El candidato ideal (Escuela de Cazadragones 4)

K. H. McMullan

Fragmento

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gor

Era un día de primavera muy caluroso. Los estudiantes de la Escuela de CazaDragones se entrenaban en el patio del castillo.

a—Está bien, chicos —dijo el preparador Wendell Plungett, el profesor de Caza—, os doy cinco minutos de descanso.

¡Por fin! Wiglaf no habría podido hacer una sola flexión más, ¡ni siquiera si se lo hubiera ordenado el director en persona! Estaba completamente dolorido y tenía mucha sed.

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Los estudiantes se pararon para recuperar el aliento. Los alumnos de Primero se dirigieron al pozo y se pusieron en fila esperando turno

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para beber. El preparador distribuyó el agua con un cacillo, después se quedó mirando a lo lejos con ojos soñadores.

—He cazado muchos dragones en mi larga carrera —suspiró finalmente—. Pero nunca olvidaré el primero. Se llamaba Hotblaze. Era un dragón espeluznante y feroz. Cuando me enfrenté a él, me deshizo el casco con una potente llamarada y me chamuscó todo el pelo. Desde entonces estoy pelado como una patata... —Se quitó el peluquín y se rascó con expresión pensativa la cabeza lisa y brillante.

Siempre estaba con la misma historia. Al poco rato el preparador habría contado cómo había derrotado a Hotblaze con su espada de plata. A Wiglaf no le gustaba aquella parte de la historia. Tenía el corazón tierno y solo oír hablar de espadas le daba escalofríos.

—¡Wiglaf! —lo llamó alguien.

El chico se volvió y vio a su amigo Angus cruzando el patio del castillo a todo correr.

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—¡El tío Mordred quiere verte inmediatamente en su despacho! —gritó Angus.

—¿Quiere verme a mí? —balbució Wiglaf estupefacto.

El director normalmente no tenía ningunas ganas de verlo. Wiglaf había cazado ya dos dragones, Gorzil y Seetha, pero solo por pura casualidad y sin utilizar la espada. Además, no había logrado llevar a Mordred ni una miserable moneda de sus tesoros. Y si había algo que hiciera enfurecer de verdad al director era ¡perder el tesoro de un dragón!

Wiglaf siguió a Angus al castillo.
—¿Qué quiere tu tío? —preguntó.
—No me lo ha dicho. Pero no parecía furioso, más bien estaba contento.

—¿Contento? —exclamó Wiglaf. ¡Aquello era una novedad! Mordred nunca estaba contento.

Cuando llegaron al despacho del director, Angus llamó a la puerta.

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—¡ADELANTE! —retumbó una voz.

Los dos amigos entraron. Mordred estaba de pie frente a su escritorio y leía una copia del Correo del Medioevo. Llevaba una túnica de terciopelo rojo con un bordado de dragones de oro.

—¡Ah, Wiglaf, querido chico! —gorjeó dejando el periódico—. ¡Tú vuelve al trabajo, Angus! —añadió sin quitar la vista de encima de Wiglaf—. ¡No te pago la generosa suma de medio escudo al año para que te rasques la barriga!

—No, tío —suspiró Angus y empezó a lustrarle los zapatos.

—¡Queridísimo Wiglaf! —trinó Mordred—. ¿Cómo estás, amigo mío? ¡En perfecta forma, espero!

—No me quejo, señor —respondió Wiglaf retrocediendo un poquito. La amabilidad de Mordred le daba escalofríos.

—¿Y tu cerdita? —siguió el director—. ¿Daisy está contenta en el gallinero?

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—Muy contenta, señor... —contestó Wiglaf. Estaba totalmente estupefacto. ¿Cómo podía saber el director que su cerdita estaba escondida en el gallinero de la escuela? Daisy era su mejor amiga y gracias al hechizo de un mago sabía hablar el cerdo, una lengua que pocos conocen. Funciona así: se toma la primera letra de una palabra, se pone al final y se le añade «us». Cerdo, por ejemplo, sería «erdo-cus». Es fácil, ¿no?

—¿Cazón te da bastante pastel de lombrices para comer? —le preguntó Mordred.

—Incluso demasiado —respondió Wiglaf con una mueca de asco.

—Dispénsame, tío Mordred —dijo Angus. Tenía una bota en la mano—. ¿Está bastante limpia para tu gusto?

—¡Estás de guasa, supongo! —chilló Mordred—. ¡Ponle un poco de energía, sobrino!

Angus suspiró y se puso de nuevo a lustrar. —Mi querido Wiglaf —continuó Mordred—. Mi esposa Lobelia y yo nos hemos tomado la li

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