La trastienda Batibaleno (La trastienda Batibaleno 1)

Pierdomenico Baccalario

Fragmento

Capítulo

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F I N L E Y P A R C H E

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Me llamo Finley McPhee, Finley con «f», como suena. Y llevaba una vida tranquila. No era el primero de la clase, ni siquiera un gran jugador de rugby como mi hermano. No discutía demasiado con mis padres ni tampoco con mis amigos. Aunque no es que tuviera muchos, todo hay que decirlo. Prefería ir a la mía siempre que podía, manteniéndome alejado de líos y problemas. Por si os interesa saberlo, os diré que me importaba bastante poco lo que pasara fuera de nuestro pueblo. Sabía perfectamente, por descontado, que siguiendo la carretera nacional llegabas a Inverness o a Edimburgo, dos auténticas ciudades llenas de gente y de oportunidades, como decían los profesores. El problema es que no nos explicaban qué era una oportunidad y qué no lo era.

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BATIBALENO

Crecí en Applecross, un pueblo que se encuentra muy al norte de Escocia. Era un buen sitio para crecer. Todo lo que podías necesitar estaba allí, y no había ninguna de esas cosas que podrían distraerte. En cuatro palabras, había dos calles, una plaza con una minúscula fuente que no había funcionado nunca, el pub del señor Fionnbhurd, una cooperativa que gestionaba un pequeño supermercado y cosas de ese tipo. Hacia el sur estaban las granjas, donde casi todos criaban ovejas, como mi padre. Hacia el norte, en cambio, estaba el molino, donde antes se molía el grano y que ya no utilizaba prácticamente nadie, excepto la vieja Cumai. En la colina más alta, en el brezal, se divisaban las ruinas de una casa abandonada, de la que precisamente Cumai contaba que el día 13 de cada mes se poblaba de fantasmas. En el lado opuesto estaba el mar. Un mar frío como el hierro y permanentemente turbio. Los días de viento, el cielo estaba límpido y las nubes corrían veloces como la lana sobre un telar, pero, cuando el viento no soplaba y la marea se retiraba, en la playa salpicada de conchas y otros minúsculos tesoros se arremolinaban nubes de mosquitos. Lo creáis o no, a mí aquellos mosquitos no me habían picado nunca, y en parte por eso Parche y yo íbamos a inspeccionar la arena en busca de tesoros, extraños objetos o, quién sabe, el proverbial mensaje metido en una botella. Pero probablemente, pensaba,

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U N O esas cosas solo sucedían en los libros y yo no encontraría nunca ese mensaje, aunque una vez Parche había encontrado una botella. Parche era mi perro. Me llegaba a la altura de las rodillas, tenía las orejas largas y el pelaje hirsuto. Aquella botella la había puesto en mi habitación, entre los extraños objetos de mi colección. Solo había cosas viejas, piezas de hierro, troncos y piedras de formas raras. Le ponía una pequeña etiqueta a cada una con un nombre, como «Hojas secas de Doucumber» o «Hueso leñoso de esteganosaurio», aunque no estaba seguro de que hubiera existido nunca un esteganosaurio o un lugar llamado Doucumber. Lo de poner etiquetas era por Doug, mi hermano, que las miraba demasiado atemorizado para hacerme preguntas. Mi hermano jugaba al rugby, gustaba a las chicas y era un ignorante. En aquella época tenía dieciséis años y no había terminado los estudios. Era en lo único que coincidíamos. Porque tampoco a mí es que me apeteciera mucho terminar los estudios.

Víbora.

Así es como me llamaba mi hermano.

Quizá porque cuando era más pequeño me divertía quedándome tendido sobre la hierba para engañarlo, o quizá porque me gustaba estar al sol tumbado sobre las piedras.

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No me parecía un apodo bonito, pero no podía hacer nada para cambiarlo. Los apodos, una vez que nacen, se te quedan pegados hagas lo que hagas. Y además, era verdad: me gustaban las piedras, en particular las de la curva de la Bealanch Ba, que, aunque parece impronunciable, es el nombre gaélico de la «carretera de los bueyes». La carretera de la costa, para entendernos. Eran piedras muy grandes; no como los dolmen, que son todavía más grandes, pero casi. Podías trepar y sentarte con las piernas cruzadas. Y una vez arriba, podías abarcar con la mirada las islas del otro lado del mar. Mi padre me había enseñado que había que mirarlas siguiendo cierto orden, y que en Applecross siempre se había hecho así. Primero los islotes más lejanos, al norte, de donde venían las nubes. Y después había que bajar lentamente hasta Skye, la isla más grande, negra y profunda, con esas sombras en torno a las cuales, al ponerse el sol, revoloteaban las fochas y los alcatraces. O lo que parecían serlo.

Mi padre me había prometido que visitaríamos Skye para celebrar mi decimocuarto cumpleaños, en octubre.

Todavía tenía trece años, pues, cuando los Lily llegaron al pueblo. Y mi vida tranquila, y todo lo que os he contado hasta este momento, cambió.

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L A C A N A D E P E S C A R E L E X T R A N O C O C H E l torrente al que iba a pescar no tenía nombre. Mejor dicho, no tenía un nombre de verdad, de esos que se escriben en los mapas. La vieja Cumai lo llamaba Calghorn Dinn, que en la lengua de los duendes significa «charco maloliente». Y en determinados puntos era realmente así. Estaba salpicado de piedras y cantos rodados, y donde la corriente había cambiado su curso se habían formado pozas de agua estancada, en las que caía y se pudría de todo. Pero, si lo conocías bien, como lo conocía yo, el Calghorn era un gran torrente.

No había más que saltar por encima de los primeros charcos, girar en ángulo recto hacia el norte y llegar a la encina de la calavera (una horrible cabeza con un amenazador cartel debajo donde ponía: NO PASAR), seguir adelante sin mirar el cartel, tomar el sendero de la izquier

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da y remontar un poco el riachuelo, hasta una pequeña playa blanca con un pequeño lago que parecía pintado. Se veían nadar los peces a simple vista.

En mi última semana de libertad hacía más calor del habitual. La mañana ya había terminado. Y las clases también. En realidad, no era exactamente así: creo que faltaban aún unos días. Pero, de todas formas, yo había decidido que habían terminado... para mí. No soportaba desperdiciar días como aquel quedándome sentado en el banco del colegio repitiendo las tablas de multiplicar o intentando re

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