Desaparecida (Jugando con fuego 2)

Niall Leonard

Fragmento

cap-1

1

Iba a tener que comprar una fregona nueva. Por mucha lejía que utilizara con aquella, dejaba un ligero rastro rosa en el suelo cada vez que la pasaba y sospechaba que, en sus tiempos, había limpiado mucha sangre y dientes arrancados. La había encontrado en un armario enmohecido cuando estábamos recién instalados y había ido posponiendo comprar otra porque, después de invertir miles de libras en el alquiler y en el equipamiento, no me sentía capaz de apoquinar dinero para una fregona nueva cuando a la vieja no le pasaba nada, aparte de las manchas de sangre…

Hacía unos meses, había salido a correr y había pasado por delante del viejo gimnasio donde Delroy me había enseñado a boxear, situado en la primera planta de un estrecho almacén de ladrillo rojo, encima de una tienda de muebles usados atestada de sofás de plástico y feos sillones retirados de casas de personas mayores que habían tenido que trasladarse a residencias geriátricas.

Había un cartel de una agencia inmobiliaria clavado entre las ventanas de la fachada. Por los pelos, conseguí leer SE VENDE sin pararme a descifrarlo. Alguien debería comprar ese sitio, pensé. Reabrirlo, contratar a Delroy para que enseñara boxeo. Llenarlo de máquinas de ejercicios. Había muchos obsesos del deporte por ese barrio, a juzgar por la cantidad de corredores de los parques, y no había ningún gimnasio decente en kilómetros a la redonda. Por supuesto, tendría que ser una persona con energía e imaginación, y con una porrada de dinero…

Corrí durante veinte minutos más antes de caer en la cuenta de que esa persona podía ser yo. El dinero que había heredado después de que muriera mi padre estaba muerto de risa en una cuenta de un banco español. ¿Por qué no, maldita sea?

Decidí proponer la idea a Delroy.

Años antes, cuando me había enseñado a boxear, Delroy era un hombre con la fuerza y el tamaño de un oso, increíblemente rápido pese a su corpulencia. En esa época, el gimnasio estaba atestado de chavales violentos y medio salvajes que se habrían liado a golpes con cualquiera (yo era uno de ellos), pero a Delroy nunca le había hecho falta ponerse duro o ni alzar la voz siquiera. Ninguno de nosotros quería verlo enfadado.

Ahora casi siempre estaba repanchigado en su salón, viendo encuentros de boxeo en un televisor barato con una imagen pésima. Continuaba siendo grande como un oso, pero ya no era tan rápido: ni siquiera podía levantarse del sillón sin apoyarse en un bastón. El derrame cerebral le había dejado paralizado el lado izquierdo del cuerpo y llevaba unos dieciocho meses yendo a un centro de rehabilitación.

Yo había ido a visitarlo varias veces y siempre me marchaba disgustado y frustrado por no haber podido ayudarle. Pero el día que le expliqué mi idea de reabrir el gimnasio y de ponerlo a él como entrenador, se le iluminó la cara. Pese a que seguía teniendo la sonrisa torcida, pareció rejuvenecer diez años ante mis ojos. No podía firmar ningún contrato, dijo, pero iría a medias conmigo en el alquiler. Su mujer, Winnie, grandota y exagerada, aplaudió y se puso a alabar a Jesús y a decir que el Señor me había enviado para curar a su marido. Yo siempre había querido a Winnie, por lo que me abstuve de preguntarle quién había enviado el derrame a Delroy en un principio.

Oí a Delroy en la escalera, renqueando y resoplando. Ya había aprendido que no debía bajar a ofrecerle ayuda. Al principio, le había insinuado que no hacía falta que llegara a las seis de la mañana solo porque yo abriera a esa hora, pero él había insistido. «Tú y yo somos socios, Finn. Tengo que estar. Además, lo más probable es que no te levantes.»

Fui a vaciar el agua del cubo. Unas cuantas capas de pintura habían alegrado el gimnasio y las ventanas rotas estaba todas reparadas. Seguíamos necesitando taquillas nuevas (solo podía abrirse la mitad de las viejas y, de esas, la mitad no podía cerrarse) y en lo que respectaba a las tuberías… cuando vacié el agua gris en el anticuado fregadero de loza, el tufo del sumidero pareció indicar que algo gordo y peludo había bajado por el desagüe y había muerto allí.

Pero cuando miré el gimnasio, con las cintas de correr y las bicicletas elípticas colocadas en hileras, el ring nuevo y los espejos de pared, me invadió un entusiasmo electrizante. «Gimnasio Maguire’s.» Dirigía un negocio, a mis diecisiete años, aunque tuviera a Delroy como socio.

Cuando terminó de subir la escalera, se detuvo para recobrar el aliento. Sonreí al oír su vozarrón.

—¿Ya has fregado el suelo? Por Dios, Finn. Eres el jefe. No tendrías que limpiar.

Yo no quería contratar una asistenta por la misma razón que no quería comprar otra fregona: no nos hacían falta más empleados. Sam y Daisy, que llevaban la recepción, eran veinteañeros y, desde el primer día, había tenido que insistir en que dejaran de llamarme «jefe», porque lo detestaba.

—No me importa fregar el suelo, Delroy, en serio.

—Ya sé que no te importa —dijo—. Es solo que lo haces fatal. Tendrías que limitarte a boxear. Y a preparar el té.

—¿Te apetece un té?

—No se te escapa una, chaval.

—Ya sabes dónde está la cocina.

Al cabo de veinte minutos, el gimnasio estaba a reventar. Delroy se había desternillado cuando le había dicho que quería abrir a las seis todos los días, pero yo opinaba que mucha gente preferiría hacer ejercicio a primera hora, cuando aún tenía energía, antes de irse a trabajar. Maguire’s nunca sería la clase de gimnasio que saldría en una revista elegante, con modelos esculturales posando en las máquinas con una sonrisa boba y sin una gota de sudor, pero calculaba que, si nos moderábamos con los precios y nos esmerábamos con la limpieza, atraeríamos a clientes que estaban interesados en un gimnasio básico sin grandes lujos.

De momento parecía que el negocio marchaba. Yo había alquilado la casa en la que vivía con mi padre a una joven familia polaca y me había instalado encima del gimnasio, en el destartalado estudio de la última planta. Era oscuro y lúgubre, y tan húmedo como para cultivar hongos, pero, de todas formas, no hacía mucho allí aparte de dormir.

Mientras yo ejercía de gerente-conserje, Delroy se ocupaba del boxeo. Puede que estuviera físicamente impedido, pero tenía la misma rapidez mental de antes y unos ojos a los que nunca se les escapaba nada. Era capaz de detectar los malos hábitos de un púgil antes incluso de que arraigaran y de doblar la potencia de sus puñetazos con tan solo decirle cómo debía colocar los pies. Podía analizar las virtudes y defectos de un boxeador oyendo cómo entrenaba o quizá oliéndolo; cómo funcionaba su instinto era un misterio para mí, pero lo hacía, y los boxeadores que le hacían caso veían y notaban la diferencia.

Cuando yo había entrenado con Delroy, no había muchas mujeres que boxearan, pero aquello había cambiado por completo desde las últimas Olimpiadas. La primera vez que inscribí a dos mujeres en clases de boxeo, él enarcó una ceja (la que aún movía), pero, si la idea de animar a las chicas a darse puñetazos lo preocupaba, no dijo nada.

Al cabo de quince minutos, ya les estaba exigiendo más de lo que jamás me había exigido a mí: «Eso no es sudar, señoritas. ¡Quiero veros sudar de verdad!».

Había dos mujeres en el ring esa mañana, dando vuelta

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