviese un minuto, y si no se detenía nadie, hablaba con los gatos o consigo misma. Si Dennis se acercaba, se limitaba a alzar la voz y seguir con lo que estuviese diciendo, de modo que no era raro que gritara de pronto: «Fuera de ahí ahora mismo… ¿Cuántas veces tengo que deciros que no os acerquéis a la mesa?». Y los gatos se dispersaban en todas direcciones con aire culpable. «Eso basta para que un hombre pierda los estribos», se quejaba Dennis. «No te lo he dicho a ti, querido», decía Rosaleen, como si así lo arreglara todo. Si él no se marchaba enseguida, comenzaba a contarle otra historia. Pero ese día no había dejado de ahuyentarlo y no le había dicho ni una sola palabra amable, así que Dennis, en el exilio, sintió que todo y todos eran allí bienvenidos, salvo él. Por vigésima vez se acercó de puntillas y escuchó por el agujero de la cerradura del salón.

Rosaleen decía: «Tal vez sus patas delanteras puedan parecer un poco rollizas para un gato vivo, pero en el cuadro no importa mucho. Le dije a Kevin: “Jamás pintarás ese gato con vida”, pero lo hizo, con pintura de pared mezclada en un platillo y un pincel pequeño para poder pintar líneas finas en todas partes. Sus patas tienen ese aspecto porque quise que lo retratara sobre la mesa, pero no pasó así: estuvo sobre mi regazo todo el tiempo. Era una maravilla con los ratones, un cazador nato que no los dejaba en paz de la mañana a la noche…».

Dennis se sentó en el sofá del salón y pensó: «Ya estamos. Vuelve a hablar de eso». Se preguntó quién sería aquel hombre, cuya voz le resultaba desconocida, pero que sin duda era un firme y dispuesto charlatán que parecía estar tratando de vender algo.

—Es un bonito cuadro, señora O’Toole —expresó la voz—. ¿Quién ha dicho usted que era el autor?

—Un muchacho llamado Kevin, como un hermano para mí, que se marchó para hacer fortuna —contestó Rosaleen—. De oficio pintor de brocha gorda.

—¡La viva imagen de un gato! —rugió la voz.

—Así es —dijo Rosaleen—. El gato Billy vivo. La gata Nelly, aquí, es su hermana, y el gato Jimmy y la gata Annie y el gato Mickey son sobrinos y sobrinas, todos son muy parecidos. Fue de lo más raro lo que le sucedió al gato Billy, señor Pendleton. Tan atareado cazando, que algunas veces no venía a cenar hasta después del anochecer, y entonces, una noche, no apareció, ni tampoco al día siguiente ni al otro y yo no podía dejar de pensar en él, no podía pegar ojo. Entonces, a medianoche del tercer día, me fui a dormir y el gato Billy entró en mi habitación y saltó sobre mi almohada y dijo: «Pasado el campo del norte hay un arce con una gran cicatriz cuya rama fue arrancada por la tormenta. Cerca hay una piedra chata, allí me encontrarás. He caído en una trampa. No era para mí, pero me atrapó igual. Y ahora tranquilízate, porque todo ha terminado». Luego se marchó, mirándome por encima del lomo como un ser humano; desperté a Dennis y se lo conté. Tan seguro como que estamos vivos, señor Pendleton, le digo que esto es verdad. Entonces Dennis fue hasta más allá del campo del norte, lo trajo a casa, lo enterramos en el jardín y lloramos por él.

Su voz se quebró y bajó de tono y Dennis se estremeció temiendo que fuese a estallar en lágrimas delante de ese forastero.

—Por el amor de Dios, señora O’Toole —dijo aquel bocazas—. No se puede superar algo así, ¿verdad? ¡Es la cosa más extraordinaria que he oído jamás!

Dennis se levantó con un pequeño crujido y rodeó la casa por el lado este, justo a tiempo para ver a un hombre gordo con una cara roja fofa subiendo a un viejo coche herrumbroso con un rótulo pintado en la portezuela.

—Siempre con tus cosas —comentó, asomando la cabeza en la puerta de la cocina—. ¡Siempre contando cuentos increíbles!

—Bueno —dijo Rosaleen, sin la menor vergüenza—, quería un cuento y le conté uno muy bueno. Es mi sangre irlandesa.

—Siempre exagerando las cosas —dijo Dennis—. Eso es lo que haces: exagerar las cosas.

Rosaleen se volvió, un tanto inquieta.

—¡Fuera de aquí! —gritó, y los gatos no movieron un pelo del bigote—. ¡La cocina no es lugar para un hombre! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

—Bueno, dame el sombrero, ¿quieres? —dijo Dennis, porque su sombrero colgaba de un clavo sobre el calendario y allí había estado, al alcance de la mano, desde que vivían en la granja.

Pocos minutos más tarde quiso su pipa, que estaba sobre la repisa de la lámpara, donde siempre la dejaba. A continuación necesitó con urgencia sus botas, aunque no las había visto en un mes. Por último, se le ocurrió decir algo y abrió la puerta unos centímetros.

—¿Dónde he estado sentado sin que me molestaran durante los últimos diez años? —preguntó, mirando su sillón con el cojín recién mullido, junto a la gran mesa—. ¿Y hoy no hay lugar para mí?

—Si gruñes, lo lamentarás —dijo Rosaleen alegremente—. Y ahora, ¡vete antes de que te lance algo!

Dennis dejó el sombrero sobre la mesa del salón y las botas debajo del sofá, y se sentó en los escalones de la entrada, donde encendió su pipa. Pronto refrescaría, y pensó que debería haber cogido su vieja chaqueta de piel que colgaba del gancho de la puerta de la cocina. ¿Qué se proponía Rosaleen? Definitivamente, Rosaleen desmerecía a menudo a los irlandeses al atribuirles sus propios defectos. Ser irlandés, pensó, era ser como él: un hombre sobrio, práctico, reflexivo y amante de la verdad. Rosaleen no podía entenderlo. «¡Es que tu cabeza es de piedra!», le había dicho ella una vez, fingiendo bromear, pero hablando en serio. Nunca le había valorado, esa era la verdad. Como tampoco le había valorado su primera mujer. Les diera lo que les diese, siempre querían algo más. Cuando era joven y pobre, su primera mujer quería dinero. Y cuando era un hombre formal con dinero en el banco, su segunda mujer quería un hombre joven lleno de vida. «Todas nacen ingratas, de un modo u otro», concluyó, y acto seguido se sintió mejor, como si al fin tuviera algo sólido en que apoyarse. En septiembre, un hombre puede esperar su muerte sentado en escalones como aquellos, ¡y qué poco le importaba a ella! Apretó los dientes y sintió que ya no encajaban bien y que sus pies y sus manos parecían atados a él con cuerdas.

Por entonces, Rosaleen no parecía haber envejecido ni siquiera un año. Se diría que lo hacía para mortificarle, pero no era rencorosa.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos