Parrot y Oliver en América

Peter Carey

Fragmento

OLIVIER

OLIVIER

I

Tengo muy claro que, antes de mi nacimiento, sucedió algo cruel y catastrófico, y sin embargo mis padres, el comte y la comtesse, no me decían qué era. Como resultado de ello, mi órgano de la curiosidad se volvió irritable y me convertí en la criatura más inquieta y enfermiza que imaginarse pueda: flaco, pálido, siempre encaramándome, siempre metiendo la nariz en todas las acequias y buhardillas del château de Barfleur…

Pero tened esto presente: dada la ferocidad de mis pesquisas, ¿no os parece natural que me topara con el célérifère de mi tío?

En vuestras familias el célérifère tal vez fuese de dominio público, pero en la mía, como todo lo demás, era un misterio. Aquella torpe bicicleta de madera, construida por mi tío Astolphe de Barfleur, no salió a la luz hasta que un par de pizarreros itinerantes la entrevieron atada a las vigas. No sé, ni imagino, por qué mi tío, ya que supongo que fue él, tuvo que atarla allí y utilizó para ello dos correas de cuero para perro. Es muy propio de mí imaginar enseguida una tragedia –que ha muerto un fiel animal de compañía, por ejemplo–, pero quizá las traíllas de cuero eran lo que mi tío tenía más a mano. En cualquier caso, este era uno de los típicos enigmas atrapados en el interior del château de Barfleur. Al menos no fui yo quien lo encontró y eso hace que incluso ahora se me acelere el pulso al imaginar cómo habría reaccionado mi madre si así hubiera sido. Sus disgustos eran siempre imprevisibles. En cuanto a sus pasiones maternales, no las expresaba de forma convencional, aunque yo disfrutaba de las ocasiones, en absoluto infrecuentes, en las que ella temía que yo fuera a morir. En el año de 1809, consta en los archivos que llamó al médico en cincuenta y tres ocasiones. Veinte años más tarde, seguía adoptando las medidas más extravagantes para salvarme la vida.

Mi infancia no estuvo bendecida ni mancillada por el célérifère y no lo habría mencionado en absoluto, salvo que aquí lo tenemos ahora, delante de nuestros ojos.

Como es habitual, el dibujante austriaco no logra plasmar las tres dimensiones.

Sin embargo:

¿Existe vehículo más apropiado para la tarea que tan temerariamente me he marcado, una tarea que vosotros, por cierto, apoyáis solo por el hecho de tener este volumen entre las manos? Quiero decir que habéis aceptado que os transporte a mi infancia, donde se demostrará, o, si no se demuestra, se apuntará con fuerza, que la mismísima forma de mi cabeza, mi frenología particular, el volumen de mis pulmones, vinieron determinados por unas presiones desconocidas que ocurrieron en los años anteriores a mi nacimiento.

Así pues, vamos a pensar que una grotesca y antigua bicicleta, con su estructura de madera en forma de caballo, está a nuestra disposición. Y, naturalmente, si vamos a acercarnos a mi casa de ese modo, tenemos que estar dispuestos a empujar el invento de mi tío sobre las ramas caídas entre los matorrales. Es prácticamente inútil en los terrenos irregulares del bosque, donde el abbé de La Londe, mi querido Bébé, y yo cazamos tantos cientos de gorriones y alondras que me hice un morado en el enclenque hombro.

–Con cuidado, querido Olivier, con cuidado.

Podemos pasar por alto, de momento, las hemorragias nasales, aunque, siendo realista, la sangre puede preverse enseguida –chorros espectaculares, surtidores espléndidos–, dado que mi cuerpo siempre ha sido un recipiente de paredes demasiado finas para las pasiones que corren por sus venas, pero, mientras inventamos nuestra aventura, supongamos que no hay sangre, ni compresas, ni sanguijuelas, ni galopadas salvajes para levantar al médico de su mesa a la hora del desayuno.

Y de este modo los lectores podemos dejar el sedoso y traicionero Sena y cruzar los bosques escarpados y entrar en el camino que discurre entre los tilos, y yo, Olivier-Jean-Baptiste de Clarel de Barfleur de Garmont, noble natural de Miopía, soy libre para hablar como Mercurio mientras señalo el nebuloso huerto de la izquierda y la acuarela borrosa de las plantaciones de frutales a la derecha. Aquí está el estercolero de la carretera del pueblo, al otro lado de la cual puedo navegar, patinar, cegato como un murciélago, cruzando las puertas abiertas del château de Barfleur.

Hola, Jacques. Hola, Gustave y Odile. Estoy en casa.

Dentro, a la derecha, está el juzgado donde papá celebra los matrimonios de los jóvenes campesinos, con lo cual se libran del servicio militar y de una muerte prematura en el ejército de Napoleón. No es preciso decir que no somos partidarios de Bonaparte, y mi papá deja las intrigas para los otros. Llevamos «una vida tranquila», dice. «En Normandía, en el exilio», dice también. Mi madre dice lo mismo, pero con más amargura. Solo en nuestra arquitectura ya se vislumbran señales del poderoso trauma familiar. Llevamos una vida tranquila, pero nuestro patio parece un campo de batalla, su antigua austeridad insultada por un mar de trincheras, fortificaciones, barro rojo, arena blanca, losas de piedra gris y cincuenta y cuatro forsitias con las raíces ovilladas como bolas de arpillera. A fin de que el patio adquiera la gloria que le corresponde, se ha instalado a un arquitecto austriaco en la Habitación Azul, con sus tablas de dibujar y sus lápices. Al pasar, tal vez vislumbraréis a esa engreída criatura.

He omitido mencionar el defecto más serio del vehículo de mi tío, es decir, la falta de velocidad. Tiene otros fallos, además, pero ¿a quién le importan? El célérifère de dos ruedas era una de esas deslumbrantes máquinas de las que, al principio, todo el mundo se burla porque no son prácticas hasta que, de repente, en una avalancha, como un criado italiano cayendo por una escalera, llegan ante nosotros, inevitablemente reales y extraordinariamente útiles.

Los años anteriores a 1805, cuando me entregaron por primera vez al pecho de mi madre, constituyeron una época de inventos de gran belleza y gran terror, y yo me percaté enseguida de todo ello sin saber exactamente qué eran la belleza o el terror. Todo lo que comprendía lo extraía de lo que llamamos el «agregado simbólico», es decir, de la confluencia de los secretos, el inquietante sabor de la leche de mi madre, mi propia respiración, los mugidos verdaderamente horribles e implacables del maldito ganado, los cuales, sobre todo las tardes de invierno, a la hora en que, una vez más, los criados todavía no habían encendido las lámparas, me acongojaban hasta lo indecible.

Sin embargo, se han gastado cientos de palabras y a buen seguro ha llegado la hora de entrar en ese château, desplazándonos silenciosamente en nuestra bicicleta entre las dos altas puertas azules desde donde, tras doblar de repente a la derecha, saldremos catapultados por la larga y alta galería, viajando tan deprisa que gritaremos y tendremos tiempo suficiente para visl

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