OLIVIER
I
Tengo muy claro que, antes de mi nacimiento, sucedió algo cruel y catastrófico, y sin embargo mis padres, el comte y la comtesse, no me decían qué era. Como resultado de ello, mi órgano de la curiosidad se volvió irritable y me convertí en la criatura más inquieta y enfermiza que imaginarse pueda: flaco, pálido, siempre encaramándome, siempre metiendo la nariz en todas las acequias y buhardillas del château de Barfleur…
Pero tened esto presente: dada la ferocidad de mis pesquisas, ¿no os parece natural que me topara con el célérifère de mi tío?
En vuestras familias el célérifère tal vez fuese de dominio público, pero en la mía, como todo lo demás, era un misterio. Aquella torpe bicicleta de madera, construida por mi tío Astolphe de Barfleur, no salió a la luz hasta que un par de pizarreros itinerantes la entrevieron atada a las vigas. No sé, ni imagino, por qué mi tío, ya que supongo que fue él, tuvo que atarla allí y utilizó para ello dos correas de cuero para perro. Es muy propio de mí imaginar enseguida una tragedia –que ha muerto un fiel animal de compañía, por ejemplo–, pero quizá las traíllas de cuero eran lo que mi tío tenía más a mano. En cualquier caso, este era uno de los típicos enigmas atrapados en el interior del château de Barfleur. Al menos no fui yo quien lo encontró y eso hace que incluso ahora se me acelere el pulso al imaginar cómo habría reaccionado mi madre si así hubiera sido. Sus disgustos eran siempre imprevisibles. En cuanto a sus pasiones maternales, no las expresaba de forma convencional, aunque yo disfrutaba de las ocasiones, en absoluto infrecuentes, en las que ella temía que yo fuera a morir. En el año de 1809, consta en los archivos que llamó al médico en cincuenta y tres ocasiones. Veinte años más tarde, seguía adoptando las medidas más extravagantes para salvarme la vida.
Mi infancia no estuvo bendecida ni mancillada por el célérifère y no lo habría mencionado en absoluto, salvo que aquí lo tenemos ahora, delante de nuestros ojos.

Como es habitual, el dibujante austriaco no logra plasmar las tres dimensiones.
Sin embargo:
¿Existe vehículo más apropiado para la tarea que tan temerariamente me he marcado, una tarea que vosotros, por cierto, apoyáis solo por el hecho de tener este volumen entre las manos? Quiero decir que habéis aceptado que os transporte a mi infancia, donde se demostrará, o, si no se demuestra, se apuntará con fuerza, que la mismísima forma de mi cabeza, mi frenología particular, el volumen de mis pulmones, vinieron determinados por unas presiones desconocidas que ocurrieron en los años anteriores a mi nacimiento.
Así pues, vamos a pensar que una grotesca y antigua bicicleta, con su estructura de madera en forma de caballo, está a nuestra disposición. Y, naturalmente, si vamos a acercarnos a mi casa de ese modo, tenemos que estar dispuestos a empujar el invento de mi tío sobre las ramas caídas entre los matorrales. Es prácticamente inútil en los terrenos irregulares del bosque, donde el abbé de La Londe, mi querido Bébé, y yo cazamos tantos cientos de gorriones y alondras que me hice un morado en el enclenque hombro.
–Con cuidado, querido Olivier, con cuidado.
Podemos pasar por alto, de momento, las hemorragias nasales, aunque, siendo realista, la sangre puede preverse enseguida –chorros espectaculares, surtidores espléndidos–, dado que mi cuerpo siempre ha sido un recipiente de paredes demasiado finas para las pasiones que corren por sus venas, pero, mientras inventamos nuestra aventura, supongamos que no hay sangre, ni compresas, ni sanguijuelas, ni galopadas salvajes para levantar al médico de su mesa a la hora del desayuno.
Y de este modo los lectores podemos dejar el sedoso y traicionero Sena y cruzar los bosques escarpados y entrar en el camino que discurre entre los tilos, y yo, Olivier-Jean-Baptiste de Clarel de Barfleur de Garmont, noble natural de Miopía, soy libre para hablar como Mercurio mientras señalo el nebuloso huerto de la izquierda y la acuarela borrosa de las plantaciones de frutales a la derecha. Aquí está el estercolero de la carretera del pueblo, al otro lado de la cual puedo navegar, patinar, cegato como un murciélago, cruzando las puertas abiertas del château de Barfleur.
Hola, Jacques. Hola, Gustave y Odile. Estoy en casa.
Dentro, a la derecha, está el juzgado donde papá celebra los matrimonios de los jóvenes campesinos, con lo cual se libran del servicio militar y de una muerte prematura en el ejército de Napoleón. No es preciso decir que no somos partidarios de Bonaparte, y mi papá deja las intrigas para los otros. Llevamos «una vida tranquila», dice. «En Normandía, en el exilio», dice también. Mi madre dice lo mismo, pero con más amargura. Solo en nuestra arquitectura ya se vislumbran señales del poderoso trauma familiar. Llevamos una vida tranquila, pero nuestro patio parece un campo de batalla, su antigua austeridad insultada por un mar de trincheras, fortificaciones, barro rojo, arena blanca, losas de piedra gris y cincuenta y cuatro forsitias con las raíces ovilladas como bolas de arpillera. A fin de que el patio adquiera la gloria que le corresponde, se ha instalado a un arquitecto austriaco en la Habitación Azul, con sus tablas de dibujar y sus lápices. Al pasar, tal vez vislumbraréis a esa engreída criatura.
He omitido mencionar el defecto más serio del vehículo de mi tío, es decir, la falta de velocidad. Tiene otros fallos, además, pero ¿a quién le importan? El célérifère de dos ruedas era una de esas deslumbrantes máquinas de las que, al principio, todo el mundo se burla porque no son prácticas hasta que, de repente, en una avalancha, como un criado italiano cayendo por una escalera, llegan ante nosotros, inevitablemente reales y extraordinariamente útiles.
Los años anteriores a 1805, cuando me entregaron por primera vez al pecho de mi madre, constituyeron una época de inventos de gran belleza y gran terror, y yo me percaté enseguida de todo ello sin saber exactamente qué eran la belleza o el terror. Todo lo que comprendía lo extraía de lo que llamamos el «agregado simbólico», es decir, de la confluencia de los secretos, el inquietante sabor de la leche de mi madre, mi propia respiración, los mugidos verdaderamente horribles e implacables del maldito ganado, los cuales, sobre todo las tardes de invierno, a la hora en que, una vez más, los criados todavía no habían encendido las lámparas, me acongojaban hasta lo indecible.
Sin embargo, se han gastado cientos de palabras y a buen seguro ha llegado la hora de entrar en ese château, desplazándonos silenciosamente en nuestra bicicleta entre las dos altas puertas azules desde donde, tras doblar de repente a la derecha, saldremos catapultados por la larga y alta galería, viajando tan deprisa que gritaremos y tendremos tiempo suficiente para vislumbrar, a la izquierda, al arquitecto presuntuoso y a su ayudante alto y rubio. A la derecha –mirad deprisa–, hay seis altos ventanales, y cada uno de ellos muestra el inquietante alboroto del patio y las puertas, al otro lado de las cuales, los campesinos y sus animales constantemente lo llenan todo de paja y heces.
También veréis, entre cada ventanal, el retrato de un Garmont o de un Barfleur o de un Clarel, una familia que se remonta tanto en el tiempo que si mi padre, en los oscuros días de la revolución, hubiese querido quemar todas las cartas y documentos que lo vinculaban de manera irrevocable con esos privilegios y peligros, habría visto sus papeles elevarse de la hoguera del patio todavía vivos, cuatrocientos años de historia convertidos en cuervos de fuego, levantados por alas de llamas, una multitud de ellas, emergiendo hacia un frío cielo azul turquesa que yo no había nacido aún para ver.
Hoy, sin embargo, el día es claro y soleado. La larga galería es una pista de carreras con los suelos de mármol, y nos deslizamos hacia la puerta baja y oscura, el pequeño oratorio donde, con frecuencia, maman pasa las mañanas rezando.
Pero mi madre no está rezando, así que, para ir a visitarla, tendremos que llevar nuestra máquina. Que alguien hubiera elegido el roble para un artilugio así desafía los límites de lo creíble, pero es evidente que mi tío era una suerte de artista peculiar. Ahora, en estos interminables peldaños, siento la lenta queja de mis pulmones como si una cola de rata me limase la garganta. Esto no es divertido, caballero, pero no se alarme. Aunque sea un chico flacucho con los hombros caídos y los brazos delgados, tengo la sangre fría y poderosa, y nadaré en un río, y cazaré un pájaro, y llevaré el célérifère hasta el segundo piso, donde le presentaré la figura arrebozada y de ojos vendados del diván, mi madre, la comtesse de Garmont.
Pobre maman. Mirad cómo sufre, su rostro demacrado y reluciente en la penumbra. De joven, nunca estuvo enferma. En París fue una belleza, pero París le fue arrebatado. Tiene su propia casa majestuosa en la rue Saint-Dominique, pero mi padre es un hombre cauteloso y ahora estamos exiliados en el campo. Mi madre guarda luto por París, aunque a veces uno creería que es una penitente. ¿Ha pecado? Si lo hubiese hecho, ¿quién me lo diría? Su vestimenta es oscura y muy ancha, como los hábitos de las religiosas. Su vida es una suerte de sufrimiento sagrado que existe en un plano superior al del hijo que solo la decepciona.
Yo también estoy enfermo, pero no es lo mismo, de ninguna manera. Yo soy, como a menudo me defino, una bestia miserable.
Mirad: la horrible criaturita, la cabeza debajo de una toalla, rodeado de vapor, y el bueno de Bébé, que me hacía de enfermero con la misma frecuencia que de confesor y tutor, sentado pacientemente a mi lado, con su manaza en mi estrecha espalda mientras yo me debatía con unas respiraciones tan largas y ruidosas que incluso en el paroxismo de la crisis me dormía y despertaba con la nariz escaldada en la palangana, los pulmones como pescados en un balde, boqueando sin parar.
¿Tras cuántas noches de asfixia estaba todavía despierto para presenciar la pálida luz de la aurora que levantaba las hojas de los álamos bañadas de rocío sobre las negras aguas de la noche, para oír los graznidos de los cuervos, los tormentos de gárgola antigua de la vida en el campo?
Sabía que en París me curaría. En París sería feliz.
El abbé de La Londe opinaba todo lo contrario. Decía que París era un foso de miasmas inmundos y que el aire del campo me sentaba bien. Tendría que haberme preguntado por lo que había estudiado sobre Catulo y Cicerón, pero me llevaba a rastras, mosquete en mano, a un lugar que llamábamos los Cien del Fondo, donde nos ocupábamos en disparar a las palomas y a los tordos, y Bébé jugaba a ser el batidor, el encargado de campo y el sacerdote. «Tienes una puntería espléndida, pequeño», decía Bébé, corriendo a hacerse con nuestro botín. «Quam sagaciter puer telum conicit!», traduje. Nunca supo que yo era corto de vista. Deseaba tanto complacerlo que disparaba contra cosas que no veía.
Mi madre quería que lo tratara de vos y de «L’Abbé», pero su carácter era tal que sería Bébé hasta el día de su muerte.
Para él, yo era una extraña criatura a la que amar. Se trataba de un hombre fuerte y apuesto, con el pelo blanco como la nieve y unos ojos sagaces que fácilmente se conmovían. Había criado a mi padre y yo me confié por entero a él, a sus manazas con arañas vasculares, su actitud paciente, el olor de tabaco de Virginia que manchaba el hombro de su casaca y me llenaba con los átomos de América veinte años antes de respirar el aire de ese país. «Ven, joven –decía–. Ven, hace un día hermoso, Decorus est dies.» Y el granizo me dejaba la espalda en carne viva y él se maravillaba, no de los crueles golpetazos, sino del milagro del hielo. Y si no era el hielo, era el viento, que soplaba con tanta violencia que parecía que el mismísimo mar del Norte se colase por el Sena y fuera a llevarse el muro que separaba el río del bain.
Los mansos no nadaban, pero Bébé se aseguró de que yo no fuese manso. Se zambullía en el extremo profundo del bain, desnudo como una estatua rota, y decía: «Vamos, gran Olivier».
Si me convertí –en contra de todo lo que Dios tenía previsto para mí– en un vigoroso nadador no fue debido a las dañinas enseñanzas de Jean-Jacques Rousseau, sino a este buen sacerdote y a mi deseo de complacerlo. Yo hacía lo que fuera por él, incluso ahogarme. Debido a él, me veía continuamente alejado de la espantosa atmosphere de la casa de mi infancia, y si pasé demasiadas noches en compañía de médicos y sanguijuelas, conocí, a pesar de mí mismo, los placeres sensuales de las estaciones del año y el buen barro rojo secándose en mis delicadas manos.
Y, como es natural, exagero. Viví en el château de Barfleur durante dieciséis años y a mi madre no siempre la encontraba tumbada en su refugio con el lienzo mojado sobre los ojos. Encima del escritorio cerrado con llave de mi padre, había un retrato a lápiz, grande y bonito, de mi maman, tan liviana como el sueño de un niño que no ha llegado a nacer. Su nariz tal vez se excedía de estrecha y era algo severa, pero el cuadro había plasmado su auténtica vitalidad. Lucía una frente despejada, una expresión franca, unos ojos inquisitivos que miraban directamente al observador del retrato, y no solo allí, sino en todas partes, porque habría muchas noches en mi infancia en que se levantaría de la cama, se vestiría con todo su esplendor y recibiría a nuestros viejos amigos, no a aquellos que habían ascendido deprisa y muy recientemente, sino a la nobleza de toga y espada. Estar en el patio aquellas veladas, con todos los coches magníficos escondidos de la vista detrás de los establos, ver la luna difusa y las nubes acuosas que pasaban a toda velocidad sobre Normandía, era encontrarse transportado a un tiempo pasado, y uno se acercaba a la majestuosa puerta principal no a toda velocidad en una bicicleta, sino con paso firme y los pies calzados con sandalias y, al entrar, no olía a polvo ni a telarañas sino al fino almidón de las pelucas de los hombres, los encantadores perfumes de los pechos de las mujeres, la palette extraordinaria del ancien régime, con aquellos rosas y verdes, en espléndidas sedas y satenes cuyos colores subían y bajaban entre los pliegues y se fundían en aquella noche iluminada con velas y, en esas ocasiones, mi madre era la más luminosa de entre las bellas. Y, sin embargo, su auténtica hermosura –evanescente, palpitante, más profunda y más veteada que la del retrato a lápiz– no se manifestaba hasta que los criados con librea se retiraban. Entonces se corrían las cortinas y mi padre preparaba el café y lo servía cuidadosamente a sus compañeros, uno por uno, y mi madre, cuya voz en su lecho de dolor era fina como el papel, empezaba a cantar:
Un trovador de Béarn,
con los ojos llenos de lágrimas…
En ese momento, su actitud no era menos formal. Dejaba sus esbeltas manos en el regazo y a quien decidía revelar su fuerte voz de contralto era al mismísimo Dios. He recordado a menudo en público, ahora parece que indiscretamente, a mi madre cantando «Troubadour Béarnais» y, de resultas de ello, esa historia ha adquirido un opaco barniz protector como una cerámica cautiva en un museo, sobre la que los excesivamente conocidos han inquirido demasiadas veces. Tanto es así que cualquier burgués que hable de tú así como su esposa saben que la comtesse de Garmont cantaba sobre un rey muerto y lloraba, pero nada les revelará nunca el asombro temeroso de Olivier de Garmont ante las emociones de su madre y –que Dios me perdone– yo sentía celos de la pasión que tan disolutamente exhibía, aquella caja fuerte de emoción histórica que ella me había ocultado. Cuando debía cuadrarme con cortesía al lado de la silla de mi padre, tenía que ocultar mis emociones mientras ella expresaba un placer que por derecho era mío. Nuestros invitados lloraban y yo experimentaba una violenta repugnancia ante aquel acto íntimo realizado en público.
Con los ojos llenos de lágrimas
cantaba a sus gentes de la montaña
este alarmante estribillo:
Luis, hijo de Enrique,
está cautivo en París.
Cuando mi madre terminaba, cuando nuestros amigos callaban en solemne silencio, yo cruzaba la amplia alfombra para detenerme junto a su silla y, muy quedamente, como un escorpión, le pellizcaba el brazo.
Por supuesto, se quedaba asombrada, pero lo que recuerdo sobre todo es mi malvado y desenfrenado placer en la transgresión. Ella ponía unos ojos como platos pero no lloraba. En cambio, ladeaba la cabeza y, desde debajo de aquellos ojos llorosos, me dedicaba una desdeñosa sonrisa.
Entonces me dirigía, muy tranquilo, a mi cama. Esperaba llorar cuando cerrase la puerta a mi espalda. Y de hecho lo intentaba, mas no me salía enseguida. Aquellos sentimientos eran extraños y de una excitación excesiva pero, al parecer, no eran de esos que provocan lágrimas. Eran de una suerte distinta, completamente nuevos, quizá más similares a esos que uno esperaría encontrar en un chico mayor, en cuyo ser medio ignorante se levanta la savia de la vida. Podían parecer emociones encendidas por pensamientos pecaminosos, pero no lo eran. Lo que yo había olido en aquella canción, en aquella sala llena de nobles, era la esencia destilada del château de Barfleur, la cual no era otra cosa que la obscenidad y el horror de la Revolución francesa tal como le había sobrevenido a mi familia. De esta monstruosa verdad no se pronunció nunca una palabra sincera en mi presencia.
Mi madre no me castigaba por pellizcarla. Se comportaba con frialdad, lo cual era mucho mejor. Entonces yo descubría qué había causado aquel olor, hurgando en los cajones de su escritorio mientras ella rezaba. Cogía la llave de la biblioteca y examinaba los papeles de los cajones del escritorio de mi padre. Me encaramaba en las sillas. Buscaba en los rincones prohibidos y oscuros del château donde la atmosphere era, en cierto modo, la más peligrosa y sucia, más allá del decoro de la biblioteca, más allá de la seca y segura bodega de vino, al otro lado de un tenebroso portal bajo y cuadrado, en aquel espacio oscuro, bajo e interminable, donde las telarañas prendían a la llama de la vela. No encontré nada, nada excepto pavor que se mezcló con el polvo de las manos y me hizo sentir muy enfermo.
Sin embargo, no cabe duda de que Silices si levas scorpiones tandem invenies, si levantas piedras suficientes, finalmente encontrarás un nido de escorpiones, o un ser pálido y traslúcido que ha sido engendrado para vivir en una sentina o en los fuegos de una forja. Y no me refiero a las cartas que cierto monsieur había escrito a mi madre, las cuales yo preferiría no haber visto nunca. En cambio, fue junto a la forja donde descubrí la verdad, en forma de unos vulgares paquetitos. Me habían esperado en la penumbra humeante y podría haberlos abierto el día que me hubiese apetecido. Incluso el Olivier de cuatro años habría podido cogerlos pues el estante era tan bajo que el herrero lo utilizaba para apoyar sus herramientas contra él. Lo natural era suponer que aquellos paquetitos constituían el legado de algún jardinero fallecido mucho tiempo atrás: semillas secas de salvia o tomillo, cuidadosamente envueltas, para una estación del año que algún Jacques o Claude no había vivido lo suficiente para ver. Cuando metí en ellas mi nariz llena de mocos, mucho tiempo después de haber pellizcado a mi madre, todavía desprendían un olor característico pero que aturullaba. ¿Era un buen olor? ¿Era un mal olor? Realmente, no lo sabía. Ni siquiera Montaigne, a quien le interesan en grado sumo los olores de las mujeres y de las comidas, está capacitado para explicar esto. Montaigne hace caso omiso de los órdenes inferiores del moho y de los hongos, de la muerte y de la sangre, los cuales le habrían sido más útiles que su ridícula afirmación de que el sudor de los grandes hombres –menciona a Alejandro Magno– exudaba un olor agradable.
El viejo herrero había muerto el invierno anterior. El nuevo se llamaba Gustave, y Jacques era su aprendiz. Hacía poco habían restaurado las dañadas puertas de hierro con sus afiladas agujas en lo alto y en aquel momento las estaban colgando de nuevo. Mientras Gustave le gritaba a Jacques, coloqué el primero de aquellos mohosos paquetes en las losas del suelo. Realmente no transmitían muerte u horror. El envoltorio amarillento de papel de periódico, al ser tan viejo, se rompió como las galletas que comemos por Epifanía aunque, en este caso, no contenían la deliciosa crema de almendras llamada frangipane, sino –¿qué veían mis ojos?– el cuerpo disecado de un pájaro, una paloma de cuyos secos restos salía una hilera de hormigas negras, y fueron las hormigas las que me causaron una gran inquietud. Quiero decir que me subieron por los brazos y me bajaron por el cuello y me mordieron. Me puse a correr de una punta a otra del patio llorando y no estuve a salvo hasta que Gustave me quitó la camisa.
Tan fuertes fueron mis gritos que mi padre salió del juzgado con la peluca y la toga. Tras él apareció un robusto novio de nariz grande y miraron lo que yo había encontrado. Entonces, Gustave y Jacques sacaron decenas de paquetes como aquellos y los colocaron, siguiendo las instrucciones de mi padre, en una pulcra hilera a lo largo de la fachada lateral del edificio. Cuando estuvieron todos dispuestos, mi padre dio la orden de que fuesen destruidos, lo cual supuse que se debía, naturalmente, a que estaban llenos de hormigas horrendas.
Atraída por mis gritos, Odile salió a ver qué ocurría y Bébé hizo lo propio. Para tratarse de un lugar como ese, aquello constituía todo un gentío. Pero entonces llegó mi madre, cruzando las puertas abiertas en el Torturador –que era el nombre que le habíamos puesto a su bamboleante carruaje–, y, al cabo de un momento, se apeó y se metió en medio de todo aquello, contra los deseos de mi padre.
–No, Henriette-Lucie, no lo hagas.
Estas fueron exactamente las palabras que pronunció.
Mi madre le quitó el arrugado papel de la mano a mi padre.
–¡Mis palomas! –gritó.
No lo entendí, ni siquiera durante un segundo, pero había encontrado la mismísima explicación de mi vida.
Mi madre se llevó el pañuelo a la boca. Parecía estar vomitando. Estaba ciega a mí, medio muerta de noble vergüenza. No la atenderían los criados, sino que sería el aristocrático Bébé quien la acompañaría al château. Nadie se fijó en mí y yo me quedé atrás mientras mi padre ordenaba al novio y a la novia que entrasen de nuevo en el juzgado. Me quedé a presenciar la incineración de las palomas, pero ni siquiera entonces comprendí que cada uno de los paquetes contenía una víctima de la revolución.
Y hurgando entre el revestimiento de las paredes, fácilmente rescaté una frágil hoja de papel y, tratándola con el mismo cuidado que si fuera una bonita mariposa, me la llevé al bosque para leerla.
II
El horrible austriaco me miró mientras yo huía hacia el oratorio, cuya puerta aporreé hasta que saltó el pasador. La nariz me sangraba y me lancé a los pies del altar. ¿No me protegería Dios de aquello espantoso que llevaba arrugado en la mano?
Entonces, mi Bébé se arrodilló a mi lado. Me tomó de la mano como para consolarme y luego me obligó a abrirla. Me sostuvo la muñeca con firmeza y me quitó los fragmentos de la palma.
–¿Qué es esto, niño mío?
Era un dibujo del periódico viejo en el que había estado envuelta una paloma.
En él aparecía una máquina, una cuchilla horrible, unas guías, una cuerda y una cabeza humana segada del cuerpo. Era la cabeza del rey. Yo conocía su noble rostro. Una mano sostenía la cabeza separada del masacrado cuello, del cual brotaba y fluía la sangre. Una recargada tipografía anunciaba: «Que le roi soit damné».
Bébé me ofreció su arrugado pañuelo. No era la completa y total impropiedad de ello lo que me asustaba sino que él, mi Bébé, mirase a su Olivier con unos ojos tan apagados y fatigados.
–¿Esto ha ocurrido? –pregunté.
Extendió sus manazas en gesto de resignación. Esto era aterrador, pero peor que aquello, mucho peor… Se encogió de hombros.
–Es espantoso –grité como gritan los murciélagos cuando vuelan en la temible oscuridad.
A mis pies se abría un gran abismo, sin suelos ni paredes, y los monstruosos terrores de la decapitación habían inundado mis pensamientos. La cabeza del rey era una cabeza viva perfecta que podía sonreír y hablar, y sus ojos eran perfectos, y llevaba el pelo peinado como debe peinarse el pelo de un rey, y todo en él era bueno y hermoso, a excepción de aquella vil máquina, aquellas gotas de sangre que volaban, aquellos chorros y borbotones.
–¿Por esto llora mi madre? ¿Lo sabe?
Quería decir si era eso lo que veía cuando se tumbaba con el lienzo mojado encima de los ojos.
–Sí, querido, desgraciadamente sí.
–Entonces dime, Bébé, ¿quién ha hecho esto tan horrible? ¿Quién imaginaría una escena así?
–Se considera más benévolo –dijo Bébé.
–¿Ha sido Napoleón quien ha hecho esto? ¿Por eso lo odiamos?
–No, el padre de Napoleón.
Yo no entendí a qué se refería. Un padre.
–Bébé, ¿quién mató tantas palomas?
–Los campesinos las juzgaron por haber robado semillas. Las declararon culpables y les retorcieron el pescuezo.
–Pero nosotros no tenemos palomas, Bébé. El desván está vacío. Nunca hemos tenido palomas.
–Tu abuelo tenía palomas. Parece que los campesinos se sentían oprimidos por ellas, porque se comían las semillas plantadas.
¿Imagináis una oleada de horror tal arrastrando a un niño tan pequeño? Pero así fue como, a los seis años, recibí mi primera lección sobre el Terror que había sido el aroma de la leche de mi madre. A mis padres los habían encerrado en la prisión de Porte Libre, donde todos los días uno de sus compañeros nobles era llamado «a la oficina» y nunca más volvían a verlo. Durante aquellos meses, el pelo de mi padre se volvió blanco y mi hermosa madre quedó destrozada, en ese año de 1793 en que los sansculottes aparecieron por la carretera procedentes de París.
Mi familia estaba sentada a la mesa, me dijo Bébé, mientras él «sacaba al niño fuera», más allá de la forja, debajo de los tilos. Estaban cenando, mi madre y mi padre y mi abuelo, cuando el jardinero entró corriendo en la casa y se plantó ante ellos con un par de tijeras de podar en sus enguantadas manos.
–Ciudadano Barfleur –le dijo al padre de mi madre–, fuera hay unos ciudadanos de París que preguntan por ti.
Aun teniendo en cuenta el hecho de que haberlo tratado de vos habría contravenido la ley revolucionaria del jardinero, que un sirviente se dirigiera a mi abuelo con tanta familiaridad era del todo inusual.
–¿Y nadie los golpeó por su impudicia? –pregunté.
Mientras caminábamos por los campos que bordean el río, el aire tenía el aroma dulce del heno recién cortado. Había el hedor de los melocotones borrachos en la huerta –¿por qué no?– y cada fruto caído era atendido por su troupe circense de abejas y mosquitos y avispas que se encaramaban a la pulpa y caían de ella. En medio de aquella brillante celebración de los gusanos, yo había descubierto el secreto, tan antiguo y mohoso como una nuez dentro de su cáscara leñosa.
–¿Por qué mi padre no los golpeó?
Mi abuelo había sido Armand-Jean-Louis de Clarel Barfleur. Llevaba el nombre de su ciudad, su río, su largo linaje noble ininterrumpido hasta los normandos y antes hasta Clovis y antes de Clovis hasta Childerico, rey de los francos salios, que se había concentrado con sus guerreros en los bosques de Toxandria, ¿y quién era él para dejar que unos sansculottes borrachos le quitaran la vida?
–Es difícil de explicar –respondió Bébé.
Realmente. Resultaba increíble. Por lo que llegué a averiguar, solo había dos hombres venidos de París. Mi familia había sido tan tímida como las palomas, pensé. Habían dejado que les retorcieran el pescuezo.
–¿Y fue entonces cuando llevaron a mi abuelito a eso? –pregunté.
–¿Adónde, mi niño?
–A esa cosa.
–Sí, esa cosa.
Mientras recorríamos los Cien del Fondo, la codorniz secreta levantó el vuelo de la hierba. Yo estaba indignado con mi familia y juzgué, sobre todo a mi padre, con mucha fiereza, por no haber desenvainado la espada y matado a sus torturadores.
Tenía los pulmones taponados, el corazón alterado, pero, de todos modos, debía repasar todavía las declinaciones latinas. Mientras el día terminaba, Bébé y yo nos abrimos camino, recitando «hic-haec-hoc» entre aquellas extrañas hierbas pálidas, subiendo hasta el viejo molino en cuyos escalones hicimos un alto para comer una manzana. Aún no había oscurecido, pero a través de las gruesas ramas veía las luces doradas de nuestra casa. Entonces, por primera vez, no la consideré un château de orgullo y fortaleza sino un lugar débil, una cosa blanda en la noche que caía. Vi a mi abuelo y a mi padre, sentados en las sillas, sin protestar. Imaginé a los asesinos, con el trasero al aire y grandes bigotes, que aparecían en la penumbra de la carretera del pueblo, el aire oscuro de vino robado, el cielo iluminado con gusanos ardiendo, un humo negro y grasiento que se enroscaba en el cielo opalino de modo que los etéreos hilos de humo trazaban líneas en un antiguo espejo que debería de haber reflejado escenas heroicas: mi papá con la espada desenfundada a fin de ahuyentar al enemigo.
–Yo los habría atacado con dureza, Bébé. No me habría comportado como un cobarde.
El viejo y querido abbé permaneció callado mientras cruzábamos la carretera del pueblo y el portero abría la pesada puerta. Luego se detuvo y esperó a que el criado entrase de nuevo en su vivienda.
–Bébé, ¿estás enfadado?
Me asustaba sentirme tan solo, ver que él, el único que me había amado en la vida, había cesado de hacerlo. Era la hora de mi baño, pero me sentía traspasado por sus ojos negros mientras las polillas me rozaban el pelo y se posaban en mi camisa.
Cuando habló, ni siquiera pronunció mi nombre. Mientras el color abandonaba el cielo y el portero cerraba su puerta y las luces de las ventanas de la galería iluminaban el suelo, me aleccionó. El universo infinito enseguida apareció en lo alto y mi opinión de niño no fue otra cosa que sal derramada.
Mi respiración se volvió más dificultosa pero Bébé no se apiadó de mí. Sentía picores en los brazos y las piernas me dolían, pero temía quejarme mientras él me hablaba del hombre sentado a la mesa aquella pavorosa mañana. Era el padre de mi madre, el gran Barfleur, que para mí no era más que un nombre. Al parecer, Barfleur quería tanto al rey que lo intimidaba y lo reprendía al ver que sus consejeros lo llevaban a la ruina. Fue Barfleur quien se atrevió a proponer al rey que gravase a la nobleza, que concediera la ciudadanía a los judíos y que dejase a los protestantes practicar en paz su culto.
–Esto es valentía –dijo Bébé–. Fue el comte de Barfleur quien le dijo al rey que redujese el despilfarro de la corte. Le dijo que recordara la historia de Carlos I de Inglaterra. ¿Te acuerdas tú de ella?
–He olvidado el año, Bébé. Lo siento.
–El año no importa. Le dijo a nuestro rey: «Lleváis vuestra corona, señor, solo por Dios; pero no vais a negaros la satisfacción de creer que también ostentáis el poder debido a la sumisión voluntaria de vuestros súbditos».
La voz del abbé de La Londe resonó en el patio con tanta claridad que tuve miedo, imaginando que el herrero, el portero y el jardinero lo escuchaban desde los oscuros umbrales de las puertas. De repente, mi querido y prudente Bébé se me antojó la persona más temeraria del mundo.
–El rey –prosiguió– no era mala persona, pero estaba rodeado de hombres y mujeres vanidosos y egoístas.
Cada vez me costaba más respirar, probablemente porque no quería que mi madre, cuyas ventanas estaban abiertas al aire estival, oyera una sola palabra en contra del rey.
–Fue Versalles –explicó Bébé– lo que acabó con la monarquía, y la ceguera y la estupidez de la corte lo que nos llevó no solo a la guillotina, sino también a este jefe Bonaparte que ha convertido Francia en algo de la categoría de un ratero o un ladrón.
–Bébé, ¿no deberíamos entrar?
–No –respondió Bébé–, porque has sido educado de la más peculiar de las maneras, pobre criatura. Y ahora descubres que no tienes ni idea de quién eres ni de quién es tu padre. ¿Te ha contado alguna vez que me salvó la vida?
–No, Bébé.
–Tu padre es un hombre valiente. Enfrentarse a los ciudadanos de París habría sido una estupidez tan grande como luchar contra un enjambre de avispas. ¿Corrió tu padre de un lado a otro gritando de dolor?
–No, Bébé, supongo que no.
En mi cabeza imaginaba a mi padre en medio de un campo, rodeado de una nube de avispas.
–Eso es valentía –dijo Bébé–, eso es carácter. No culpes a la pobre gente ignorante, querido mío. ¿Me comprendes? La corte de Versalles nos trajo todo esto.
Incluso entonces supe que no quería decir que las personas fueran avispas, pero así fue como lo vi en mi cabeza, y en mi imaginación yo ya no era el noble con su espada, quitando la vida a aquellos que herían a los de mi estirpe, sino un muchacho asustado que chillaba de noche por los campos, dolido, herido, que se lanzaba desde la orilla y se ahogaba en el Sena.
Aquella noche tuve tantos problemas para respirar que ni el ajo ni el brandy me curaron, pero no fue hasta el amanecer cuando fueron a sacar al médico de la cama.
III
Ahora la guillotina proyecta su luz diamantina en escenas que han existido hasta la fecha en la penumbra doméstica.
Con esto no quiero decir que mi vida quedase destrozada. Nadé y cacé y me di atracones de ciruelas verdes hasta que la tripa me dolió. Hice un amigo, Thomas de Blacqueville, que en una ocasión pasó dieciséis días con nosotros. Con motivo de mi séptimo cumpleaños, viajé a París y comí millefeuilles en casa de madame de Chateaubriand. Me contaron que hice reír a los reunidos, pero nadie recuerda mis ocurrencias. Yo era un niño precoz, un genio del piano, y tenía una gran opinión de mí mismo. En 1812, el año que cumplí siete, dominaba el latín y el griego.
Fue durante este verano tan especial cuando el Héroe de la Vendée llegó al château de Barfleur. Era el cumpleaños de mi padre, pero el visitante no traía ningún regalo ni tenía brazo izquierdo, el cual a buen seguro le habría rebanado alguna máquina nefanda. Su manga vacía de seda blanca era como un fantasma, pero en quien más me fijé fue en mi madre.
Hasta el momento de la llegada del joven visitante, mi madre había ocupado un diván en la Sala Dorada, con las persianas bajadas contra el estridente calor y un lienzo mojado encima de la cara de tal forma que alguien ajeno a la casa habría creído que estaba muerta.
El criado se acercó a ella. Se inclinó con rigidez y habló en aquellos ridículos susurros que aprendían en Italia, pero, al ver la reacción de mi madre, uno pensaría que le había gritado al oído.
Literalmente, se puso en pie de un salto.
Si el criado se cayó, ella no lo notó, porque –mientras el sirviente se escabullía, ruborizado, de la habitación– ya estaba haciendo una reverencia al visitante. Mi madre, cuyo estatus la obligaba solo a una breve y cortés inclinación de cabeza, hacía una profunda reverencia a un hombre al que le habían cortado el brazo. Más tarde pensé que la reverencia debía de ser una referencia íntima, un juego, una cita literaria, una broma: ¿Molière?
El visitante era Marie-Jean de Villiers, écuyer, marquis de Tilbot, a veces llamado el Héroe de la Vendée, aunque rara vez oí que lo llamaran de otra manera que monsieur. Si aquello era fruto de la modestia o el orgullo es algo que ignoro. Era un hombre grande y rubicundo como el costillar de un buey, un guerrero noble que había liderado a los campesinos de Calvados y de Orne en contra de la revolución. Ojalá hubiesen existido cien monsieurs, dijo después mi madre.
En la Sala Dorada, Tilbot habló a mi madre en voz muy baja. Había traído consigo «una cosita», un infolio de grabados de especies exóticas, como los que eran populares en las bibliotecas perdidas del ancien régime. Supongo que tenía pensado vendérselo, pero en aquel momento no lo supe. Ambos examinaron el cuaderno, página a página, y emitieron exclamaciones de deleite ante la extraña botánica de Australia. De lo que se dijeron el uno al otro no sé nada porque no lo oí, pero noté que el aire temblaba y supe que aquel horroroso soldado manco estaba a punto de estropearnos el aniversario de mi padre.
Aquella cena iba a ser un gran banquete de pollo en pepitoria y picadillo de perdices y tartas cocidas a las brasas y pollos con trufas, y así fue, pero la fiesta resultó desastrosa, no por culpa de la terrible tormenta sino por el visitante, que habló demasiado de una forma en que, obviamente, pretendía ocultar la verdad a un niño. Cuando hubo que cantar las canciones, Bébé se excusó y comprendí que estaba enojado. ¿Y mi padre? Se comportó de una manera excesivamente formal y su piel adquirió el tono de la cera abrillantada, como si fuera una copia más astuta de sí mismo. Mi madre señaló dos veces la cantidad de papeleo que lo esperaba y se quejó, como por solidaridad, de que nadie en París creyera adecuado honrarlo con un copista o un secretario. De los grabados no se dijo nada.
Yo era un niño muy excitable y, en aquellos momentos, me sentía acongojado. Cuando mi padre habló, como solía hacer a menudo, de los jóvenes campesinos a quienes casaba para salvarles la vida, monsieur dedicó una sonrisa a mi madre. Yo no sabía qué significaba aquello, pero si hubiese sido mi padre, habría cogido al visitante por la manga vacía y le habría abofeteado la cara con ella. Lo deseé con tanta violencia que mis pulmones se rebelaron contra mí y me sacaron de allí para recibir mi regalo final, que no fueron las frutas confitadas sino Odile y sus sanguijuelas, y los rayos que cayeron durante toda aquella noche de agosto.
El siguiente incidente que recuerdo ocurrió una mañana, unos meses después de la marcha de monsieur de Tilbot. Yo había encontrado a mi madre en sus aposentos.
–¿Dónde está Céleste? –pregunté, refiriéndome a su doncella.
Mi madre no respondió. Llenaba un baúl de viaje con escarapelas blancas. Ladeó la cabeza y sonrió una pizca. Dios mío, pensé. ¿Qué sucede? ¿Es feliz?
Me senté en silencio, hurgando dentro del pañuelo que llevaba para ocultar las marcas de las sanguijuelas. Mi madre, advertí, interpretaba el papel de la criada. Finalmente, cerró el baúl, y llamó a los criados verdaderos para que lo bajasen.
En años posteriores, siempre insistió en que no pudo decirme la verdad porque yo era demasiado «frágil», pero cuando se encerró en su boudoir con Céleste solo consiguió irritarme más.
Cuando salió me había rascado los brazos hasta hacerme sangre, pero todo el malestar quedó olvidado al ver que se había disfrazado como una pretenciosa burguesa en una obra de teatro.
Me metió a rastras en sus aposentos y me embutió en algo llamado un traje de esqueleto, compuesto de una chaqueta corta de color rojo y unas ajustadas calzas. Me pregunté por qué esas prendas tenían un nombre tan detestable.
Entonces tuvo lugar una audiencia completamente inesperada con mi padre. Esta se desarrolló al aire libre, en medio de toda la confusión causada por la inminente marcha de mi madre. Iba vestido como Garmont en el retrato de Tiziano, como un noble de la toga, y llevaba la espléndida y antigua espada colgada al costado, la cual sonaba de vez en cuando como las monedas de oro dentro de una bolsita. Olía a polvo de talco y a aceite esencial de nuez moscada y sé que me infundió un sentimiento muy parecido al temor reverente. Así, y de manera muy formal –Olivier en su traje de esqueleto, monsieur l’comte en toda la gloria de su rango–, nos encontramos cara a cara. Hacía un calor extremo y la luz era brillante, aunque el cielo se veía gris.
–¿Te lo ha explicado tu madre?
–No, papá.
–El rey Luis va a regresar –dijo mi padre, que, evidentemente, estaba muy emocionado–. La comtesse será una dama de la reina en palacio. Yo tendré un escaño en la Cámara de los Pares. Un día, tú serás el comte de Garmont. Me marcho a París a recibir a Su Majestad –dijo con ojos brillantes–. Tu madre se niega a quedarse en casa. Irá en su carruaje.
¿Cómo iba yo a seguir respirando? Pensé que no me dejarían allí.
Como siempre que los sirvientes lo observaban, mi tierno padre me dio un tieso abrazo.
–Buen chico –dijo, y montó en su semental, sobre cuyo orgulloso cuerpo había vuelto a poner carcajes, jaeces y mantas para la silla, todo ello signos de antiguo rango.
Se alejó al galope sin noticias más fiables que las que siempre circulaban por la carretera de París, no más informadas que las opiniones de los hombres con los haces de leña ardiendo en la noche. Pensé que iban a guillotinar a mi papá y que entonces yo los mataría en sus enjambres, que Dios me perdone. Sin embargo, también me enorgulleció mucho verlo partir sin más compañía que lo protegiera. Se marchaba a París donde, como todo el mundo sabe ahora, los prisioneros rusos y los franceses heridos cruzaban la puerta llevados en carretillas. Algunos, medio muertos, caían bajo las ruedas, manchándolas de sangre. Los reclutas, llamados del interior del país, cruzaban la capital en largas hileras para ingresar en el ejército. En París aún había disturbios. Aquella misma noche, mi padre oyó los convoyes de artillería circulando por los bulevares exteriores. Nadie sabía si las explosiones significaban victoria o derrota.
«Desde las torres de Notre-Dame se veían aparecer las cabezas de las columnas rusas, como las primeras ondulaciones de una marejada en la playa.» Así lo escribió Chateaubriand y posiblemente sea cierto, o casi.
París se encontraba en proceso de ser invadida o liberada, y los cañones partían los árboles del Bois.
En el château de Barfleur mi madre se mostró valiente y asustada, calculadora e imprudente. Ya he dicho antes que se había vestido como una burguesa, pero luego pidió un coche, lo cual la identificaba irremisiblemente como noble. Me abrazó y me susurró que con Bébé estaría a salvo, pero luego entró en la cocina para preparar personalmente una canasta, haciendo caso omiso de los criados, cuyas mohínas ofertas de fiambres y fruta rechazó con firmeza. Y así fue como supe que yo también iría a París. Vi que elegía unas cuantas sorpresitas dulces para su único hijo: frutas confitadas, delicias turcas con aroma de rosa, caprices de noix, aquellas nueces de Périgord con azúcar glaseado y cubiertas de cacao amargo.
Corrí al lado de Bébé y le pedí que viniera a París. Ahora seré el comte de Garmont, pensé. ¿Por qué no va a obedecerme?
Corrí y monté en el gran Torturador de mi madre, dejando a Odile y a los otros criados que me siguieran, apiñados como nabos encurtidos, en el carruaje de atrás. Mientras escapábamos del exilio, era un día normal, gris, encapotado y muy tranquilo. Pensé: Somos como las cigarras que viven tantos años enterradas debajo del suelo.
Entonces las ruedas del coche se desplazaron sobre las losas del patio y mi madre se puso en pie cantando y yo con ella, dejando atrás nuestra tez amarillenta y nuestra triste ropa de cama para las lavanderas.
IV
El carruaje de mi madre era, como su inventor, heroicamente resistente al cambio. Con esto quiero decir que no podía adaptársele ninguna suspensión moderna.
En cualquier otra ocasión, habría suplicado viajar con Odile en el segundo coche.
–Vive le roi –susurró mi madre cuando por fin nos quedamos solos, sin nuestra audiencia de espías.
Besé sus húmedas mejillas.
–Vive le roi, maman –grité, temblando ante lo que nos aguardaba.
Ella me estrechó contra sus pequeños senos. El broche se me clavaba en la cara pero parecía que todo lo que el asmático, insomne y hemorrágico Olivier había deseado estaba realmente a punto de suceder. Los días de gloria habían vuelto. Todo olía a cuero y a jazmín, pero no olvidé la horripilante lámina de la cabeza de Luis XVI, de la que brotaba un surtidor de sangre, como tampoco era ajeno al disfraz de mi madre. No estaba seguro de si volvíamos a nuestros amigos o enemigos y tampoco quería formular la pregunta de una forma directa. Aquellas ansiedades calladas podían haber intoxicado nuestro regreso, pero la experiencia que tenía mi madre de la vida era tal que conocía el valor de las distracciones. ¿No habían interpretado a Racine y jugado al whist los aristócratas encerrados en la cárcel de Porte Libre? Como ninguna de esas actividades era adecuada para la ocasión, puso una canasta entre los dos en el coche.
Los campesinos araban los campos y el aire estaba colmado de polvo y estiércol. Los recuerdos de mi madre sobre el tiempo eran totalmente distintos, pero yo me acuerdo claramente de que los primeros espinos estaban en flor mientras, dentro del antiguo caparazón pintado del Torturador, almorzamos flores de azúcar, delicadas y deliciosas, envueltas cada una en un papel azul celeste, tan magníficas y espléndidas como un noble de la toga.
–Se han terminado –se quejó.
No obstante, mi madre, con su nuevo aire juguetón, sacaría otra bonita falda azul y la abriría para revelar un capullo blanco de rosa que se me disolvería en la lengua como néctar.
–¿Veré al rey, maman?
–Pues claro que sí.
–¿Y qué le diré, maman?
–Mira, Olivier, ¿qué crees que es esto?
Y lo que sacó ahora de su cesto fue un objeto familiar del escritorio de mi padre, donde había estado mucho tiempo en compañía de botánica diversa y algunos recuerdos sentimentales. Entonces, en el que era el día más emocionante de mi vida –puedo afirmarlo con toda certeza–, aquel frasco de cristal rosa, con su base en forma de lágrima y su tapón de corcho, podría haber contenido un bálsamo mágico para uno de los caballeros heridos de Cervantes, y si maman me hubiese dicho que estaba lleno de incienso o mirra, yo no habría tenido ningún motivo para dudar de ella, de no haber sido por las letras grabadas, que rezaban «HECHO EN NUEVA YORK».
Se trataba, me contó mi madre después, un día más calmado, menos extático, de un regalo que le había hecho a mi padre el hombre que afirmaba haber inventado la electricidad. Era agua de soda.
A mi madre le importaba un pito el americano que se había presentado en el château de Barfleur sin peluca porque no lo sabía, pero desenrolló con cierta reverencia el alambre de cobre que sujetaba el tapón y luego, cuando me lo puso en la mano, supe que tenía que guardarlo como si fuera una reliquia. Doblé el alambre y me lo metí en el bolsillo de mi traje de esqueleto. Entonces mi madre quitó el corcho. El agua de soda no produjo en absoluto la fuerza percutora del champagne, sino su propio y distintivo efecto, algo más redondo y suave, como, si puedo decirlo sin faltar al respeto a su estimada memoria, el querido Bébé cuando soltaba un pedo mientras dormía.
Íbamos disparados hacia París, botando arriba y abajo, bamboleándonos hacia los lados debido a los bestiales muelles de suspensión del Polignac pero, en medio de todo aquel alboroto, mi madre llenó cuidadosamente un vasito y presencié mis primeras burbujas de soda, sin saber que el gas se había recogido de la parte superior de una sucia levadura de cerveza, viendo solo en ellas una ascensión de mi propio espíritu, unas esferas de cristal que se elevaban en la luz dorada.
Mi madre y yo bebimos y reímos y chillamos. Las burbujas me estallaron dentro de la nariz, detrás de los ojos. Estábamos ebrios, lo juro.
Y luego nos sentimos muy sobrios y tengo el claro recuerdo de nuestra llegada a orillas del Oise, donde encontramos a mi padre esperándonos, supongo que mediante un acuerdo previo, aunque a mí no me habían dicho nada al respecto. Al parecer, aún había combates y, precisamente por ello, íbamos a París por aquella ruta. No me sorprendió en absoluto ver a mi papá tan apuesto y noble en su caballo, la espada en el costado y las grandes columnas de humo negro que se alzaban en la calle de detrás. Mientras nos acercábamos a él, mi madre guardó la botella vacía en su canasta pero mi padre apenas tuvo tiempo de hablar antes de volverse en el caballo y gritar unas órdenes a nuestro cochero, para así escoltarnos después hasta nuestra casa de la rue Saint-Dominique.
Por encima de nuestras cabezas iban sentados el cochero y el herrero, este último con un mosquete en el regazo y el primero con el látigo restallando en la carretera para que nadie se acercara. El sol se ponía en los dorados boulevards al tiempo que nos apartábamos de los cosacos, a los que temíamos, y nos aproximábamos a los austriacos, en quienes confiábamos, aunque tanto los unos como los otros, junto con los prusianos, eran nuestros salvadores, pues habían venido a destruir al tirano que la revolución había traído consigo.
Mientras cruzábamos el Sena, el sol se puso en el horizonte y el antiguo río fluyó bajo nuestro paso como mercurio, llevando los cadáveres de nuestros propios hijos y padres franceses cual troncos serrados. Pensaréis que la enormidad de la escena, toda aquella sangre vertida para deponer a Napoleón, me repugnaría, aplastaría mi felicidad infantil como un maloliente pétalo de rosa en la calle, pero mirad, mi noble padre iba delante, el herrero, arriba en el pescante, y, cuando llegamos a la Rive Gauche, yo no era más que una cosita repelente y desconsiderada, un general que regresaba victorioso de la batalla.
Vive le roi, pensé. Vive la France. Di un beso a mi madre en la mejilla y le estrujé la manita. La casa de Garmont nos había sido restituida.
V
Al abandonar la plata ennegrecida del Sena y salir detrás de la sombra solemne y cargada de hollín de los ministerios, encontramos la rue Saint-Dominique. Debajo de las ruedas de nuestro coche había ladrillos rotos y adoquines. El aire, antes sulfuroso, era fétido y sucio. Gustave, el herrero, se apeó y, después de disparar su mosquete al cielo, gritó instrucciones para que el cochero rodeara con el carruaje un hinchado caballo cuyos brillantes intestinos verdes se alzaban como una horrible burbuja luminosa en el claroscuro de la noche. En las grandes casas ardían pocas lámparas y esto, la ausencia de los nuestros, no resultaba reconfortante. Yo solo había visitado la rue Saint-Dominique dos veces, pero ocupaba un lugar prominente en mi imaginación. La familia de Blacqueville también vivía allí, así que los dos seríamos vecinos del rey Luis XVIII.
–No, no –gritó mi madre cuando la luz de la lámpara de Gustave iluminó una casa alta y estrecha cuyos ojos parecían ciegos. Mi madre había nacido en aquella calle. Conocía todas las casas por el nombre de las familias a quienes pertenecían–. Allí, herrero, allí –gritó–. Más adelante.
Entonces, en la penumbra de la luz ondulante, apareció un enorme fantasma, alto como una casa, cayendo hacia el carruaje, sangrando de negro contra el cielo color carbón.
–Maman –grité.
–¿Qué es esto? –preguntó ella, en un tono casi tan agudo como el mío.
Yo estaba aturdido de terror y se me habían erizado los pelos de la cabeza y de la nuca. No podía hacer otra cosa que señalar.
–Oh –dijo ella. Lo vio y luego me dio una palmada en la pierna–. Es la glicinia de los Blacqueville.
Si era la glicinia de los Blacqueville, también era un ser vivo, maltratado, atacado, herido, arrancado de la casa de tal manera que se tambaleaba en una gran masa encima de nuestras cabezas. Aquella era la casa de mi amigo Thomas. Me revolvió el estómago ver cómo había sido castigada, del mismo modo que habían sido castigadas las palomas, ya que se decía que los impresores de la rue Saint-Séverin habían celebrado un juicio y habían ahorcado a los gatos de sus amos.
–Maman, ¿dónde está Thomas?
Pero ella apartó la mano de mi pierna.
El cochero nos abrió la verja de hierro coronada de picas. El hombre no parecía pensar en otra cosa que en la flor de lis dorada que habían fundido para hacer balas. Oí el chirrido del hierro contra el hierro mientras giraban las gruesas bisagras y el corazón me latió alocadamente y la sangre se me precipitó por las arterias y las venas. Entonces –otro susto–, la alta puerta principal se abrió y vi un par de ojos negros y profundos que me miraban fijamente. Pegado a mi madre, comprendí poco a poco que los ojos pertenecían a uno de los nuestros y que ella –la châtelaine– se negaba a franquear el paso a su señora.
–No te pongas nervioso –me regañó mi madre, pero era ella la que se había puesto nerviosa.
Notaba el calor que desprendía su cuerpo. Al cabo de un momento entraría en el gran comedor, donde tenía previsto recibir al mismísimo rey en medio de un mar de lirios.
Imaginad mi confusión cuando descubrí, a la luz de veinte velas, en esa misma habitación, un gran caballo castrado de color negro, de dieciocho manos de alto, defecando en el suelo de madera.
Entre el estiércol y la paja, divisé un jarrón vacío, cuberterías, cortinas de damasco apiladas, unos daños muy pequeños si se tenía en cuenta lo que estaba sucediendo al otro lado del Sena, pero su horrible violencia era la misma. Se me revolvieron las tripas.
Detrás del caballo, los criados seguían colocando las velas y mi madre volvía a exhibirse otra vez y yo, su hijo, que había bebido esos terrores en sus entrañas, sabía que, probablemente, ella no podría soportar aquel juicio público. Por ejemplo, ¿cómo los llamaría? Me tiré un pedo que olió de una forma terrible. La comtesse de Garmont me estrujó la mano una vez, brevemente, y luego se rió, en absoluto desesperada, sino más bien como una chiquilla, como si aquella horrible escena fuera una jocosa diversión.
–Ven –dijo mi madre, pero yo no me atrevía a moverme.
Me dio un ligero toque en la cabeza y luego, después de haberse dirigido a sus sirvientes desde la gélida distancia de su majestuosidad, subió con elegancia la marmórea escalera circular.
Di las gracias a la châtelaine por habernos recibido y ella me contestó como debía. Explicó que el caballo estaba allí porque habían incendiado los establos y que Hobbes temía que los cosacos lo robasen. Me hizo notar que me sangraba la nariz.
Seis sirvientes desconocidos me acompañaron a mi cama.
Luego llegó Odile, con una gran pecera Ch’ien-lung de cristal rosa. Dentro estaban mis sanguijuelas. La dejó en una peana inglesa de yeso dorado y quitó la tela de muselina de la boca del recipiente. Aquellas vieilles amies siempre habían estado a su cargo y, sonase cuando sonase la campana, sacaba a los parásitos hambrientos con un instrumento que no he visto desde entonces, un colador de té inglés atado con unos cordones de zapatos a una cuchara de madera. Odile era lenta y tenía las extremidades gruesas pero era diestra hasta lo indecible y, cuando era necesario, elegía a una sola criatura, la sujetaba entre el índice y el pulgar y luego, después de que el médico se marchara, se colocaba, indefectiblemente, una en la nariz y, por la bondad de su corazón, para calmar mis inquietudes, ponía los ojos en blanco mientras el repulsivo cuerpo del animal se movía en el aire.
Así, durante nuestros dos primeros días en París, fui declarado inválido y, aunque me quejé con amargura, no estuvo tan mal. Los Blacqueville no habían vuelto de Normandía. Los busqué desde mi ventana y, aunque no vi a mi amigo Thomas, sí a muchos otros visitantes que llegaban en coche y a pie, llevando sus cestas o paquetes o maletas o simplemente levantándose las colas de los vestidos. También vi el coche de mi madre, en modo alguno escondido, sino dispuesto, con el caballo todo el día enjaezado. En la calle había gente de lo más sorprendente contemplando todo aquello y, cuando un granuja cruzó corriendo la verja, no fue para cortarle los tendones al caballo, sino para colocar con toda ternura una margarita blanca en el arnés delante de la oreja del animal. Y entonces empecé a sangrar por la nariz y mis pulmones se desgarraron y rugieron aún más fuerte al ver a los artesanos y a las mujeres de los mercados que llegaban a nuestra puerta con regalos de muebles y espejos y otros objetos que «habían guardado en lugar seguro» durante la revolución.
Como mi padre se había negado a unirse a los nobles que huían al exilio, por perversos que fueran los daños que había sufrido la casa, esta había seguido siendo su propiedad y los objetos ahora devueltos, incluso según las leyes del Directorio y del Imperio, habían sido descaradamente robados.