Los acasos

Javier Pascual

Fragmento

Los acasos

LA SENDA DE LOS COYOTEROS MUERTOS

He sido informado de que el teniente de Dragones don Moisés Mújica y Clavijo, último hombre que pudo ver vivo al apache Chirlo, fue descubierto entumecido por los rigores de la muerte una fría amanecida del pasado mes de febrero en su áspero aposento serrano que con avanzada bizarría venía defendiendo desde que se retirara por sorpresa de la carrera militar.

Pude saberlo tres meses después del acaecido, cuando la posta alcanzó nuestro cuartel general en chihuahua. Como Escribano del Regimiento de las Provincias de Tierra Adentro me correspondió la obligación de expedir una Escritura Funeral para su familia, madre y hermana, que se alumbraban, a la sazón, de la espléndida luz de Cádiz.

Según parece, el teniente Mújica nació americano, benjamín de gachupina gaditana de familia castrense, casada en Monterrey con un militar viudo, de hidalga prosapia navarra. Vivió Moisés su infancia en Chihuahua y creció sin más título que el de su don ni más solar que el de su fin. El padre murió ya retirado del combate contra salvajes gentiles del lejano norte de la Nueva España. Entiendo que tuvo hermanastros mayores varones que a día presente han de morar en algún lugar de la península ibérica, pero, pues que nada he sabido sobre ellos y menos tuvo Moisés que decir, me ahorro el testamento. Mudose Moisés a la península siendo mozalbete de catorce años de edad, acompañado de su hermana y su madre cuando ésta enviudó. Entró en la academia militar con la preferencia del huérfano castrense y sirvió jovencísimo como cadete en el asedio de Gibraltar, donde, al parecer, conoció la tertulia del militar y escritor don José de Cadalso. Volvió a su continente natal poco antes de la Natividad de 1779. Estuvo tres meses en tránsito en la Nueva Orleans de la recién adquirida por la Corona española Luisiana y después llegó a su tierra natal de las Provincias de Tierra Adentro. De aquello que a partir de entonces aconteció, creo poder dar testimonio según he podido saber y a eso me encomiendo.

Ahora debo aclarar que fue en el pasado mes de marzo de este corriente año de 1796 cuando el indio de la posta se acercó como siempre a mi oficina con unas alforjas llenas de legajos, después de lo cual, en vez de alejarse en silencio como solía, señaló uno de los bolsones como aquel que contenía la resma de pliegos concernientes al finado teniente Mújica. Dio unos pasos atrás titubeantes y se paró a escudriñar lo que yo hacía. Saqué los documentos y los ordené con esmero sobre mi mesa mientras observaba a mi visitante por encima de los anteojos. Este gesto pareció confortarlo y salió al patio de armas. Cuando esa tarde abandoné la escribanía, el indio seguía agachado en el suelo junto a las acémilas del correo, calentándose en la luz última de Chihuahua. Tapaba su boca porque estaba tosiendo y me siguió con la vista hasta que salí por la poterna.

Encontré para incluir en mi Escritura Funeral mucha más información de la habitualmente disponible acerca de oficiales de triste pelaje como él. Eran documentos escritos de puño y letra de Mújica; algunos de ellos sorprendentes, otros no tanto; algunos rubricados por la Comandancia General y otros, por así decir, descastados. También estaban cartas familiares, casi todas dirigidas a su hermana en la península ibérica. Todo ello podría entrar dentro de lo normal, salvo por lo abundante de la escritura, algo impropio de la parquedad usualmente atribuida a un militar.

Una vez que hube completado la lectura de los legajos, quedáronme algunas dudas pero, sin tiempo ni gana de resolverlas, me entregué a mi obligación y en pocos días elaboré la Escritura Funeral que envié a la familia del muerto en Cádiz. Cuando, unos meses más tarde, me fue devuelta por la madre como un falso testimonio de un falso hijo, quedé sumido en una gran perplejidad. No tengo más remedio que admitir que he sido víctima de una estafa. Sin embargo, tras meditarlo más cuidadosamente, he concluido que asistir a esta fabricación ha supuesto un privilegio. Pues que paradoja, quisiera ahora someterla al juicio de los lectores.

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