La estación de las tormentas (La estación de las tormentas 1)

Charlotte Link

Fragmento

Capítulo 1

1

Era junio. El atardecer teñía la tarde. Cruzaban el cielo azul pálido unas cuantas nubes deshilachadas, en las praderas cantaban los grillos, y las hojas de los árboles susurraban ligeramente. Los abetos se hacían más oscuros en el horizonte, las sombras sobre los prados más largas. Los troncos de los pinos relucían en color castaño.

—Mañana regreso a Berlín —dijo Maksim.

De pronto, la tarde resplandeciente había perdido su brillo. Felicia Degnelly, sentada junto a Maksim a la orilla de un arroyo, alzó la vista sobresaltada:

—¿Mañana? Pero ¿por qué? ¡El verano no ha hecho más que empezar!

La respuesta de Maksim fue evasiva.

—Voy a ver a unos amigos. Amigos importantes.

—¡Camaradas! —dijo sarcástica Felicia, pero su sarcasmo no hacía más que ocultar lo herida que se sentía. Los camaradas estaban por delante de ella, del verano en común en el campo, de tardes como aquella.

Miró de reojo a Maksim y pensó, llena de amargura: «¡No sabes lo que quieres!».

Pero, en su interior, tenía muy claro que él sabía exactamente lo que quería. Sus pensamientos estaban encadenados a una idea, no a ella. Nunca decía lo que decían otros hombres cuando estaban con ella, cosas como «¡Eres muy guapa!» o «¡Creo que podría enamorarme de ti!». No, de él venían palabras extrañas como «insurrección», «revolución mundial», «abolición de la propiedad privada», «expropiación por parte del proletariado». Que había un mundo solo para él, al que ella no tenía acceso y al que él tampoco iba a permitirle que lo tuviera, lo había entendido hacía ya casi dos años, el día del cumpleaños del emperador, en Berlín, cuando iban por la calle contemplando a la gente jubilosa, y la ira y el cinismo luchaban en el rostro de Maksim. De pronto había murmurado algo (más tarde se había enterado de que era una cita de Marx):

—«Este hombre solo es rey porque otros hombres se comportan ante él como súbditos».

Ella se había vuelto para mirarle:

—¿Qué dices?

De repente, un rasgo despreciativo, casi brutal, se había instalado en torno a la boca de él.

—Da igual —había respondido, y miró despectivamente su hermoso vestido y su sombrero nuevo (se había puesto ambas cosas por él)—, da igual, nunca lo entenderás. ¡Nunca!

Tenía razón. No le entendía. No entendía que pudiera entusiasmarse con una idea mientras ella se entusiasmaba con la vida. Él quería cambiar el mundo en beneficio de la humanidad, y ella… bueno, ella solo quería lo mejor para sí misma. Y quería a Maksim Marakov.

Era hijo de un ruso y una alemana, había pasado su juventud alternativamente en San Petersburgo y en Berlín y todos los veranos en la casa de campo de unos parientes en Insterburg, en la Prusia Oriental, no lejos de Lulinn, la finca de los abuelos de Felicia. Era cuatro años mayor que ella, y desde el principio se habían sentido mágicamente atraídos el uno hacia el otro. Ambos tenían el pelo oscuro, los ojos claros y un rostro de rasgos regulares; la mayoría de la gente les tomaba por hermanos. Cuando estaban juntos se sumergían en un mundo aparte, y su infancia quedaba cubierta por el hechizo de unos juegos secretos que nadie perturbaba. Los huertos frutales de Lulinn, los bosques y los lagos que los rodeaban, los prados, habían sido el escenario de sus obras no escritas. Pero en algún momento, durante algún verano, volvieron a subir a su escenario y casi no se reconocieron. Felicia venía con vestidos elegantes, el pelo recogido en un peinado alto, y se había acostumbrado a exhibir una sonrisa un tanto artificiosa. Maksim apareció con ropas raídas, pálido y con signos de haber trasnochado. Ambos se habían hecho adultos, pero sus primeros pasos en ese camino habían seguido direcciones opuestas. Lo último que tenían en común eran los recuerdos, pero no parecía que fuera a haber más cosas en común en el futuro. Y de pronto Felicia se dio cuenta: «Le amo. Siempre le amaré».

Amaba ese mundo oscuro, ajeno, que no entendía. Amaba la expresión de rechazo de sus ojos y las palabras despreciativas que guardaba para la burguesía establecida. Amaba sus cínicas observaciones acerca del emperador, y amaba la viva alegría de su rostro cuando hablaba de la revolución. Lo amaba todo… pero no entendía la seriedad, la pasión que había detrás. No entendía que sus dos mundos se excluían mutuamente.

Tenía dieciocho años, una sana confianza en sí misma, y ni en sueños se le hubiera ocurrido leer El capital solo para poder hablar de algo que no le afectaba.

Apostó por sus ojos, su boca, su cabello resplandeciente, los vestidos escotados y los perfumes misteriosos.

Se quedaron sentados en silencio hasta que el sol se puso, y en su silencio estaba la despedida de una época que había pasado casi imperceptiblemente. Por fin, Maksim se levantó, cogió a Felicia de la mano y la ayudó a levantarse.

—Hace frío —dijo—, deberíamos irnos a casa.

Estaban muy juntos, Felicia con un ancho sombrero de paja de color azul.

Alzó el rostro, entreabrió los labios, expectante, porque le parecía insensato desperdiciar un momento como ese. Durante unos segundos pudo descubrir algo de la vieja ternura en los ojos de Maksim, luego se apagó y, con una risa un tanto trabajosa, él declaró:

—No. No voy a hacerte desdichada, y a mí tampoco.

¿De qué estaba hablando? ¿A qué desdicha se refería?

—Bueno —dijo ella, respondona—, si quieres vivir como un monje, allá tú.

—Quiero seguir mi camino, Felicia. Y tú seguirás el tuyo, y no creo que esos caminos se crucen jamás.

—¿Significa eso que nunca vamos a volver a vernos?

—No volveremos a vernos como tú imaginas.

—¿Por qué no?

Con un movimiento iracundo, Maksim arrancó una rama de un árbol y la partió en trocitos.

—¿Nunca vas a entenderlo, Felicia?

—Gracias, hace mucho que lo he entendido. Tienes que derribar el monopolio internacional de las finanzas, y como es natural no te queda tiempo para nada más. ¡Es mejor ensalzar a Marx durante noches enteras que besar una vez a una chica! Una vida emocionante, sin lugar a dudas. ¡Te deseo que te diviertas mucho!

Se volvió y se fue corriendo. Conocía el camino hasta en sueños, y de alguna manera llegó sin tropezar con ramas ni raíces. Naturalmente, había esperado que él la siguiera, pero al cabo de un rato constató que no pensaba hacerlo. Los ojos se le llenaron de lágrimas, causadas por la ira y por la herida. Solo al llegar a Lulinn se contuvo, se limpió la nariz y se secó la cara.

La casa señorial de Lulinn había sido construida doscientos años antes, aunque la familia Domberg llevaba trescientos asentada en aquel territorio. La primera casa una noche fue pasto de las llamas —decían que una antepasada loca le había prendido fuego por celos—, y la nueva había surgido en su lugar sin adorno alguno y sencilla, a causa de la angustia del momento: un gran edificio de piedra gris, con muchas ventanas; la hiedra crecía por sus paredes, a sus pies se extendía una floreciente rosaleda, y una avenida bordeada de fresnos, a izquierda y derecha de la cual se abrían amplias dehesas en las que pastaban caballos de raza Trakehner, el orgullo del viejo Domberg, llevaba hasta el portal. Ahora todo estaba oscuro, el viento pasaba por entre los fresnos, los caballos se movían como elfos por los prados, como sombras oscuras. Felicia se detuvo y miró esperanzada a su alrededor. A veces pasaba un coche y no era necesario recorrer a pie la larga avenida.

Pero en esta ocasión todo siguió en silencio. Iba a ponerse en camino, con un suspiro, cuando oyó un susurro en el matorral de alisos más cercano. Una figura oscura salió de él.

—No se asuste, señorita, no se asuste. Soy yo, Jadzia.

—¡Oh, Dios, Jadzia, qué susto me has dado! ¿Qué haces metida en esos matorrales?

Jadzia trabajaba de sirvienta en Lulinn, una vieja polaca de la que el abuelo Domberg decía siempre que con ella nunca se sabía: no tenía claro si se dejaría descuartizar por sus amos o si una noche los mataría a todos en sus camas. Recorría caminos propios, misteriosos, a veces desaparecía, luego reaparecía de repente. O era contrabandista o socialista… o ambas cosas, decían.

—Sé una cosa —dijo.

—¿El qué? —Siempre podía ser algo interesante.

Jadzia se acercó.

—Han matado a tiros al heredero del trono de Austria. Hoy, en Sarajevo. ¡Dicen que ha sido un serbio!

¡Vaya, no era más que eso!

—Ah —dijo Felicia, indiferente.

—Habrá guerra —prosiguió Jadzia—. ¡Gran guerra!

—Seguro que no, Jadzia. ¿Por qué iba a haber guerra?

Jadzia murmuró algo en polaco. Felicia siguió su camino. Sarajevo… ¿dónde estaba eso? Jamás había oído hablar de ese lugar. Por otra parte, no le interesaba. Pensaba en Maksim y en por qué lo prefería a otros. Era como si todos los chicos amables que conocía le resultaran mortalmente aburridos. Eran tan atentos y bien educados; los entendía… y los despreciaba. No tenían nada de enigmático, y por tanto no eran ningún desafío. Pero eso era precisamente lo que ella buscaba. Quería aventura, y en Maksim parecía encontrarse el cumplimiento de ese deseo.

Johannes, el hermano de Felicia, cumplía veinticinco años ese 28 de junio de 1914.

Además, ese día lo habían ascendido a teniente. Y empezaba un permiso.

Por la mañana temprano, había salido junto con su amigo Phillip Rath de la aburrida guarnición junto al Rin en la que estaba acuartelada su compañía para ir a Lulinn a pasar el verano en familia, como todos los años. Pararon en Berlín; por una parte, para descansar, por otra, para que Phillip, que vivía en Berlín, pudiera ver un momento a su familia. Por la noche se reunieron en casa de Johannes, en la vivienda de sus padres, vacía por el momento, en la Schlossstrasse. Phillip llevó consigo a su hermana Linda, una belleza como una muñeca de dieciocho años, que había ido al colegio con Felicia y estaba prometida con Johannes desde hacía seis meses. Además, los acompañaba un hombre al que Johannes no conocía: Alex Lombard, de Munich.

—Nuestros padres eran socios —explicó Phillip—, por eso nos conocemos un poco. Me he encontrado a Alex por casualidad y, como no tenía nada que hacer, me lo he traído.

Johannes y Alex se estrecharon la mano. Enseguida, Johannes pensó: «Un hombre interesante. Sin duda por lo menos diez años mayor que yo».

—Lombard —dijo frunciendo el ceño—, usted es…

—La fábrica textil de Munich, sí. —Alex sonrió—. En cualquier caso, pertenece a mi padre. Yo actúo de vez en cuando, como ahora, como viajante de comercio para él, cuando no me siento más cómodo en el papel del hijo descarriado.

Los cuatro jóvenes pasaron una tarde agradable. Johannes había comprado champán, el gramófono sonaba, y por la puerta abierta del balcón entraba el aire cálido de la noche. Alex hizo el papel de animador. Era capaz de contar historias graciosísimas, de parodiar de manera espléndida a personas que se había encontrado en su vida, de ridiculizarse a sí mismo, a otros y al mundo como tal de manera tan perversa que podía uno partirse de risa… si no fuera porque su ironía era un punto demasiado mordiente, su sarcasmo un poco demasiado venenoso. Sus oyentes oscilaban siempre entre la diversión y la consternación. «Alguien te ha herido mucho alguna vez —pensó Johannes—, y tengo la sensación de que bebes demasiado.»

El destino dio un giro a la velada hacia la medianoche, cuando los invitados acababan de decidir marcharse y Alex Lombard se quedó de pronto plantado en el pasillo, como si hubiera echado raíces.

—Oh —dijo—, no había visto esto antes.

Lo que atrajo su atención fue un cuadro, una pintura al óleo que mostraba a una muchacha. Estaba sentada en el brazo de un sofá, de manera descuidada y casual. Llevaba un vestido de color lila pálido, sostenía en las manos un sombrero de paja blanco y tenía una rosa blanca prendida en el escote del vestido. Sus cabellos castaños y rizados le caían hasta el talle. La chica no respondía en absoluto al ideal de belleza de su tiempo, que exigía mujeres amables y delicadas, pálidas y sutiles como frágil porcelana. Esta en cambio no parecía ni amable ni frágil. Tenía un rostro estrecho con una nariz recta y una boca bien formada, que sonreía con gran confianza. La alta frente blanca daba a su cara una distinción inesperada.

—¿Quién es? —preguntó fascinado Alex.

—Mi hermana Felicia —respondió Johannes—. Mi tío Leo la pintó, y creo que la representa muy bien.

—Felicia. —Alex pronunció el nombre como paladeándolo.

Se concentró en el cuadro, sin preocuparse de las miradas burlonas que se lanzaban Johannes y Phillip. Podía imaginarse la voz de Felicia, sus movimientos y cómo tenía que sonar su risa. En todo lo que hiciera tenían que vibrar una chispa de ironía y un gusto indomable por la provocación; ella misma le parecía una provocación. Así que era tanto hija de familia distinguida como femme fatale, y probablemente representara de manera muy convincente ambos papeles. Era la aristócrata de sombrero y guantes y joyas caras, pero también la campesina que se sienta descalza al borde de un camino polvoriento y se abanica con una gran hoja de arce.

Pero el verdadero enigma estaba en sus ojos.

Eran de un gris puro, claro, sin el menor rastro de azul o verde que lo atenuara. Ojos fríos, que guardaban una total contradicción con la sonrisa de la boca. Ojos singularmente ensimismados, rechazantes e imperiosos. Ojos misteriosos, que nada revelaban y daban la impresión de no permitir que su propietaria fuera nunca estudiada y reconocida por completo.

Aquella chica no se entregaba a nadie, pensó Alex. De pronto, tuvo la peculiar sensación de estar viendo un espejo, y ahuyentó apresurado sus pensamientos: «¡Qué tontería! Cháchara romántica. Una chica completamente normal, y seguro que el pintor no la quería demasiado y por eso le dio unos ojos tan fríos».

—Muy guapa —dijo, como de pasada—, tiene usted una hermana muy guapa, teniente.

—Vuelve locos a todos los hombres que se cruzan en su camino —respondió Johannes—, pero en vez de calmarse de una vez y casarse, su corazón late por un fanático socialista, que solo tiene desprecios para ella.

—Encaja —dijo Alex—. Las mujeres como ella no soportan ser adoradas.

Entretanto, habían salido de la casa y estaban en el rellano de la escalera, con sus anchos peldaños y barandales rojos. Linda y Johannes iban cogidos de la mano y no eran capaces de separarse, mientras Alex y Phillip se embebían en una conversación sobre el vino francés y el alemán. En la vivienda de la planta baja se abrió la puerta, y el viejo consejero judicial que allí vivía asomó la cabeza. Estaba muy solo, y andaba constantemente al acecho para sorprender a alguien de la familia Degnelly y enredarle en una conversación. A esa hora de la medianoche, sus ojos ardían entusiasmados.

—¿Se han enterado ya de lo que ha ocurrido? —preguntó.

Johannes, que tenía mala conciencia por haber puesto demasiado alta la música del gramófono, sonrió con más amabilidad que de costumbre.

—No. ¿Qué ha pasado? —Probablemente el gato de la vecina había tenido gatitos, o había ocurrido algo que estremeciera al mundo de forma similar.

—Han cometido un atentado contra la pareja heredera del trono austríaco. En Sarajevo. Los dos están muertos. El autor procedía sin duda de la clandestinidad serbia.

Johannes soltó la mano de Linda. Phillip y Alex enmudecieron.

—¿Qué? —preguntó al fin Johannes.

—Sí, sí. Todas las ediciones especiales lo anuncian. ¡El archiduque Francisco Fernando ha muerto!

—Pero eso es… —Por un momento todos se quedaron como petrificados.

Luego, Phillip murmuró:

—La próxima guerra será desencadenada por algún asunto totalmente ridículo en los Balcanes.

—¿Qué?

—Bismarck. Bismarck lo dijo en una ocasión.

Alex sonrió.

—Un asunto ridículo en los Balcanes. Sí, amigos, creo que es este. Buenas noches.

Se puso el sombrero y bajó silbando la escalera, mientras a su espalda empezaba una viva confusión de voces.

—Los serbios y los croatas llevan demasiado tiempo hirviendo. Austria no tolerará esta provocación.

—Entonces estamos en medio. Alemania tiene una alianza con Austria. Por otra parte, nadie sabe si el Gobierno serbio ha estado involucrado, y por un atentado…

—Mi padre dice siempre que si estalla una guerra será en la frontera francesa, porque en realidad los franceses aún no han renunciado a Alsacia-Lorena.

—En eso seguro que tiene razón, Linda.

—Qué pensáis de que los austríacos…

—¿Puedes imaginarte morir? —preguntó de repente Christian.

Su amigo Jorias, que había estado dormitando, despertó sobresaltado.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, he estado dando vueltas a eso. Si hay guerra y dura lo bastante, seguro que nos llaman a filas. El año que viene haremos nuestro examen para alférez, y nos tocará. De pronto… ¡qué idea tan absurda!

Jorias asintió con lentitud. La locomotora emitió un agudo silbido, las ruedas traquetearon con un ruido sordo sobre los raíles. Los dos jóvenes miraron por la ventanilla, pero ya estaba entrada la noche de verano y solo pudieron ver el reflejo de su compartimento, débilmente iluminado.

—Ya no queda mucho hasta Insterburg —dijo Christian, y en su voz resonó una excitada alegría.

Era el hermano menor de Felicia Degnelly, acababa de cumplir dieciséis y, como buen cadete, miraba el imperio con orgullo. Estaba recorriendo ese camino que convierte a los niños en soldados y los educa conforme a las mejores tradiciones prusianas, ejercitándose hasta caer rendidos, formados como pequeños catedráticos, pero, sobre todo, inoculados de un sagrado amor al emperador, a la patria… y a la muerte.

Christian y su amigo Jorias, que no tenía padres y había sido por eso incluido en la vida familiar de los Degnelly, habían salido hacía poco de la preparatoria de Köslin y estudiaban en la academia militar de Lichterfelde para su examen de alférez. Llevaban uniformes grises de cuello rígido y ajustado, guantes blancos como la nieve y, llenos de orgullo, las hombreras de la academia militar.

Parecían muy adultos, pero, carrera de oficial aparte, ¡tenían dieciséis años! Y era verano, empezaban las vacaciones. Lulinn esperaba. Normalmente, cuando se sentaban en aquel tren, las conversaciones solo giraban en torno a las próximas cinco semanas, pero esta vez ambos estaban bastante silenciosos. Aunque el tren los alejaba kilómetro a kilómetro de Berlín, aunque la libertad les hacía señas e iban a pasar ya el resto de aquella noche en su amado desván de Lulinn, en su memoria seguían flotando las palabras con las que su capitán se había dirigido a la compañía:

—El heredero del trono austríaco y su esposa han sido asesinados en Sarajevo, probablemente por un terrorista serbio. No cabe descartar que durante sus vacaciones Su Majestad el Emperador proclame el inminente riesgo de guerra. En ese caso, se incorporarán de inmediato al cuerpo de cadetes, sin esperar una orden específica.

«Inminente riesgo de guerra, inminente riesgo de guerra…», las ruedas parecían canturrear aquellas palabras una y otra vez.

«La verdad es que no tengo miedo —pensó Christian—, no, solo que todo es tan irreal. No me puedo imaginar la guerra.»

—¿Ha subido alguien en Königsberg? —De pronto el revisor había aparecido buscando a su alrededor. Miró benevolente a los dos muchachos—. ¡Ah… esta es la juventud de la que Alemania puede estar orgullosa! ¡Los guardianes y custodios de la tradición de Brandemburgo y Prusia! ¿Están ustedes listos para morir por el emperador y la patria en el campo del honor?

«Habla como si ya estuviéramos en guerra», pensó incómodo Jorias. Pero no en vano les habían preparado durante años para una pregunta como esa.

—¡Sí! —dijeron los dos cadetes como un solo hombre, luego se miraron, y fue como si se gritaran el uno al otro: «Pero no ahora. No ahora. El verano no ha hecho más que empezar…».

Capítulo 2

2

El viejo Ferdinand Domberg solía decir que en la vida a un hombre podían pasarle cosas malas, pero que sin duda la peor era ser padre de hijas.

Los hijos podían poner a un hombre al rojo vivo (él tenía dos de esos ejemplares; a Victor, el mayor, apenas se le podía perder de vista dado su engreimiento, y Leo, el menor, desperdiciaba su vida dedicándose a ser un pintor sin recursos), pero de vez en cuando se les podía gritar y decirles maldades y aliviarse el corazón deseándoles todos los castigos del cielo.

Las hijas, en cambio… Era mucho más difícil abroncarlas, no se sabía nunca lo que pensaban, y de todos modos siempre actuaban de manera distinta a lo que decían. Incluso cuando atendían sus reproches con gesto compungido, él sabía que en realidad ni siquiera le estaban escuchando. En lo que a sus dos hijas se refería, hacía años que le habían ofendido gravemente casándose con dos hombres con los que él no había estado de acuerdo. Elsa, que al fin y al cabo era la madre de su nieta favorita, Felicia, ni siquiera le había presentado a su elegido, un médico berlinés, sino que lo conoció después de la boda, en cierto modo como un hecho inalterable. Y Belle, la menor, que no tenía respeto a nada ni a nadie, se había casado con un alemán del Báltico. Peor aún, con un alto oficial del ejército ruso. Durante aquellos años, Ferdinand no mostró disposición alguna a perdonar esa falta de gusto, y todos los años, en una de las comidas comunes, se producía el penoso momento en el que, delante de todo el mundo, lanzaba una mirada penetrante a su hija y decía en voz alta:

—Sucede que siendo mujer hay que aceptar lo que se pueda conseguir, ¿no?

Era una ardiente tarde de julio, y el viejo caballero tenía un aspecto muy malhumorado. Estaba sentado en el comedor de Lulinn, bajo trofeos de caza y cuadros de sus antepasados, se tomó sus gotas para el corazón y contempló iracundo la mesa puesta para la cena. Diez minutos más del tiempo fijado; al parecer, los muchos y caprichosos miembros de su familia no consideraban necesario llegar puntuales. Tan solo estaban su esposa Laetitia, sentada en un sillón junto a la ventana, y su hija Elsa, apoyada en la pared junto a ella. Ambas miraban la esplendorosa tarde de verano, y estaba claro que Elsa volvía a ser víctima de su melancolía. Era una mujer pálida, delicada, de la que nadie podía explicarse cómo ella, una persona tan sensible, había podido salir de una familia tan arisca. En aquellos días sufría por su hijo Johannes. A causa de lo sucedido en Sarajevo no había venido a Lulinn, sino que «se mantenía listo en Berlín», como escribía. «¿Listo para qué?», se preguntaba preocupada Elsa.

El viejo Domberg gruñó, iracundo:

—Antes era costumbre que a los que llegaban demasiado tarde no se les sirviera nada, pero hoy en día se espera hasta que el último se digne venir. ¡Esto es una vergüenza! —Dio tal puñetazo en la mesa que los cubiertos tintinearon.

Laetitia se volvió hacia él. En su juventud había sido una de las chicas más hermosas de las provincias orientales, y todavía en su ancianidad se reconocía la grandiosa belleza que fue antaño. Tenía los ojos estrechos y de un gris helado propios de la mayoría de las mujeres de su familia, la nariz recta y los labios finos. Hablaba con voz profunda y ronca, y pasaba por ser la soberana absoluta en Lulinn.

—No te excites, Ferdinand —dijo—, tienes el corazón delicado, no lo olvides. Por otra parte, Victor y Gertrud acaban de llegar a casa. Enseguida estarán aquí.

El rostro de Ferdinand se ensombreció aún más, como siempre que oía el nombre de su nuera. Había hecho planes ambiciosos para Victor, su primogénito. Debía casarse con la mujer más distinguida de la mejor familia; en vez de eso, un día había venido con Gertrud, una muchacha regordeta e insignificante que apenas abría la boca. La familia entera se preguntaba qué encontraba un hombre apuesto como Victor en aquella mujer amargada de origen pequeñoburgués.

Hasta ese día, Ferdinand seguía sin conformarse con ella.

—Desde nuestros tiempos, Laetitia, la familia solo ha ido cuesta abajo —dijo rabioso.

Laetitia compartía plenamente su opinión acerca de Gertrud, pero por cierta lealtad rehuía decirlo de manera tan clara. Gertrud formaba parte de la familia, y una familia, Laetitia estaba convencida de eso, solo podía ser fuerte si estaba unida.

Así que no respondió nada, sino que volvió el rostro hacia la ventana.

—Ahí viene Belle —dijo vivamente—. ¡Con Nicola! ¡Mira qué bonita está la pequeña!

Belle, que había sido bautizada con el nombre de Johanna Isabelle y a la que la familia había llamado «Belle» toda su vida, era una mujer alta y corpulenta, casi un poco demasiado rolliza, pero tan hermosa que cada gramo de ella parecía exquisito. Llevaba un vestido de muselina clara, su cabello castaño dorado brillaba a la luz del sol crepuscular. Traía de la mano a su hija Nicola, de seis años.

Belle vivía en San Petersburgo desde su dramática boda con el coronel Julius von Bergstrom. Llevaba una ajetreada vida social, entraba y salía de la corte de los zares, y Ferdinand enrojecía de ira al pensar que su nieta Nicola tenía que crecer entre rusos, eslavos, de los que siempre decía que volverían a traer la desgracia a Alemania.

—Me gustaría saber qué hará Belle si hay guerra —gruñó—, ¡tiene que sentirse como una traidora con ese ruso con el que se ha casado!

—No es ruso —lo contradijo Laetitia—, es alemán.

—Alemán del Báltico.[1] Los bálticos combatirán del lado de Rusia.

—Pero si no hay ninguna guerra.

—Ah, no hay, ¿eh? ¿Y cómo crees que va a reaccionar Austria al crimen de Sarajevo?

—Sea como fuere, Rusia no se va a inmiscuir. No van a ponerse de parte de los regicidas.

—Si uno de ellos le da un motivo para invadir la Prusia Oriental, sí —repuso Ferdinand, que albergaba la secreta convicción de que todo combate se libraba por esa espléndida y verde tierra comprendida entre el Báltico y Memel. ¿Qué podía haber en el mundo más hermoso que esas suaves colinas, esas fértiles praderas, esos profundos bosques y anchos lagos bajo un cielo más azul que ninguno de Europa? ¿Por qué luchar si no por los interminables campos de maíz que se mecían ligeramente al viento, por los robles centenarios que diez hombres juntos no eran capaces de abrazar? Cada primavera, al oír el grito de los gansos salvajes que retornaban, Ferdinand Domberg comprendía, con una humildad por lo demás completamente ajena a su carácter, que era una gracia del cielo poder vivir allí.

Pero ahora era verano, los prados parecían espumosas olas de flores, y Ferdinand no pensaba en la gracia sino en el derecho. Que vinieran las hordas eslavas, que se atrevieran a poner un solo pie en el suelo de Lulinn. Por segunda vez en aquella noche, dio un puñetazo en la mesa.

—¿Dónde demonios está Felicia? —preguntó.

Elsa, que hasta entonces no había apartado la mirada de la susurrante hojarasca de un manzano, le miró:

—Iba a salir a montar con unos chicos de la vecindad —explicó—. Seguro que pronto estará de vuelta.

—¿Qué chicos?

—De las fincas vecinas. Los conoce de bailes y cacerías. Todos de buena familia.

—¿Maksim Marakov no estará entre ellos? —La mirada de Ferdinand se puso al acecho.

Elsa negó con la cabeza, con total inocencia:

—Está en Berlín, hasta donde yo sé…

—Bueno… Las cosas entre Marakov y Felicia no son del todo inofensivas. Gertrud los oyó en una ocasión, y parece que la conversación era bien íntima.

—Gertrud es un monstruo —respondió escuetamente Elsa.

Todos callaron durante unos minutos de unanimidad. Luego Ferdinand siguió hurgando en la herida:

—No diría nada, me da igual con quién se divierta. Pero hay rumores acerca de Marakov. ¡Dicen que es socialista!

—¡Y qué si lo es! —A Elsa no le apetecía hablar de Maksim—. No hay nada entre ellos.

Laetitia sonrió. Elsa conocía mal a su hija. Ella tenía una relación especial con Felicia; era su nieta favorita, porque se reconocía en ella. De joven había sido igual de independiente, de calculadoramente amable, de ferozmente enamorada de la vida. Felicia no podía engañarla. Sabía que la cosa con Maksim Marakov no había salido adelante. Desde hacía algún tiempo había un rasgo nuevo en el rostro de su nieta, una sabiduría en los ojos que no tenía nada que ver con el conocimiento escolar de alguien que acababa de hacer la reválida.

Ferdinand, al que el calor del día le había afectado y al que, sobre todo por eso, la impuntualidad de sus hijos le ponía furioso, porque le demostraba que habían quedado atrás sus mejores tiempos como temido dictador de Lulinn, seguía buscando pelea. Hasta ese momento solo había refunfuñado, pero pasó al ataque:

—Quizá deberías prestar un poco más de atención a con quién pasa el tiempo tu hija, Elsa —dijo mordaz—, ¿o quieres que le pase lo mismo que a ti?

Ella se revolvió, pálida. Durante unos segundos se le formaron pequeñas perlas de sudor en la nariz.

—¡Cómo te atreves a decir eso, padre! —dijo con rotundidad.

Por tercera vez en la noche, el puño de Ferdinand cayó con un crujido sobre la mesa.

—¿De verdad crees que vas a decirme de qué puedo hablar y de qué no? —gritó.

Laetitia se levantó. Su boca no era más que una fina raya.

—Estábamos de acuerdo en no volver a mencionar jamás ese asunto —dijo con dureza.

Ferdinand, al que ella aún era capaz de intimidar tan fácilmente como al principio de su matrimonio, gruñó algo incomprensible. Laetitia volvió su temida mirada de acero a Elsa, pero en ella siempre había tenido un adversario obstinado. Elsa palideció un poco más, pero no rehuyó su mirada.

—Estar de acuerdo —dijo— siempre significa, según tú lo entiendes, que tú decides algo y los demás se someten.

Laetitia no cedió:

—¡Ah, así es como lo ves! Y yo que casi había llegado a pensar que iba en interés tuyo que pasáramos lo más en silencio posible por aquel… contratiempo de entonces.

—¿Contratiempo? ¿Llamas contratiempo a…? Oh, Dios… —Elsa tuvo que sentarse. No quería llorar, pero de pronto no podía contener más las lágrimas. Se sentó encorvada junto a la ventana y se estremeció entre sollozos, mientras su madre trataba en vano de deslizar un pañuelo entre sus dedos temblorosos.

Su rostro severo y regular estaba petrificado, como siempre que se acordaba del día, hacía casi treinta años, en que Elsa, que entonces tenía dieciséis años, había recibido un telegrama de su gran amor de juventud, el encantador Manuel Stein, en el que le comunicaba que se había comprometido con una muchacha de Kiel, que era muy feliz e iba a casarse lo antes posible. Elsa, que desde el día en que él se había ido a la marina albergaba el sordo presentimiento de una despedida definitiva, se desplomó. Laetitia intentó consolarla asegurándole repetidas veces que Manuel era un tarambana y no había podido hacerle mayor favor que abandonarla. Ferdinand estaba furioso, porque sentía el oprobio de Elsa como una derrota personal, y la familia entera estaba contenta de que Manuel estuviera muy lejos, porque de lo contrario innegablemente Ferdinand se hubiera batido con él y habría terminado delante de un tribunal.

—Aún vas a conocer a muchos hombres, Elsa —había dicho Laetitia—. ¡Oh, hay tantos! No hace falta que se lo cuentes a tu padre pero, antes de conocerle, yo estaba ilusionada con un chico que era encantador, con el que me hubiera gustado casarme. Nuestros padres estaban en contra, y la cosa se vino abajo. Y ya ves —había sonreído, a su indestructible manera—, ¡no consiguió romperme el corazón!

Elsa había mirado a su madre con desesperación.

—Pero es que voy a tener un hijo suyo, madre —había dicho en voz baja.

Aquello había caído como una bomba. Incluso Laetitia necesitó unos días para recuperarse de la noticia. Ferdinand tuvo un ataque de ira, destrozó un jarrón de porcelana del siglo XVI y despidió de un día para otro a tres viejos y fieles criados que llevaban trabajando en Lulinn desde los tiempos de su padre.

—¡Así que eso es lo que hacías cuando se suponía que salías a montar a caballo con el joven Stein! —gritó—. ¿Hasta dónde ibais? ¿Hasta el granero más próximo? ¡Oh, Dios, encima de mi propio heno!

Laetitia se daba cuenta de que todo aquel griterío no servía de nada. No condenaba la conducta de Elsa; ambos eran jóvenes, esas cosas pasaban, y ella misma no había ejercido en absoluto la contención hasta llegar al enorme lecho matrimonial, tallado a mano y cubierto con un dosel, de los Domberg. Esas cosas pasaban hasta en las mejores familias, pero naturalmente había que disimularlas con extremo cuidado.

—El niño no puede venir al mundo —dijo con determinación—, te das cuenta de eso, ¿verdad, cariño?

—No. No, no me doy cuenta en absoluto. Es el hijo de Manuel, y no va a pasarle nada.

Laetitia se retorció las manos, Ferdinand maldijo, pero no sirvió de nada. Un día, Laetitia hizo su maleta y la de Elsa, agarró de la mano a su hija y declaró:

—¡Nos vamos a Viena!

—¿A Viena? ¿Por qué?

Durante todo el camino, Laetitia se envolvió en un misterioso silencio. Lo único que respondió al fin ante las insistentes preguntas de Elsa fue:

—Es mejor que tengas al niño lejos de casa. De ese modo escaparemos a las miradas y a las preguntas de nuestros vecinos.

—Pero voy a volver con el niño. ¿Qué diremos entonces?

—Ya veremos —eludió la respuesta Laetitia.

En Viena se alojaron en casa de una amiga de Laetitia, que se suponía que era discreta y de absoluta confianza. Durante toda su vida, Elsa iba a recordar como una pesadilla las semanas pasadas en aquella casa oscura, demasiado opulenta y amueblada de forma agobiante. Era mayo, los cerezos florecían, el sol brillaba, pero Elsa apenas podía poner un pie en la calle porque la amiga de Laetitia era sin duda discreta, pero también extremadamente puritana, y no quería que la vecindad tuviera noticias de la secreta visita. Elsa caminaba de un lado a otro por su habitación como un gato enjaulado, pensaba en Manuel y albergaba la esperanza de morir.

Trajo al mundo a su hijo, un varón, casi cuatro semanas antes de la fecha prevista, en un hospital que llevaba el prosaico nombre de Instituto Regional de Alumbramientos y que daba a jóvenes damas nobles y solteras la oportunidad de dar a luz «bajo máscara», lo que significaba parir a su hijo sin tener que decirle al médico ni a las enfermeras su nombre, ni su edad ni ninguna otra cosa referente a su origen. A Elsa le impresionó que, al darle el alta, le hicieran firmar un papel en el que figuraba únicamente como «número 33 del año 1885». Volvió sin su hijo a casa de la amiga de Laetitia porque el médico le había dicho que el niño estaba débil y tenía que quedarse unas cuantas semanas a su cuidado. Laetitia dijo que no podían seguir abusando de la generosa hospitalidad de su amiga y que tenían que regresar a Insterburg.

—Pero no puedo irme sin mi hijo —replicó Elsa.

Laetitia reflexionó.

—El pequeño aún tiene que quedarse aquí. Ya sé lo que vamos a hacer, cariño. Nos iremos a casa las dos, e invitaremos a nuestra querida anfitriona a venir a vernos dentro de cinco o seis semanas. De ese modo podremos recompensarla por su bondad, y ella traerá a tu hijo. Hasta entonces podrá recuperarse.

Elsa, debilitada por la preocupación por Manuel y por la larga prisión, aceptó. Regresó con su madre a la Prusia Oriental, rompió a llorar al divisar Lulinn a causa de los numerosos recuerdos de un verano ya pasado, se retiró a la soledad de su pequeño y amable dormitorio y esperó a su hijo. Las semanas pasaron, y ella no volvió a saber nada ni de la amiga ni del niño.

Por fin, Laetitia ya no pudo seguir dando largas a Elsa. Acorralada por su hija, admitió que el verdadero sentido del Instituto Regional de Alumbramientos para madres solteras no solo era que las damas pudieran dar a luz allí en secreto y sin ser conocidas, sino que enseguida se les quitaba por completo la carga del indeseado recién nacido, porque la ciudad de Viena se hacía responsable de los bebés por una abundante suma de dinero que la familia de la madre tenía que pagar.

Elsa no lo comprendió al instante.

—¿Cómo? —preguntó incrédula.

Laetitia asintió, apaciguadora.

—La ciudad se encargará del niño. No tienes que preocuparte de nada.

—¿La ciudad? ¿Qué significa «la ciudad»?

—Allí hay centros de atención que…

—¿Centros de atención? ¿Te refieres a orfanatos? Madre, cómo has podido…

—Tu hijo estará bien, Elsa, puedes estar tranquila. Tu padre ha pagado mucho dinero para que…

Elsa miró perpleja a su madre.

—¡Has vendido a mi hijo… a una ciudad! Has…

Laetitia percibió el tono agudo en la voz de Elsa. Iba a empezar a gritar. Se levantó y cerró la ventana.

—Vendido no, Elsa. Se ocuparán de él y hemos pagado mucho dinero para que crezca en circunstancias seguras. Muchas jóvenes en tu situación lo hacen.

Los ojos de Elsa echaban chispas.

—No puede ser verdad —susurró—, no lo harás. ¡No puedes hacer una cosa así!

—Lo he hecho por ti. Para que seas libre. Dios del cielo, Elsa, yo no he inventado a los moralistas, pero existen, y tenemos que vérnoslas con ellos. Eres demasiado joven como para tener que pagar durante toda tu vida por un paso en falso. Ahora todo vuelve a estar a tu alcance. Puedes casarte, y tendrás más hijos.

Elsa, que había escuchado con los ojos vidriosos, sin entender, abrió la boca para gritar. Laetitia se le adelantó:

—El asunto ha pasado —dijo cortante—, olvida a Manuel y olvida al niño. ¡Llegará un día en que me lo agradecerás!

Elsa no tenía intención de agradecer nada. Se negó a salir de su cuarto, dejó de comer y, finalmente, no se levantó de la cama. Ferdinand mandó traer de Königsberg las mayores exquisiteces, pero incluso eso lo despreció.

Sus hermanos, a los que nadie había dicho la verdad pero que intuían de qué se trataba, hicieron todo lo que estuvo en su mano para animarla, pero Elsa seguía indiferente.

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó desesperada Laetitia.

Elsa abrió los ojos, desproporcionadamente grandes en el rostro enflaquecido, y hundidos en profundas cuencas.

—Quiero a mi hijo —dijo.

Laetitia comprendió que su hija estaba decidida a morir si no se hacía realidad su deseo. Agarró la maleta por segunda vez y viajó a Viena para hacer averiguaciones acerca de su nieto. Lo que descubrió fue demoledor: el hijo de Elsa había muerto en un orfanato durante una epidemia de tos ferina.

Elsa no lloró al enterarse. Se levantó trabajosamente, tomó unos sorbos de leche y comió un poco de pan. Durante cuatro días no dijo una palabra, pero comió y comió hasta recuperar algo de sus antiguas fuerzas. Luego se fue de Lulinn, con dos bolsos de viaje y la firme intención de no volver jamás. Durante dos años, la familia no supo nada de ella. Un día apareció delante de la puerta con su marido, el joven médico berlinés Rudolf Degnelly, y su hijo pequeño Johannes en brazos. Había envejecido mucho, su rostro tenía la expresión melancólica que ya nunca iba a dejar de tener, pero por lo menos no parecía tan ansiosa de morir como antes.

—¿Tu marido sabe lo que ha ocurrido? —preguntó Laetitia.

Elsa asintió.

—Lo sabe todo. Pero nadie más debe saberlo nunca. Tampoco mis hijos.

Desde entonces, Elsa iba todos los años a la Prusia Oriental durante los meses de verano, en los que también sus hermanos se reunían allí. No parecía disfrutar de aquellas estancias, pero se aferraba a ellas.

—Sus raíces están aquí —decía Ferdinand—, no puede olvidarlo.

Con eso había dado en el clavo. Laetitia, que observaba cómo Elsa se entregaba a su melancolía con una terca ansiedad, comprendió que también los malos recuerdos pueden atar a una persona a un determinado lugar.

Hoy, esta tarde, era la primera vez que Elsa lloraba desde entonces. Pero sus convulsivos sollozos duraron apenas unos minutos. Luego se irguió, cogió el pañuelo que le ofrecía Laetitia y se secó enérgicamente los ojos.

—Disculpa —dijo—, no volverá a ocurrir.

Ferdinand la miró aliviado. No sabía qué hacer cuando las mujeres lloraban. Para él estaba claro que había cometido un error, pero en toda su vida no se había disculpado por nada, y tampoco lo hizo entonces. Un silencio incómodo se cernió sobre la estancia, pero de pronto se abrió la puerta, y de un momento a otro las paredes retumbaron con el eco de una docena de voces en viva confusión. Victor entró pavoneándose, seguido de su agria hija de quince años Modeste y de la introvertida Gertrud, que se había envuelto inadecuadamente en encaje blanco y parecía una novia envejecida. Belle canturreaba una equívoca canción de amor que provocó un ligero fruncir de ceño por todas partes, y su hija Nicola sostenía en las manos un gran ramo esplendoroso de flores silvestres de colores que lanzó a los brazos de Laetitia, con un movimiento encantador, antes de trepar al regazo de su abuelo y darle un beso en la nariz. Leo, con un traje cortado a medida y camisa de seda color marfil («ambos seguramente sin pagar», pensó Elsa), agitaba un sobre.

—¡Un telegrama de Berlín! —exclamó—. ¡Para la dulce Elsa!

—¿De Rudolf?

Leo negó con la cabeza.

—No. De otro hombre. Elsa, ¿cuántos pollos tienes al fuego?

Laetitia y Belle rieron, Gertrud enrojeció.

—Es carente de gusto y desvergonzado —siseó a Victor.

Elsa cogió el telegrama.

—De Johannes. ¿Qué puede querer?

Jadzia entró con una gran jarra de leche batida helada en cada mano. Encendió las velas de la mesa, trajo pan recién hecho y una fuente de queso fresco. Todos se sentaron. Un ambiente pacífico se extendió mientras, fuera, el sol se hundía detrás de las colinas. El único que de vez en cuando tenía que quejarse era Ferdinand:

—Faltan Christian y Jorias. Y Felicia. No se les va a servir nada si son tan impuntuales.

Nadie le tomó en serio. Por lo menos Felicia, todos lo sabían, podía presentarse en mitad de la noche y Ferdinand siempre la recibiría con los brazos abiertos. Se parecía tanto a Laetitia en su juventud que Ferdinand volvía a tener los mismos fogosos sentimientos de medio siglo antes.

—¿Qué escribe Johannes? —preguntó Laetitia.

Elsa dejó pensativa el telegrama junto a su plato.

—Quiere casarse con Linda este mismo mes.

—¿Linda? —preguntó Ferdinand frunciendo el ceño—. ¿Quién es? ¿De qué familia? ¿De dónde procede?

—Tú la conoces, padre. Ha estado aquí una o dos veces durante las vacaciones. Es la hermana de Phillip Rath, el mejor amigo de Johannes. Una chica realmente encantadora, solo que… —Todos dejaron de comer y miraron a Elsa.

—¿Qué? —preguntó Belle.

Elsa sonrió desvalida.

—Todo va tan deprisa. No entiendo por qué tiene que precipitarse…

—Oh, eso lo entiendo muy bien —rezongó Ferdinand—, es un hombre joven y muy enamorado, y quiere tener a esa muchacha antes de que termine su permiso y tenga que volver a ese cuartel en el fin del mundo.

—Así es —dijo agradecida Laetitia.

Ferdinand había reparado su falta de tacto con Elsa encontrando una explicación inofensiva para algo que de pronto los envolvía a todos en un sordo agobio. Todo el mundo entendía por qué Johannes quería casarse tan precipitadamente, a muchos jóvenes les pasaba lo mismo. Los soldados no temían el fin de un permiso, temían el comienzo de una guerra.

Al principio de la avenida de robles de Lulinn, Felicia frenó su caballo y se volvió hacia los dos jóvenes que, también a caballo, la habían seguido. El sol estaba a punto de ponerse y las sombras del crepúsculo se extendían sobre los prados. Felicia, que llevaba un traje de montar de paño azul, echó atrás la cabeza. Sus cabellos se habían soltado con la rápida cabalgada, y le caían enmarañados y rizados sobre los hombros. Respiró agitadamente y acarició el húmedo cuello de su caballo.

—Sabe Dios que tampoco hoy lo he conseguido —dijo—; hace mucho que todos se habrán sentado a cenar, y el abuelo echará sapos y culebras porque no soy capaz de ser puntual ni una sola vez. ¡Creo que lo mejor es pediros a ambos que vengáis conmigo para protegerme!

Los dos hombres se echaron a reír. Todo el mundo en la comarca sabía que Felicia hacía lo que quería con el viejo Domberg.

—Esperaremos aquí, y si te oímos gritar pidiendo ayuda entraremos por la ventana —dijo uno de los dos acompañantes.

Eran hermanos, Benjamin y Albrecht Lavergne, de la vecina finca de Skollna. Albrecht acababa de terminar el servicio militar, Benjamin era estudiante en Heidelberg. Pasaban en casa los meses de verano y, desde que Maksim se había ido, estaban casi todos los días con Felicia. De niños habían jugado juntos; luego fueron a las partidas de caza en el Rominter Heide, cuando el emperador y la nobleza se reunían allí en otoño. Hoy habían hecho una excursión al lago y se sentían tan hambrientos como cansados y felices.

Una vez que los jóvenes se despidieron, después de citarse para el día siguiente, Felicia siguió sola su camino. Como siempre que recorría la avenida, se sintió presa de una sensación de felicidad en la que la inquietud y la irritación desaparecían. Le ocurría desde niña. Fueran cuales fuesen sus preocupaciones, desaparecían cuando cabalgaba por entre los robles.

Volvió a frenar el caballo cuando vio surgir dos figuras a su lado, en la oscura pradera. Eran su hermano menor, Christian, y su amigo Jorias, ambos con la camisa blanca manchada de hierba y los pantalones arremangados, de los que sobresalían unos pies desnudos y sucios. Sus cabellos, sobre el rostro tostado por el sol, apuntaban hirsutos en todas direcciones; los brazos descubiertos tenían arañazos de zarzas y cardos.

—¡Hola, Felicia! —exclamó Christian—. Que pases por aquí es indicio seguro de que llegamos demasiado tarde.

—Cierto. ¿Y de dónde venís? Tenéis un aspecto bastante extravagante.

Ambos bajaron la vista para mirarse.

—Oh, hemos estado en todas partes —explicó Jorias—, al final, en un estanque que hemos descubierto este año.

Agitó la red de pesca que llevaba al hombro. Felicia echó un vistazo al cubo vacío que Christian acababa de dejar en el suelo.

—Bueno, veo que habéis sido coronados por un grandioso éxito —dijo, mordaz.

Sabía que tanto Christian como Jorias devolvían al agua los peces que pescaban porque no eran capaces de matarlos. Naturalmente, no les gustaba hablar de eso. Murmuraron algo confuso y juguetearon con los dedos en la hierba, humedecida por el rocío de la tarde.

Felicia los contempló con ternura a ambos. Parecían tan jóvenes sin sus uniformes de cadete. Casi como los dos niños que antes andaban alborotando en Lulinn. «Simplemente ya no juegan a los indios —pensó con cariño Felicia—, no puedo imaginar que algún día serán hombres adultos, que se casarán y tendrán hijos. ¡Para mí siempre seguirán siendo como son!»

Lentamente llegaron hasta la casa. Felicia puso el caballo al paso, para que los chicos pudieran caminar a su lado. Por las ventanas del comedor salía luz de las velas hacia la oscuridad. Un criado acudió corriendo para llevar el caballo de Felicia al establo. Felicia se alisó el traje de montar.

—Tendremos que cambiarnos —dijo—, ¡tía Gertrud se pondrá a gritar si nos ve así!

—Unos cuantos minutos ya no importan —dijo Jorias—; de todos modos nos van a echar la bronca. —Entraron en la casa todos juntos.

Jadzia les salió al encuentro, como una sombra pequeña y misteriosa. Sostenía un ramo de rosas rojas.

—Bonitas flores —susurró—, ¡ha traído un mensajero para la señorita Felicia!

—¿Cómo, para mí?

—De Insterburg. ¡De caballero desconocido! —Estaba claro que Jadzia ya había estudiado a fondo la tarjeta que las acompañaba.

Felicia la cogió, excitada.

—Oh… ¡seguro que son de Maksim! —se le escapó.

Christian se echó a reír.

—Pero si está en Berlín.

—Mensajero ha contado noticia —prosiguió Jadzia. Miró cautelosa a su alrededor—. Austria ha dado ultimátum a Serbia. Quiere a Serbia bajo control. ¡Oh… vamos a tener guerra! Si Alemania ir de parte de Austria, Rusia ir de parte de Serbia. ¡Gran guerra!

—No digas tonterías, Jadzia —dijo irritada Felicia.

Acababa de descubrir que las flores no eran de Maksim, sino de un hombre al que no conocía. Alex Lombard. «Hace poco, en Berlín, fui huésped de su hermano, el teniente Degnelly, y vi su retrato. Como he estado en Insterburg por negocios, quería presentarme de este modo», decía su nota.

—Qué curioso —murmuró Felicia—, ¡ni siquiera me conoce!

Jorias y Christian empezaron una acalorada discusión sobre el ultimátum austríaco.

—Serbia no se pondrá voluntariamente bajo control austríaco —gritó Jorias—. ¡Nunca!

—Pero tampoco se arriesgarán a una guerra.

—Si es verdad que podrían contar con ayuda rusa…

Felicia no escuchaba. Subió lentamente las escaleras. Sus dedos jugueteaban con las rosas, cuyos pétalos de un rojo intenso parecían casi negros a la luz del crepúsculo. Rojas rosas… ¿Qué había visto aquel hombre desconocido en su retrato como para mandarle rosas rojas?

«Está bien saber que hay otros hombres además de Maksim Marakov», pensó, y su imaginación empezó a ocuparse intensamente del misterioso Alex Lombard. ¿Llegaría a conocerlo alguna vez?

En Unter den Linden tenía lugar una manifestación en la universidad. Involuntariamente, Maksim refrenó el paso. Eran diez mujeres que llevaban pancartas y repartían octavillas, estudiantes, de rostros despiertos e inteligentes. Se habían reunido al menos cincuenta transeúntes que observaban el acontecimiento. A cierta distancia había dos policías, que parecían indecisos acerca de si debían intervenir. Cuando Maksim se abrió paso por entre la multitud, pudo escuchar por doquier comentarios murmurados en voz baja o a cara descubierta:

—¡Sufragistas! ¡Habría que encerrarlas!

—¡Lo que necesitan son hombres que les enseñen lo que son las mujeres!

—Tendrían que casarse y tener hijos. ¡Eso les quitaría los picores!

—¡Ningún hombre va a aceptar una cosa así!

Ahora Maksim estaba en primera fila. Una mu

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